<p class=»ue-c-article__paragraph»>Estas últimas vacaciones de Semana Santa estuvieron presididas por la típica desconexión laboral: reuniones con amigos en la casita de campo, barbacoas, algún que otro atracón de cerveza y sesiones maratonianas <strong>pegado a la televisión disfrutando de las tradicionales procesiones</strong>, para terminar devorando el estreno de la nueva temporada de <i><strong>Black Mirror</strong></i>. </p>
Servidor, que viene de la llamada generación bisagra, no puede evitar tener pánico al avance tecnológico y científico que se está imponiendo a pasos agigantados. Creo en el progreso, pero no creo en el avance con intención de controlar a las personas
Estas últimas vacaciones de Semana Santa estuvieron presididas por la típica desconexión laboral: reuniones con amigos en la casita de campo, barbacoas, algún que otro atracón de cerveza y sesiones maratonianas pegado a la televisión disfrutando de las tradicionales procesiones, para terminar devorando el estreno de la nueva temporada de Black Mirror.
Jamás sentí que una de las historias que se cuentan en la exitosa serie pudiera ser tan profética y que la ciencia ficción haya dejado de existir para reencarnearse en la más inmediata realidad, cambiando nuestras pautas de comportamiento. Y me asusta. Eso no me ocurrió cuando, con 20 años, leí Telépolis, del genial Echeverría, y su anuncio del nuevo estilo de vida marcado por los avances tecnológicos. No me ocurrió entre otras cosas porque no me lo creí; ingenuo de mi. El susto llegó cuando empecé a hacer la compra por ordenador, dejé de pasear por los parques y comencé a pujar en subastas de arte online. Fue el primer aviso.
Radio Futura cantaba que «el futuro ya está aquí», pero nuestro futuro no va a consistir en «enamorarse de la moda juvenil»; el futuro más próximo y el que me produce angustia vital es suscribirme a una aplicación médica para poder seguir viviendo y, si pasado el mes de prueba no te acoges a la tarifa premium, con el incremento monetario correspondiente, que tu vida sea menos plena y lo peor, más difícil y desesperada… hasta llegar a la muerte. Yno una muerte deseada, sino impuesta. No te queda otra. Grosso modo, este es el leitmotiv del primer capitulo de la citada serie.
Muy seguro estoy de que a los jóvenes de hoy esto no les perturbará. Y lo entiendo. Pero servidor, que viene de la llamada generación bisagra, no puede evitar tener pánico a este avance teconológico y científico que se está imponiendo a pasos agigantados y que va a sustituir a lo anterior. Creo en el avance, creo en el progreso, pero no creo en el avance con intención de controlar a las personas y anular la diferencia y la personalidad. Creo en la convivencia del pasado y del presente. Uno no ha de excluir al otro.
Quizá me esté haciendo mayor, que ya lo soy; pero me gustaba más el siglo XX con sus avances en la sociedad norteamericana de los años 50, los electrodomésticos, el túper, los primeros viajes a la Luna, las historias de los superhéroes, los robots, la clase media, la minifalda, los cardados, la laca, el glam rock de Bowie y su androginia, la liberación sexual, la celebración del Orgullo Gay, y el Studio 54 de Nueva York con Andy Warhol capitaneando la burla del arte. Incluso el email (ya en vías de extinción) y la búsqueda en Google (la IA se la ha comido con patatas).
Y es que, como cantaban Alaska y Dinarama, «la ciencia avanza, pero yo no». Llámenme retrógrado, cobarde, exagerado y alarmista. Cada día que pasa soy todo eso y mucho más.
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