Entre Almagro y Torre Pacheco hay unos 350 kilómetros de meseta y sierra que, el pasado fin de semana, dieron la medida entre dos Españas que se extrañan y se miran con progresiva distancia, reconociéndose cada vez menos. Mientras en Torre Pacheco empezaban los disturbios de este ensayo de pogromo organizado por escuadrones siniestros, en Almagro se representaba una nueva versión de Fuenteovejuna que se erigía como el mejor análisis de los hechos. Porque han sucedido tantas veces en la historia, que un comediante del siglo XVII los comprende mejor que el más laureado de los sociólogos.
El montaje de Fuenteovejuna, adaptado por María Folguera y dirigido por Rakel Camacho para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, elude la glorificación del pueblo rebelde y explora las metamorfosis que causa la violencia. Cuando la justicia se expresa como venganza, y la sentencia, como turba, el pueblo retrocede a una animalidad furiosa que destruye la idea misma de comunidad. Incluso aunque el tiranicidio parezca moral. No hay luz ni razón en la violencia: todo el que la prueba se pierde.
La puesta en escena del clásico ―que respeta el texto de Lope con todo su verso, pero que le hace decir cosas distintas a las que acostumbrábamos a entender— refuta ese lugar común del teatro y la cultura como evasiones que dan la espalda al mundo alrededor. Mientras la política se ahoga en el fango que produce, el Parlamento deviene corrala de gritos, las discusiones públicas se enredan en memeces y los dos grandes partidos españoles hacen un ridículo solipsista y enajenado, un puñado de actores y dos dramaturgas apuntan al verdadero corazón de las tinieblas en que vivimos.
No es extraño que los mismos ultras que jalean a los matones que aterrorizan a Torre Pacheco tengan en su punto de mira a una cultura capaz de desnudar su brutalidad hasta dejarla en carne y jirones cavernícolas, libre de coartadas ideológicas. Si a Vox le obsesiona controlar el ministerio y las consejerías de cultura no es solo para cortarles el grifo a los “pijoprogres subvencionados” (sic), sino para romper todos esos espejos incomodísimos. No soportan que las palabras de Lope de Vega se usen como arma contra ellos. También podríamos usar las de Cervantes, las de Teresa de Ávila, las de Juan de la Cruz, incluso las de Quevedo. Todo el Siglo de Oro, cimiento de la gloria hispánica para los patriotas más rancios y de voz más colérica, se alza estos días en Almagro contra ellos. Es natural que teman a esos pijoprogres que empiezan a plantear batallas con armas más contundentes que los palos y las navajas.
Mientras la política se ahoga en el fango que produce, un puñado de actores y dos dramaturgas apuntan al verdadero corazón de las tinieblas en que vivimos
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Mientras la política se ahoga en el fango que produce, un puñado de actores y dos dramaturgas apuntan al verdadero corazón de las tinieblas en que vivimos

Entre Almagro y Torre Pacheco hay unos 350 kilómetros de meseta y sierra que, el pasado fin de semana, dieron la medida entre dos Españas que se extrañan y se miran con progresiva distancia, reconociéndose cada vez menos. Mientras en Torre Pacheco empezaban los disturbios de este ensayo de pogromo organizado por escuadrones siniestros, en Almagro se representaba una nueva versión de Fuenteovejunaque se erigía como el mejor análisis de los hechos. Porque han sucedido tantas veces en la historia, que un comediante del siglo XVII los comprende mejor que el más laureado de los sociólogos.
El montaje de Fuenteovejuna, adaptado por María Folguera y dirigido por Rakel Camacho para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, elude la glorificación del pueblo rebelde y explora las metamorfosis que causa la violencia. Cuando la justicia se expresa como venganza, y la sentencia, como turba, el pueblo retrocede a una animalidad furiosa que destruye la idea misma de comunidad. Incluso aunque el tiranicidio parezca moral. No hay luz ni razón en la violencia: todo el que la prueba se pierde.
La puesta en escena del clásico ―que respeta el texto de Lope con todo su verso, pero que le hace decir cosas distintas a las que acostumbrábamos a entender— refuta ese lugar común del teatro y la cultura como evasiones que dan la espalda al mundo alrededor. Mientras la política se ahoga en el fango que produce, el Parlamento deviene corrala de gritos, las discusiones públicas se enredan en memeces y los dos grandes partidos españoles hacen un ridículo solipsista y enajenado, un puñado de actores y dos dramaturgas apuntan al verdadero corazón de las tinieblas en que vivimos.
No es extraño que los mismos ultras que jalean a los matones que aterrorizan a Torre Pacheco tengan en su punto de mira a una cultura capaz de desnudar su brutalidad hasta dejarla en carne y jirones cavernícolas, libre de coartadas ideológicas. Si a Vox le obsesiona controlar el ministerio y las consejerías de cultura no es solo para cortarles el grifo a los “pijoprogres subvencionados” (sic), sino para romper todos esos espejos incomodísimos. No soportan que las palabras de Lope de Vega se usen como arma contra ellos. También podríamos usar las de Cervantes, las de Teresa de Ávila, las de Juan de la Cruz, incluso las de Quevedo. Todo el Siglo de Oro, cimiento de la gloria hispánica para los patriotas más rancios y de voz más colérica, se alza estos días en Almagro contra ellos. Es natural que teman a esos pijoprogres que empiezan a plantear batallas con armas más contundentes que los palos y las navajas.
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Sobre la firma

Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).
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