<p>No pasaron 24 horas entre la muerte de Mario Vargas Llosa y la noticia de la cremación de sus restos. Ayer lunes, los peruanos, dentro y fuera del Perú, sin terminar de <strong>encajar la pérdida del compatriota más universal</strong>, tuvieron que improvisar la despedida.</p>
El escritor peruano Renato Cisneros relata la conmoción que ha provocado en Perú la muerte del premio Nobel y destaca, más allá de los desacuerdos por sus últimas posiciones políticas, la importancia de su legado en el mundo hispánico
No pasaron 24 horas entre la muerte de Mario Vargas Llosa y la noticia de la cremación de sus restos. Ayer lunes, los peruanos, dentro y fuera del Perú, sin terminar de encajar la pérdida del compatriota más universal, tuvieron que improvisar la despedida.
Es verdad que llevaban muchos meses preparándonos para este momento -advertidos del cáncer contra el que luchó el escritor y cuya vida atajó una neumonía- intentando imaginar cómo sería el Perú sin Vargas Llosa, pero ha sido inútil. El golpe llegó y sumió al país en el desconcierto.
A pesar de que la voluntad del Nobel fue ser velado en una ceremonia privada, reservada a los íntimos, cientos de personas llegaron a las puertas de su casa del barrio limeño de Barranco esperando la salida del coche fúnebre. Cuando el auto partió rumbo al Centro Funerario del Ejército, ubicado en el distrito de Santiago de Surco, la multitud aprovechó para decirle adiós. No hubo más contacto que ese. Mejor así.
La bandera a media asta en el colegio militar Leoncio Prado -centro de estudios de Vargas Llosa y escenario de La ciudad y los perros-; la declaración de un día de duelo nacional por parte del gobierno nacional (y de dos en Arequipa, ciudad natal del premio Nobel); el impactante tributo en la Fuente de la Fantasía del Circuito Mágico de las Aguas fueron algunas manifestaciones de agradecimiento y admiración que quedaron registradas.
En todos los medios de comunicación y redes sociales el apellido Vargas Llosa fue tendencia. Y aunque no faltaron voces críticas, o más bien mezquinas, que buscaron desacreditar al escritor por las posiciones políticas que asumió en los últimos años, la inmensa mayoría del país virtual se pronunció para lamentar su desaparición y, acto seguido, para celebrar su existencia. Fue revelador constatar que esos pronunciamientos llegaron de parte de representantes de todo el espectro ideológico, porque Vargas Llosa no sólo fue el último peruano global (capaz de escribir una columna y debatirla con Salman Rushdie o Umberto Eco), también fue la última figura pública capaz de sentarse a dialogar con representantes de la derecha más conservadora, del centro progresista y de la izquierda moderada. No sorprende por eso que ayer, dentro y fuera de Perú, líderes de partidos con visiones diametralmente distintas de la realidad hayan lamentado su desaparición.
Sus compatriotas escritores, hombres y mujeres de diversas generaciones, también lo han despedido haciendo circular esa foto que se tomaron en algún momento con él, añadiendo el testimonio de rigor. La comunidad literaria peruana ha reconocido el enorme legado que deja Vargas Llosa: la configuración de un modelo de escritor profesional que siempre privilegió el método antes que la inspiración, que apostó por una férrea disciplina que le permitió escribir al menos cuatro obras maestras antes de cumplir 40 años, y que traspasó el ámbito de la novela para enriquecer su obra con notables títulos dramatúrgicos y ensayísticos.
Pero no sólo eso. Mario también nos hereda la convicción de que un intelectual debe rebelarse ante la dictadura de la realidad, de que las inquietudes estéticas no están ni deben estar reñidas con el compromiso cívico, social y político. Es innegable que su viraje ideológico de la última década -apoyando a candidatos presidenciales de la extrema derecha latinoamericana- decepcionó a muchas personas que lo vieron (lo vimos) constituirse en un defensor de la auténtica libertad, pero aquí toca subrayar que el Nobel siempre apeló a la dignidad del argumento y jamás se rebajó al insulto o a la estigmatización del adversario.
A los peruanos, además, Vargas Llosa lega una pregunta. La pregunta de Zavalita en Conversación en la Catedral: «¿En qué momento se jodió el Perú?». Una pregunta que paraliza, que interpela y que atravesará las generaciones sin ser absuelta, pues provoca todas las respuestas y ninguna al mismo tiempo.
De las muchas, muchísimas frases de Vargas Llosa que podrían citarse tras su desenlace, destaca una pronunciada el día en que se celebraba su incorporación a la Academia Francesa (logro sin precedente entre los autores de lengua hispana). Esa mañana, en el anfiteatro del Instituto Francés de París, minutos después de pasar a la fila de los inmortales, como se conoce a los académicos franceses (entre los que figuran nombres tan apabullantes como Voltaire, Montesquieu, Alejandro Dumas y Victor Hugo), Vargas Llosa, además de reseñar el origen de su devoción por la literatura de ese país y relatar cómo vivió sus primeros años en París, se refirió al futuro de la novela y a su importancia decisora en la estabilidad política de los pueblos: «La novela», dijo, «salvará a la democracia o será sepultada con ella y desaparecerá». Más que un vaticinio parece una orden que debemos acatar quienes creemos que la experiencia literaria se rebela ante la realidad solo para mejorarla.
Será difícil de la mañana en Nueva York en que, al abrir mi correo electrónico dentro de un café, encontré un mail suyo comentando generosamente una novela que yo había publicado recientemente. Nos unía el hecho de haber tenido padres autoritarios. Por eso siempre encontré conmovedoras las páginas de El pez en el agua donde habla de «ese señor que era mi padre», un hombre que se constituyó en su azote y que, sin querer, al matricularlo en la escuela militar, acabó dándole el tema para su primera novela.
En otra ocasión nos encontramos en una librería y nos quedamos largo rato charlando de literatura y del Perú, ese Perú que despertó en él tantas pasiones, y con el que tuvo tantas lunas de miel y tantos desencuentros.
No olvidemos nunca los peruanos que Vargas Llosa aprendió a descifrar las complejidades de Perú desde fuera. Se marchó, pero nunca se fue realmente. Sin muchas de sus novelas -escritas en Londres, París, Madrid-, hoy no se entendería eso que llamamos peruanidad. Vargas Llosa podría haber elegido quedarse en Madrid hasta el final, pero decidió volver a la tierra en que nació y morir en ella.
Quienes leyéndolo aprendimos a ilusionarnos con convertirnos algún día en escritores lo despedimos hoy con una honda sensación de orfandad pero, a la vez, con la emoción de haber visto al genio alcanzar su plenitud creador. Leímos a Vargas Llosa vivo, lo vimos en las calles, recordamos lo que hicimos el día que le dieron el Nobel, lo escuchamos en un auditorio decenas de veces, compartimos con él una época, un tiempo, una vida. Esa alegría es nuestro orgullo. Y ese orgullo es nuestra herencia.
Renato Cisneros es escritor y periodista peruano. Su última novela es El tiempo que vimos arder Alfaguara).
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