Tormenta en el manicomio

El asfixiante calor que hacía en la plaza durante el paseíllo, a las nueve de la noche, no hacía presagiar la que caería un rato después. Quién iba a pensar que, al final, los abanicos tornarían en paraguas —ese es otro misterio, aquellos que se sacaron del bolsillo un paraguas de repente—.

El primer aviso lo dieron un par de estruendosos relámpagos que iluminaron el cielo durante la lidia del primer novillo. “Bueno, no será nada”, pensó la mayoría. Error. En cuestión de minutos, unos nubarrones negros cubrieron el cielo y comenzó a caer la más grande. Llovió mucho en el segundo capítulo del festejo, paró después y volvió a jarrear con fuerza desde el quinto hasta el final.

El desconcierto fue total. La gente, tan veraniega ella, manga corta arriba y abajo, sandalias en los pies, corrió despavorida, unos a las gradas y andanadas, otros a los pasillos interiores. Una turista oriental de rostro inmutable tuvo que cambiar el pequeño ventilador portátil que llevaba por uno de los chubasqueros que comenzaron a vender en los tendidos.

Lo de menos era lo que sucedía en el ruedo. Pocos prestaban atención. Pero, claro, para lo que había que ver… Una novillada con el hierro de Sagrario Moreno, tan seria por delante como desigual de hechuras, a la que apenas se picó, muy noble, pero floja y descastada. Vamos, lo de siempre. Una más de toritos modernos. Perfectos colaboradores que rozan la santidad y que siguen los engaños con absoluta obediencia, cuando están de pie, claro, porque no hubo uno que no acabara por los suelos.

El único con algo más de fondo fue el buen quinto, muy armado por delante, pero bajito como un zapato, que repitió con enorme fijeza y boyantía en el último tercio. Un toro de triunfo claro que desperdició entre tirones y enganchones Bruno Aloi. Su faena se sucedió cuando arreciaba el temporal y, como suele suceder en esta plaza, el público se volvió loco.

Qué tendrá el agua de Madrid que cuando cae sobre Las Ventas produce un efecto de histeria colectiva. Mientras el mexicano pegaba pases a diestro y siniestro, casi todos acelerados, mecánicos y enganchados, sobre ambas manos, el clamor cundía en los tendidos. Unos gritaban, otros contemplaban la obra de pie, completamente empapados, todos aplaudían y jaleaban como si no hubiera un mañana. En una de esas, alguien apareció con una ristra de enormes cartones para resguardar a la pandilla de la lluvia. Ver para creer.

Todo estaba encaminado hacia un triunfo, pero Aloi pinchó antes de dejar un bajonazo —que celebró, claro, con la manita en alto- y, aunque amagó con darse la vuelta, todo quedó en una ovación. Otra había saludado en su primero -en realidad, salió tras cuatro palmas— tras un arrimón ante un marmolillo moribundo.

Los mejores pasajes del festejo llevaron la firma del peruano Pedro Luis, que se presentaba en Madrid. Recibió a sus dos oponentes de rodillas casi en el centro del ruedo (dejemos de llamar a esta nueva moda portagayola) y demostró firmeza y buen concepto, sobre todo frente al parado sexto. Muy cruzado y de uno en uno, dejó un puñado de estimables naturales.

El que no dijo nada fue Fabio Jiménez; claro que, a ver quién era el guapo que transmitía algo con un lote tan ayuno de emoción y casta brava.

La frase de la noche la dijo a sus amigos un joven sentado un par de filas por delante: “Está bien esto de la lluvia, le da emoción a la cosa”. Así está la fiesta…

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 Bruno Aloi saluda dos ovaciones ante una seria y floja novillada de Sagrario Moreno en la que destacó Pedro Luis  

El asfixiante calor que hacía en la plaza durante el paseíllo, a las nueve de la noche, no hacía presagiar la que caería un rato después. Quién iba a pensar que, al final, los abanicos tornarían en paraguas —ese es otro misterio, aquellos que se sacaron del bolsillo un paraguas de repente—.

El primer aviso lo dieron un par de estruendosos relámpagos que iluminaron el cielo durante la lidia del primer novillo. “Bueno, no será nada”, pensó la mayoría. Error. En cuestión de minutos, unos nubarrones negros cubrieron el cielo y comenzó a caer la más grande. Llovió mucho en el segundo capítulo del festejo, paró después y volvió a jarrear con fuerza desde el quinto hasta el final.

El desconcierto fue total. La gente, tan veraniega ella, manga corta arriba y abajo, sandalias en los pies, corrió despavorida, unos a las gradas y andanadas, otros a los pasillos interiores. Una turista oriental de rostro inmutable tuvo que cambiar el pequeño ventilador portátil que llevaba por uno de los chubasqueros que comenzaron a vender en los tendidos.

Lo de menos era lo que sucedía en el ruedo. Pocos prestaban atención. Pero, claro, para lo que había que ver… Una novillada con el hierro de Sagrario Moreno, tan seria por delante como desigual de hechuras, a la que apenas se picó, muy noble, pero floja y descastada. Vamos, lo de siempre. Una más de toritos modernos. Perfectos colaboradores que rozan la santidad y que siguen los engaños con absoluta obediencia, cuando están de pie, claro, porque no hubo uno que no acabara por los suelos.

El único con algo más de fondo fue el buen quinto, muy armado por delante, pero bajito como un zapato, que repitió con enorme fijeza y boyantía en el último tercio. Un toro de triunfo claro que desperdició entre tirones y enganchones Bruno Aloi. Su faena se sucedió cuando arreciaba el temporal y, como suele suceder en esta plaza, el público se volvió loco.

Qué tendrá el agua de Madrid que cuando cae sobre Las Ventas produce un efecto de histeria colectiva. Mientras el mexicano pegaba pases a diestro y siniestro, casi todos acelerados, mecánicos y enganchados, sobre ambas manos, el clamor cundía en los tendidos. Unos gritaban, otros contemplaban la obra de pie, completamente empapados, todos aplaudían y jaleaban como si no hubiera un mañana. En una de esas, alguien apareció con una ristra de enormes cartones para resguardar a la pandilla de la lluvia. Ver para creer.

Todo estaba encaminado hacia un triunfo, pero Aloi pinchó antes de dejar un bajonazo —que celebró, claro, con la manita en alto- y, aunque amagó con darse la vuelta, todo quedó en una ovación. Otra había saludado en su primero -en realidad, salió tras cuatro palmas— tras un arrimón ante un marmolillo moribundo.

Los mejores pasajes del festejo llevaron la firma del peruano Pedro Luis, que se presentaba en Madrid. Recibió a sus dos oponentes de rodillas casi en el centro del ruedo (dejemos de llamar a esta nueva moda portagayola) y demostró firmeza y buen concepto, sobre todo frente al parado sexto. Muy cruzado y de uno en uno, dejó un puñado de estimables naturales.

El que no dijo nada fue Fabio Jiménez; claro que, a ver quién era el guapo que transmitía algo con un lote tan ayuno de emoción y casta brava.

La frase de la noche la dijo a sus amigos un joven sentado un par de filas por delante: “Está bien esto de la lluvia, le da emoción a la cosa”. Así está la fiesta…

Sagrario Moreno / Jiménez, Aloi, Pedro Luis

Novillos de Sagrario Moreno, bien presentados (salvo el 2º), serios, aunque de desiguales hechuras, nobles, flojos y descastados. Bueno el repetidor y boyante 5º; manso el 6º.

Fabio Jiménez: estocada rinconera (palmas); estocada corta trasera y atravesada (silencio).

Bruno Aloi: estocada _aviso_ (palmas y sale a saludar); pinchazo y bajonazo _aviso_ (saludos con protestas).

Pedro Luis: estocada corta caída y atravesada (silencio); pinchazo _aviso_, pinchazo hondo y cuatro descabellos (silencio).

Plaza de toros de Las Ventas. Jueves 3 de julio. 2ª novillada nocturna del certamen ‘Cénate Las Ventas’. Más de un tercio de entrada (9.053 espectadores, según la empresa).

 EL PAÍS

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