Cuando en 1968, Robert Redford compró unos terrenos en el cañón Provo, vieja tierra de los indios Ute, a unos 70 kilómetros de Salt Lake City, en las montañas de Utah, para que no se pudiera construir allí, poco podía imaginar que aquel paso acabaría llevándole a liderar el cine indie estadounidense a través de un instituto, construido en una estación de esquí cercana a ese terreno, a 2.000 metros de altura, y a un festival de cine celebrado en Park City. Sus primeros pasos no fueron fáciles, porque la industria cinematográfica pensaba que quería levantar un nuevo estudio, pero las exitosas carreras de Chloé Zhao, Richard Linklater, Ryan Coogler, Quentin Tarantino, Steven Soderbergh, Wes Anderson, Todd Solondz, Bryan Singer, Lee Daniels, Karyn Kusama, Damien Chazelle o Darren Aronofsky arrancaron en el festival de Sundance, donde Redford trabajaba como un voluntario más.
Para entender lo que significa ser incluido en la programación del festival, Tarantino recuerda su sufrimiento con Rerservoir Dogs en el libro Sexo, mentiras y Hollywood (Cátedra), de Peter Biskind, que analiza aquella explosión del indie cimentada en la distribuidora Miramax y en el certamen de Redford: “Nunca en mi vida he sentido nada igual, esa fiebre, ese insistente ‘vamos a entrar, vamos a entrar’, sudando y perdiendo el pelo como todo director independiente estadounidense”. En The Hollywood Reporter, tras el fallecimiento de Redford, Linklater comentaba: “No puedo pensar en otra persona que haya tenido el impacto en el mundo del cine, y no estoy exagerando, de la manera en que lo hizo Redford”.
Cuando compró la estación a inicios de los setenta, Redford no se dio cuenta de la poca nieve que caía allí. Aquel no fue un buen negocio, y se fijó entonces en Aspen (Colorado), donde iban muchas estrellas de Hollywood. Allí crearon un instituto de cine para los meses sin nevadas. Redford era demasiado liberal para el viejo Hollywood, y jamás se integró en el Nuevo Hollywood. Como escribe Biskind: “No se iba a montar en aquel expreso de vagones llenos de sexo, drogas y rock and roll”. Era una gran estrella desubicada, aunque con olfato: cuando los estudios (y las taquillas de películas como La guerra de las galaxias y Tiburón) acabaron con los directores creativos y los expulsaron del sistema a finales de los setenta, él entendió que había que crear un sitio donde se unieran esfuerzos, donde los pequeños unificaran sus talentos para obras con peso cultural (su obsesión artística). En noviembre de 1979 se celebró un congreso de tres días, y Redford pensó que no podía quedarse en algo puntual: así nació el Instituto Sundance en aquel complejo turístico; con el nombre de su personaje en Dos hombres y un destino, Redford también quería crear un aura de cine de guerrilla, de inconformismo hacia Hollywood.
Además, en la capital del Estado ya se celebraba un festival de cine que aglutinaba a creadores fuera de las majors. Fue cuestión de tiempo que aquel certamen que atravesaba dificultades acabara bajo el manto de Redford: el festival, ya controlado por el Instituto, se desarrolló en 1985 en Park City, y acabaría siendo el festival de Sundance en 1991. Con todo, el cineasta, en aquellos años, era reticente con el festival, por eso tardó tanto tiempo en bautizarlo como Sundance.
El fallecido Roger Ebert, uno de los más famosos críticos estadounidenses de cine, acudió en julio de 1981 a la inauguración del Instituto, donde se analizaron diez películas de bajo presupuesto a mitad de su producción. La industria del entretenimiento desconfiaba de las ambiciones de Redford: ¿quería fundar su propio miniestudio? El actor y en aquel año ganador del Oscar a la mejor dirección por Gente corriente le aseguró que no tenía planes de producir las películas desarrolladas en sus laboratorios de cineastas: “Dicen que estoy comenzando mi propio estudio, que si estoy desafiando a las majors. En realidad, no tengo idea de lo que resultará ser”.
A Redford solo le gustaba en los inicios el Instituto, con sus laboratorios de guion, dirección y producción. Pero económicamente era inviable. Además, el comité de selección de proyectos comenzó a usar criterios conservadores. En cambio, el festival estalló: el triunfo en 1989 de Sexo, mentiras y cintas de vídeo catapultó su fama como caladero de proyectos taquilleros y artísticos. Se convirtió en la mejor publicidad para el Instituto. Dos años después, en plena Guerra del Golfo, en el primer certamen con el nombre de Sundance —que además cambió sus fechas para celebrarse en enero— se proyectaron 16 películas, entre ellas el primer largo de Linklater (Slacker); Trust (Confía en mí), de Hal Hartley; City of Hope, de John Sayles, o Veneno, de Todd Haynes, que ganó. Nombres míticos de una nueva camada de cineastas que rompían con el cine de autor de la generación anterior, más políticamente correcta (como Gregory Navas). Como primer director del certamen, Geoffrey Gilmore tuvo el ojo de apoyar la selección en la siguiente edición, la de 1992, una película de un cineasta que nunca había pisado un festival: Reservoir Dogs, de Tarantino.
Sundance no ha sido un camino de rosas ni en lo económico ni en lo artístico (a mediados de los noventa hasta tuvo un canal para televisión por cable y en el cambio de siglo una productora y una cadena de salas): el retrato que ofrece Peter Biskind en su mítico volumen del festival y de su alma mater es agridulce. Y eso que lo escribió en 2004, cuando el cine indie, tras la década gloriosa de los noventa, se movía entre las dudas de ser una entidad por sí mismo o solo un paso más, un entrenamiento de muchos cineastas que solo querían entrar en Hollywood. Con el tiempo, ganó la segunda opción: Hollywood enviaba ejecutivos a Utah para pescar material, y el comité de selección alteró sus criterios para tristemente aceptar esa opción (en 2021, en una edición virtual, ganó la decepcionante CODA, que también triunfaría en los Oscar). Ese desembarco de directivos de la industria acabó con la paciencia de los habitantes de Park City, que entraron en guerra con la organización. Por eso, acabada la concesión, desde 2027 el certamen de Sundance se celebrará (al menos durante diez años) en Boulder (Colorado).
Redford se mantuvo durante años como el rostro del festival, colaborando en todo lo posible, pero donde más disfrutaba era en el Instituto y sus laboratorios, en el día a día con los creadores, animándoles y aconsejándoles. Al fallecer este martes, no verá lejos de su Utah querido el festival; el instituto mantiene su sede. En 2009, el cineasta explicó su guía: “Mi sensación es que cuando llegue el día en que ya no brindemos la misión con la que comenzamos, que era crear algo para nuevas audiencias y crear nuevas oportunidades para que los nuevos artistas tengan un lugar para desarrollarse, entonces no deberíamos estar aquí. Y no lo haremos”.
El actor y director fundó en 1981 un instituto para apoyar el cine ‘indie’. De su festival nacieron las carreras de Quentin Tarantino, Richard Linklater, Steven Soderbergh o Robert Rodríguez
Cuando en 1968, Robert Redford compró unos terrenos en el cañón Provo, vieja tierra de los indios Ute, a unos 70 kilómetros de Salt Lake City, en las montañas de Utah, para que no se pudiera construir allí, poco podía imaginar que aquel paso acabaría llevándole a liderar el cine indie estadounidense a través de un instituto, construido en una estación de esquí cercana a ese terreno, a 2.000 metros de altura, y a un festival de cine celebrado en Park City. Sus primeros pasos no fueron fáciles, porque la industria cinematográfica pensaba que quería levantar un nuevo estudio, pero las exitosas carreras de Chloé Zhao, Richard Linklater, Ryan Coogler, Quentin Tarantino, Steven Soderbergh, Wes Anderson, Todd Solondz, Bryan Singer, Lee Daniels, Karyn Kusama, Damien Chazelle o Darren Aronofsky arrancaron en el festival de Sundance, donde Redford trabajaba como un voluntario más.
Para entender lo que significa ser incluido en la programación del festival, Tarantino recuerda su sufrimiento con Rerservoir Dogs en el libro Sexo, mentiras y Hollywood (Cátedra), de Peter Biskind, que analiza aquella explosión del indie cimentada en la distribuidora Miramax y en el certamen de Redford: “Nunca en mi vida he sentido nada igual, esa fiebre, ese insistente ‘vamos a entrar, vamos a entrar’, sudando y perdiendo el pelo como todo director independiente estadounidense”. En The Hollywood Reporter, tras el fallecimiento de Redford, Linklater comentaba: “No puedo pensar en otra persona que haya tenido el impacto en el mundo del cine, y no estoy exagerando, de la manera en que lo hizo Redford”.
Cuando compró la estación a inicios de los setenta, Redford no se dio cuenta de la poca nieve que caía allí. Aquel no fue un buen negocio, y se fijó entonces en Aspen (Colorado), donde iban muchas estrellas de Hollywood. Allí crearon un instituto de cine para los meses sin nevadas. Redford era demasiado liberal para el viejo Hollywood, y jamás se integró en el Nuevo Hollywood. Como escribe Biskind: “No se iba a montar en aquel expreso de vagones llenos de sexo, drogas y rock and roll”. Era una gran estrella desubicada, aunque con olfato: cuando los estudios (y las taquillas de películas como La guerra de las galaxias y Tiburón) acabaron con los directores creativos y los expulsaron del sistema a finales de los setenta, él entendió que había que crear un sitio donde se unieran esfuerzos, donde los pequeños unificaran sus talentos para obras con peso cultural (su obsesión artística). En noviembre de 1979 se celebró un congreso de tres días, y Redford pensó que no podía quedarse en algo puntual: así nació el Instituto Sundance en aquel complejo turístico; con el nombre de su personaje en Dos hombres y un destino, Redford también quería crear un aura de cine de guerrilla, de inconformismo hacia Hollywood.

Además, en la capital del Estado ya se celebraba un festival de cine que aglutinaba a creadores fuera de las majors. Fue cuestión de tiempo que aquel certamen que atravesaba dificultades acabara bajo el manto de Redford: el festival, ya controlado por el Instituto, se desarrolló en 1985 en Park City, y acabaría siendo el festival de Sundance en 1991. Con todo, el cineasta, en aquellos años, era reticente con el festival, por eso tardó tanto tiempo en bautizarlo como Sundance.
El fallecido Roger Ebert, uno de los más famosos críticos estadounidenses de cine, acudió en julio de 1981 a la inauguración del Instituto, donde se analizaron diez películas de bajo presupuesto a mitad de su producción. La industria del entretenimiento desconfiaba de las ambiciones de Redford: ¿quería fundar su propio miniestudio? El actor y en aquel año ganador del Oscar a la mejor dirección por Gente corriente le aseguró que no tenía planes de producir las películas desarrolladas en sus laboratorios de cineastas: “Dicen que estoy comenzando mi propio estudio, que si estoy desafiando a las majors. En realidad, no tengo idea de lo que resultará ser”.

A Redford solo le gustaba en los inicios el Instituto, con sus laboratorios de guion, dirección y producción. Pero económicamente era inviable. Además, el comité de selección de proyectos comenzó a usar criterios conservadores. En cambio, el festival estalló: el triunfo en 1989 de Sexo, mentiras y cintas de vídeo catapultó su fama como caladero de proyectos taquilleros y artísticos. Se convirtió en la mejor publicidad para el Instituto. Dos años después, en plena Guerra del Golfo, en el primer certamen con el nombre de Sundance —que además cambió sus fechas para celebrarse en enero— se proyectaron 16 películas, entre ellas el primer largo de Linklater (Slacker); Trust (Confía en mí), de Hal Hartley; City of Hope, de John Sayles, o Veneno, de Todd Haynes, que ganó. Nombres míticos de una nueva camada de cineastas que rompían con el cine de autor de la generación anterior, más políticamente correcta (como Gregory Navas). Como primer director del certamen, Geoffrey Gilmore tuvo el ojo de apoyar la selección en la siguiente edición, la de 1992, una película de un cineasta que nunca había pisado un festival: Reservoir Dogs, de Tarantino.
Sundance no ha sido un camino de rosas ni en lo económico ni en lo artístico (a mediados de los noventa hasta tuvo un canal para televisión por cable y en el cambio de siglo una productora y una cadena de salas): el retrato que ofrece Peter Biskind en su mítico volumen del festival y de su alma mater es agridulce. Y eso que lo escribió en 2004, cuando el cine indie, tras la década gloriosa de los noventa, se movía entre las dudas de ser una entidad por sí mismo o solo un paso más, un entrenamiento de muchos cineastas que solo querían entrar en Hollywood. Con el tiempo, ganó la segunda opción: Hollywood enviaba ejecutivos a Utah para pescar material, y el comité de selección alteró sus criterios para tristemente aceptar esa opción (en 2021, en una edición virtual, ganó la decepcionante CODA, que también triunfaría en los Oscar). Ese desembarco de directivos de la industria acabó con la paciencia de los habitantes de Park City, que entraron en guerra con la organización. Por eso, acabada la concesión, desde 2027 el certamen de Sundance se celebrará (al menos durante diez años) en Boulder (Colorado).
Redford se mantuvo durante años como el rostro del festival, colaborando en todo lo posible, pero donde más disfrutaba era en el Instituto y sus laboratorios, en el día a día con los creadores, animándoles y aconsejándoles. Al fallecer este martes, no verá lejos de su Utah querido el festival; el instituto mantiene su sede. En 2009, el cineasta explicó su guía: “Mi sensación es que cuando llegue el día en que ya no brindemos la misión con la que comenzamos, que era crear algo para nuevas audiencias y crear nuevas oportunidades para que los nuevos artistas tengan un lugar para desarrollarse, entonces no deberíamos estar aquí. Y no lo haremos”.
EL PAÍS