Si Clint se hubiese quedado: el gran problema de ‘Los Puentes de Madison’ en su 30º aniversario

Hace 30 años de aquella escena: Meryl Streep, Francesca en Los puentes de Madison cogida al manillar de la puerta de la furgoneta donde esperaba a su marido, dudando entre abrirla y echarse a los brazos del amor fou de los últimos y más intensos cuatro días de su vida, Clint Eastwood, Robert en el film, (y director además) o quedarse en un matrimonio que sabemos agotado, aburrido, inane. ¿Y qué hace? Se queda. Vemos en el retrovisor a Clint tristísimo, empapado por la lluvia, al marido diciendo banalidades al entrar de nuevo en la furgoneta y a una Meryl rota del todo. Desde que se estrenó y durante estas tres décadas Los Puentes de Madison ha gozado de todos los parabienes posibles. Admirada, adorada, mil veces vista, símbolo de lo que es una grandísima historia de amor, inusual por su temática romántica dentro de la carrera del director… Pero seamos serios: nadie quería que se quedara dentro del coche, todas deseamos otro final. Lo explica muy bien Laura Ferrero en Instrucciones para bajarse de una camioneta.

La historia sucede en 1965 (la vimos en 1995) en una granja estadounidense lejos de todo. Francesca, ama de casa, que tuvo aspiraciones vitales (era profesora antes de enamorarse en Italia, tras la guerra, de un soldado americano y dejarlo todo por él) está sola en casa. Su marido, aquel soldado, y sus dos hijos, ya entrando en la juventud, (y que no le hacen caso alguno, por cierto), se han marchado a una feria de ganado, que es a lo que se dedican todos en la familia, al ganado. Y de pronto aparece Robert, un fotógrafo atractivo, cosmopolita, amable… El resto lo sabemos, enloquecen de amor, se entienden a la perfección, la vida les da un vuelco a los dos. Viven ese momento que Robert define así: “Sólo lo diré una vez. No lo había dicho antes, pero esta clase de certeza solo se presenta una vez en la vida”. Pese a eso, como ya sabemos, ella NO se sale del coche. Ella se queda. Gracias por nada, Clint.

Un fotograma de 'Los puentes de Madison'.

Estamos en 2025 y ya podemos decirlo: Clint Eastwood, querido, no, no todo era maravilloso en esa obra tuya. Así que aquí va una reflexión iconoclasta sobre todo lo que está mal en Los puentes de Madison, una película en la que la protagonista renuncia al amor, que nos ofrece como referente (a todas las jóvenes que en su día nos tragamos sin masticar la cinta) a una mujer que se resigna, que dimite de su autonomía personal por la familia, de la posibilidad de la felicidad en otro sitio, con otra vida, lejos de la rutina, de la abnegación conyugal. Amor igual a sacrificio, a compromiso. Por no hablar de la inmadurez que demuestran los hijos el enterarse de la infidelidad…

Empecemos por un momento revelador de la película: los dos amantes, en la cocina, tienen una conversación íntima. Robert le pregunta a Francesca cómo es su marido. Ella, atribulada, busca en su disco duro las virtudes del esposo para acabar diciendo un lacónico “es muy limpio”. Yo no recuerdo bien lo que pensé en aquel momento, pero sí sé lo que pienso ahora: si todo lo que puedes decir del tipo que vive contigo, de tu compañero de vida, es que es muy limpio, pírate sin duda con el apuesto fotógrafo que ha aparecido por tu granja de Iowa y con el que has tenido un tórrido romance. O vete sola, pero vete. Hazle caso a Audre Lorde, le diría mi yo de 2025 a la infeliz Francesca: “El erotismo es una fuente de poder y de información en nuestras vidas, que puede proveer la energía que necesitamos las mujeres para el cambio”.

Pero yo no estaba allí, claro, y tanto el autor de la novela, Robert James Waller, como el guionista que la adaptó, Richard LaGravanese, como el director, Clint Eastwood (vaya por Dios, qué casualidad, tres caballeros en danza para crear una obra mítica donde la mujer es una mártir del amor), decidieron que ni hablar. Que, tal y como cuenta explica Sonia Herrera, de la Universitat Autónoma de Barcelona, en su texto Los puentes de Madison: una mirada de género, los tres señores optaron porque Francesca cometiera “lo que podríamos llamar un ‘suicidio sentimental’ entregándose a una vida que no le satisface tras confirmar las palabras de Mark Twain: “Ningún hombre o mujer sabe lo que es verdaderamente el amor perfecto hasta después de un cuarto de siglo de matrimonio”. Y en este caso, la protagonista no lo averigua dentro del matrimonio sino fuera.

Un 2 de junio de 1995 'Los puentes de Madison' llegaba a las salas para convertirse en una de las películas más aclamadas del año.

¿Qué está mal en Los puentes de Madison?, le pregunto a la directora de cine Paula Ortiz (La Virgen roja, La novia, De tu ventana a la mía, Teresa). “La renuncia absoluta, el deseo castigado, el sacrificio. Revisando la película me preguntaba qué habría pasado si la historia hubiera sido al revés, si una fotógrafa hubiera llegado a un condado rural y se hubiera encontrado con un señor solo en casa (por supuesto la esposa habría estado en otra ciudad cuidando a su madre, que es lo único que hubiera justificado su ausencia) y se hubieran enamorado. Por supuesto el señor se habría ido. En cambio, aquí ella tiene que pagar por el deseo, ha de cumplir el canon romántico, el deseo no puede ser el estado permanente para ella. El director tenía la posibilidad de dibujar esta excepción con Francesca, pero no lo hizo”, explica Ortiz.

Coincide con ella y dobla la apuesta, la periodista cinematográfica María Guerra, con la que revisité un día tumbadas en el sofá la ínclita película. Alucinamos del todo, esa es la verdad, nos enfadamos bastante y Guerra sacó conclusiones. Primera, la película es “un artefacto cinematográfico impecable, con esa claridad, esa perfección, esa sencillez inapelable de Eastwood a la hora de narrar, con esa gran limpieza visual y argumental. Pero odio casi todo lo demás, y que actuara además como un referente para mujeres maduras”. Damos por descontado que el personaje de Meryl, que tenía 45 años cuando la filmó, (20 menos que Clint, por cierto), vive en un matrimonio que es el Himalaya del tedio, y resulta que “cuando aparece el príncipe azul, como una nueva y segunda oportunidad, en lugar de aceptarla y largarse, lo que nos brinda la película, como referente para la madurez de las mujeres es el sacrificio”, apunta Guerra.

De eso trata el asunto, de que las espectadoras aceptáramos que había que sacrificar el deseo, esconderlo, que había que resignarse, y eso “me parece absolutamente odioso. Nosotras, nuestra generación, las que teníamos 30 años cuando se estrenó la película nos comimos una vez más esa rueda de molino del amor romántico en aras de la estabilidad familiar. Que hayamos sido millones de mujeres las que nos tragamos esa propuesta y que no saliéramos a incendiar los cines, es atroz”, apunta con ironía la periodista. Y remata, “creo que si volviera a verla ahora por primera vez me carcajearía en lugar de aceptarlo como penosamente hice a los 30″.

Fotograma de 'Los puentes de Madison'.

Dirán algunos que, para ser justos con el director, (y pese a que tenía en su poder anticiparse a una nueva manera de ser y estar en el mundo), hizo la película hace 30 años, cuando tantísimas reivindicaciones justas y necesarias no se habían dado. Y, claro, tal y como señala la investigadora Herrera, “aunque de una forma un tanto edulcorada, la película nos presenta a una protagonista inmersa en un modelo reproductivo de dominación que incluye la represión del erotismo y el placer frente a la sexualidad reproductiva y el sometimiento a la maternidad, además de una apropiación absoluta de la fuerza de trabajo de las mujeres mediante el discurso de la domesticidad y la doble jornada que en este caso se traduce en la suma de las tareas vinculadas a los cuidados y las labores relacionadas con la granja familiar”.

Pero ¿no podría haber sido más ambicioso el cineasta y variar el rumbo de la historia y hacernos un poco felices a todas, y, por qué no decirlo, invitar a las mujeres a la infidelidad, a salirse de los cánones, a dejar de ser el ángel del hogar ese estereotipo tan mitificado por el patriarcado? Podría, por supuesto. Pero no lo hizo. No solo no lo hizo, sino que, tal y como explica la teórica feminista Giulia Colaizzi, castigó a la protagonista con la infelicidad perpetua por intentar siquiera saltarse el código, dar respuesta al propio deseo y cuestionar el modelo hegemónico de mujer abnegada que le impide “salir de las figuras complementarias y yuxtapuestas de madre/femme fatale, virgen/puta”. De nuevo, director querido, gracias por nada.

La guionista de teatro y cine Olga Iglesias, (Casting Lear, También esto pasará) que me confiesa que esta película es “su basura romántica favorita”. Y da otra clave fundamental para acabar de matar la obra mítica de Eastwood, dicho con ironía y con respeto, no se vayan a cabrear los fans de este director, los señores críticos, los acólitos de su cine tan ¿paramilitar?, por favor. “La volví a ver, ya que era el aniversario. Era una de mis mierdas románticas que más me gustaba, porque el romanticismo, si no lo piensas mucho y lo dejas ahí idealizado, puede funcionar: me flipa la escena de la puerta del coche, era como la tensión máxima del amor imposible. Pero pensando en eso, en lo del amor imposible, que era lo que yo entendía de la película, me he dado cuenta de que no va de eso, porque en realidad el espectador sabe desde el principio, por el flash back desde los hijos, que no se van a quedar juntos. Y entonces he dicho ¿qué había aquí pues?, y me he dado cuenta de que de lo que habla la película es del deseo como excepción; lo moralizante de la película es que el deseo que ella siente sabemos que va a ser una excepción, que es algo que puede vivir cuatro días y nada más, que esa infidelidad femenina queda circunscrita solo a esos cuatro días de toda su vida. Es muy terrible”.

¿Por qué, ya que se planteó la posibilidad de la ruptura, no dejó el cineasta que la protagonista volara? Porque, y ahí la lección letal que deja, una buena mujer americana rural ha de renunciar y aislarse con su dolor en su granja. Lo que nos propone para esas mujeres de final del siglo XX es el exilio interior. Con un agravante: en el caso de la protagonista, con los hijos casi adultos, independientes, con un marido, digamos, amortizado, su presencia en la casa es innecesaria, así que el castigo es doblemente injusto.

Y por si faltaba algo en la ecuación, está la forma cinematográfica de narrar ese dolor íntimo, ese sufrimiento de la actriz. “Una de las características, de las genialidades de este director es la manera límpida y transparente con la que su cámara capta las emociones. Es una fotografía del alma”, dice Guerra. En el caso de Los puentes de Madison, la cámara mira a Meryl Streep (por cierto, la película, ninguneada en los Oscar, solo obtuvo una nominación, la de la Meryl como Mejor Actriz Protagonista) y hace una lectura emocional minuciosa de ese sacrificio, de mater dolorosa iconográfica. La cámara muestra un abanico de sentimientos de culpa, de dolor infinito…

Para la periodista, otro de los asuntos espinosos es cómo al principio y al final de la película se nos muestra el pago al sacrificio: la aprobación de sus hijos, ya en la posteridad. “Creo que es una mirada terrible porque ese sentido del sacrificio se ha solidificado y se nos plantea como algo natural en el destino vital de las mujeres, sin más intención. El cine crea unos imaginarios que son dogmáticos. Este film no deja resquicios, no hace preguntas al espectador, solo da una respuesta contundente al deseo de una mujer que está entrando en la madurez y que obviamente no quiere ya a su marido. Me parece que esa transparencia cristalina de Clint a la hora de regodearse en el sufrimiento de esa gran actriz roza lo religioso y me pone los pelos de punta”.

Hablamos de ese regodearse en el abatimiento femenino, (hay una escena insoportable, la de ella, recién abandonados los días febriles de amor, cuando la familia, ajena a todo, vuelve al hogar, y ella los recibe disimulando la atroz tormenta interior), de esa manera minuciosa de contar la infelicidad del encierro de madre-esposa-ama de casa, de narrar la soledad íntima, el descontento, ese malestar que no tenía nombre, según Betty Friedan, pero que en este caso sí lo tenía: se llamaba Robert, y era la ausencia de su cuerpo lo que mataba de tristeza a la protagonista. Ese hombre que le dijo: “Y no se engañe Francesca, usted es de todo menos una mujer simple”, otorgándole una complejidad que nadie en su entorno le reconocía ya.

Tanto el guionista como el director podrían haber puesto en la pantalla (o en el papel), tal y como señala Herrera, a una mujer que fuera más allá de los estereotipos femeninos (maternidad, renuncia a los propios deseos en favor de la familia, el ámbito privado, la pasividad) y otorgarle algunos de los valores masculinos: la aventura, el riesgo, la autonomía, el espacio público. Nos podían haber dado a un referente optimista, no doliente, a una mujer feliz, no sacrificada, a una mujer que ganara dinero, no dependiente. Lo único que le permite es fumar cigarrillos. Cuánta generosidad… Al menos, y eso sí hay que valorarlo, el legado que Francesca deja a sus hijos es interesante: primero, no todo es lineal en la vida, hay un reverso siempre, hay miradas oblicuas, recovecos secretísimos, sombras. Y segundo, atreveos, porque mirad qué tristeza me ha causado a mí no hacerlo.

Quizá le podrían haber hecho caso a este párrafo del libro El fin del amor, de Tamara Tenenbaum: “La mujer que conoce otros cuerpos conoce el mundo. Circula, experimenta, sabe lo que tiene y lo que puede tener. Aprende el deseo, la búsqueda a preguntarse por las condiciones de su propia vida, a cuestionarse a no tomarlas como algo dado e inquebrantable. La libertad sexual de las mujeres atenta contra la capacidad de los hombres de subyugarlas. El reconocimiento de la mujer como sujeto deseante es una amenaza para el sistema que se sostiene en su subordinación, su trabajo impagado y su conducta predecible y ordenada. La virtud no es solo un concepto moral y religioso, también es un concepto político y económico”.

El caso es que quizá ese final en el que Francesca no se va con Robert, tiene que ver con lo que contó la propia Meryl sobre el rodaje. “Fue increíble trabajar con Clint Eastwood. Filmamos esa película en cinco semanas. Nos levantábamos a las cinco de la mañana para rodar pronto, y así Clint podía ir a jugar al golf. A veces, Clint proponía hacer un ensayo con cámaras, y cuando terminábamos, decía: ‘Ok, nos quedamos con esta toma’. ¡El ensayo terminaba en la película!”.

Seguir leyendo

 Hace 30 años de aquella escena: Meryl Streep, Francesca en Los puentes de Madison cogida al manillar de la puerta de la furgoneta donde esperaba a su marido, dudando entre abrirla y echarse a los brazos del amor fou de los últimos y más intensos cuatro días de su vida, Clint Eastwood, Robert en el film, (y director además) o quedarse en un matrimonio que sabemos agotado, aburrido, inane. ¿Y qué hace? Se queda. Vemos en el retrovisor a Clint tristísimo, empapado por la lluvia, al marido diciendo banalidades al entrar de nuevo en la furgoneta y a una Meryl rota del todo. Desde que se estrenó y durante estas tres décadas Los Puentes de Madison ha gozado de todos los parabienes posibles. Admirada, adorada, mil veces vista, símbolo de lo que es una grandísima historia de amor, inusual por su temática romántica dentro de la carrera del director… Pero seamos serios: nadie quería que se quedara dentro del coche, todas deseamos otro final. Lo explica muy bien Laura Ferrero en Instrucciones para bajarse de una camioneta.La historia sucede en 1965 (la vimos en 1995) en una granja estadounidense lejos de todo. Francesca, ama de casa, que tuvo aspiraciones vitales (era profesora antes de enamorarse en Italia, tras la guerra, de un soldado americano y dejarlo todo por él) está sola en casa. Su marido, aquel soldado, y sus dos hijos, ya entrando en la juventud, (y que no le hacen caso alguno, por cierto), se han marchado a una feria de ganado, que es a lo que se dedican todos en la familia, al ganado. Y de pronto aparece Robert, un fotógrafo atractivo, cosmopolita, amable… El resto lo sabemos, enloquecen de amor, se entienden a la perfección, la vida les da un vuelco a los dos. Viven ese momento que Robert define así: “Sólo lo diré una vez. No lo había dicho antes, pero esta clase de certeza solo se presenta una vez en la vida”. Pese a eso, como ya sabemos, ella NO se sale del coche. Ella se queda. Gracias por nada, Clint.Estamos en 2025 y ya podemos decirlo: Clint Eastwood, querido, no, no todo era maravilloso en esa obra tuya. Así que aquí va una reflexión iconoclasta sobre todo lo que está mal en Los puentes de Madison, una película en la que la protagonista renuncia al amor, que nos ofrece como referente (a todas las jóvenes que en su día nos tragamos sin masticar la cinta) a una mujer que se resigna, que dimite de su autonomía personal por la familia, de la posibilidad de la felicidad en otro sitio, con otra vida, lejos de la rutina, de la abnegación conyugal. Amor igual a sacrificio, a compromiso. Por no hablar de la inmadurez que demuestran los hijos el enterarse de la infidelidad…Empecemos por un momento revelador de la película: los dos amantes, en la cocina, tienen una conversación íntima. Robert le pregunta a Francesca cómo es su marido. Ella, atribulada, busca en su disco duro las virtudes del esposo para acabar diciendo un lacónico “es muy limpio”. Yo no recuerdo bien lo que pensé en aquel momento, pero sí sé lo que pienso ahora: si todo lo que puedes decir del tipo que vive contigo, de tu compañero de vida, es que es muy limpio, pírate sin duda con el apuesto fotógrafo que ha aparecido por tu granja de Iowa y con el que has tenido un tórrido romance. O vete sola, pero vete. Hazle caso a Audre Lorde, le diría mi yo de 2025 a la infeliz Francesca: “El erotismo es una fuente de poder y de información en nuestras vidas, que puede proveer la energía que necesitamos las mujeres para el cambio”.Pero yo no estaba allí, claro, y tanto el autor de la novela, Robert James Waller, como el guionista que la adaptó, Richard LaGravanese, como el director, Clint Eastwood (vaya por Dios, qué casualidad, tres caballeros en danza para crear una obra mítica donde la mujer es una mártir del amor), decidieron que ni hablar. Que, tal y como cuenta explica Sonia Herrera, de la Universitat Autónoma de Barcelona, en su texto Los puentes de Madison: una mirada de género, los tres señores optaron porque Francesca cometiera “lo que podríamos llamar un ‘suicidio sentimental’ entregándose a una vida que no le satisface tras confirmar las palabras de Mark Twain: “Ningún hombre o mujer sabe lo que es verdaderamente el amor perfecto hasta después de un cuarto de siglo de matrimonio”. Y en este caso, la protagonista no lo averigua dentro del matrimonio sino fuera.¿Qué está mal en Los puentes de Madison?, le pregunto a la directora de cine Paula Ortiz (La Virgen roja, La novia, De tu ventana a la mía, Teresa). “La renuncia absoluta, el deseo castigado, el sacrificio. Revisando la película me preguntaba qué habría pasado si la historia hubiera sido al revés, si una fotógrafa hubiera llegado a un condado rural y se hubiera encontrado con un señor solo en casa (por supuesto la esposa habría estado en otra ciudad cuidando a su madre, que es lo único que hubiera justificado su ausencia) y se hubieran enamorado. Por supuesto el señor se habría ido. En cambio, aquí ella tiene que pagar por el deseo, ha de cumplir el canon romántico, el deseo no puede ser el estado permanente para ella. El director tenía la posibilidad de dibujar esta excepción con Francesca, pero no lo hizo”, explica Ortiz.Coincide con ella y dobla la apuesta, la periodista cinematográfica María Guerra, con la que revisité un día tumbadas en el sofá la ínclita película. Alucinamos del todo, esa es la verdad, nos enfadamos bastante y Guerra sacó conclusiones. Primera, la película es “un artefacto cinematográfico impecable, con esa claridad, esa perfección, esa sencillez inapelable de Eastwood a la hora de narrar, con esa gran limpieza visual y argumental. Pero odio casi todo lo demás, y que actuara además como un referente para mujeres maduras”. Damos por descontado que el personaje de Meryl, que tenía 45 años cuando la filmó, (20 menos que Clint, por cierto), vive en un matrimonio que es el Himalaya del tedio, y resulta que “cuando aparece el príncipe azul, como una nueva y segunda oportunidad, en lugar de aceptarla y largarse, lo que nos brinda la película, como referente para la madurez de las mujeres es el sacrificio”, apunta Guerra.De eso trata el asunto, de que las espectadoras aceptáramos que había que sacrificar el deseo, esconderlo, que había que resignarse, y eso “me parece absolutamente odioso. Nosotras, nuestra generación, las que teníamos 30 años cuando se estrenó la película nos comimos una vez más esa rueda de molino del amor romántico en aras de la estabilidad familiar. Que hayamos sido millones de mujeres las que nos tragamos esa propuesta y que no saliéramos a incendiar los cines, es atroz”, apunta con ironía la periodista. Y remata, “creo que si volviera a verla ahora por primera vez me carcajearía en lugar de aceptarlo como penosamente hice a los 30″.Dirán algunos que, para ser justos con el director, (y pese a que tenía en su poder anticiparse a una nueva manera de ser y estar en el mundo), hizo la película hace 30 años, cuando tantísimas reivindicaciones justas y necesarias no se habían dado. Y, claro, tal y como señala la investigadora Herrera, “aunque de una forma un tanto edulcorada, la película nos presenta a una protagonista inmersa en un modelo reproductivo de dominación que incluye la represión del erotismo y el placer frente a la sexualidad reproductiva y el sometimiento a la maternidad, además de una apropiación absoluta de la fuerza de trabajo de las mujeres mediante el discurso de la domesticidad y la doble jornada que en este caso se traduce en la suma de las tareas vinculadas a los cuidados y las labores relacionadas con la granja familiar”.Pero ¿no podría haber sido más ambicioso el cineasta y variar el rumbo de la historia y hacernos un poco felices a todas, y, por qué no decirlo, invitar a las mujeres a la infidelidad, a salirse de los cánones, a dejar de ser el ángel del hogar ese estereotipo tan mitificado por el patriarcado? Podría, por supuesto. Pero no lo hizo. No solo no lo hizo, sino que, tal y como explica la teórica feminista Giulia Colaizzi, castigó a la protagonista con la infelicidad perpetua por intentar siquiera saltarse el código, dar respuesta al propio deseo y cuestionar el modelo hegemónico de mujer abnegada que le impide “salir de las figuras complementarias y yuxtapuestas de madre/femme fatale, virgen/puta”. De nuevo, director querido, gracias por nada.La guionista de teatro y cine Olga Iglesias, (Casting Lear, También esto pasará) que me confiesa que esta película es “su basura romántica favorita”. Y da otra clave fundamental para acabar de matar la obra mítica de Eastwood, dicho con ironía y con respeto, no se vayan a cabrear los fans de este director, los señores críticos, los acólitos de su cine tan ¿paramilitar?, por favor. “La volví a ver, ya que era el aniversario. Era una de mis mierdas románticas que más me gustaba, porque el romanticismo, si no lo piensas mucho y lo dejas ahí idealizado, puede funcionar: me flipa la escena de la puerta del coche, era como la tensión máxima del amor imposible. Pero pensando en eso, en lo del amor imposible, que era lo que yo entendía de la película, me he dado cuenta de que no va de eso, porque en realidad el espectador sabe desde el principio, por el flash back desde los hijos, que no se van a quedar juntos. Y entonces he dicho ¿qué había aquí pues?, y me he dado cuenta de que de lo que habla la película es del deseo como excepción; lo moralizante de la película es que el deseo que ella siente sabemos que va a ser una excepción, que es algo que puede vivir cuatro días y nada más, que esa infidelidad femenina queda circunscrita solo a esos cuatro días de toda su vida. Es muy terrible”.¿Por qué, ya que se planteó la posibilidad de la ruptura, no dejó el cineasta que la protagonista volara? Porque, y ahí la lección letal que deja, una buena mujer americana rural ha de renunciar y aislarse con su dolor en su granja. Lo que nos propone para esas mujeres de final del siglo XX es el exilio interior. Con un agravante: en el caso de la protagonista, con los hijos casi adultos, independientes, con un marido, digamos, amortizado, su presencia en la casa es innecesaria, así que el castigo es doblemente injusto.Y por si faltaba algo en la ecuación, está la forma cinematográfica de narrar ese dolor íntimo, ese sufrimiento de la actriz. “Una de las características, de las genialidades de este director es la manera límpida y transparente con la que su cámara capta las emociones. Es una fotografía del alma”, dice Guerra. En el caso de Los puentes de Madison, la cámara mira a Meryl Streep (por cierto, la película, ninguneada en los Oscar, solo obtuvo una nominación, la de la Meryl como Mejor Actriz Protagonista) y hace una lectura emocional minuciosa de ese sacrificio, de mater dolorosa iconográfica. La cámara muestra un abanico de sentimientos de culpa, de dolor infinito…Para la periodista, otro de los asuntos espinosos es cómo al principio y al final de la película se nos muestra el pago al sacrificio: la aprobación de sus hijos, ya en la posteridad. “Creo que es una mirada terrible porque ese sentido del sacrificio se ha solidificado y se nos plantea como algo natural en el destino vital de las mujeres, sin más intención. El cine crea unos imaginarios que son dogmáticos. Este film no deja resquicios, no hace preguntas al espectador, solo da una respuesta contundente al deseo de una mujer que está entrando en la madurez y que obviamente no quiere ya a su marido. Me parece que esa transparencia cristalina de Clint a la hora de regodearse en el sufrimiento de esa gran actriz roza lo religioso y me pone los pelos de punta”.Hablamos de ese regodearse en el abatimiento femenino, (hay una escena insoportable, la de ella, recién abandonados los días febriles de amor, cuando la familia, ajena a todo, vuelve al hogar, y ella los recibe disimulando la atroz tormenta interior), de esa manera minuciosa de contar la infelicidad del encierro de madre-esposa-ama de casa, de narrar la soledad íntima, el descontento, ese malestar que no tenía nombre, según Betty Friedan, pero que en este caso sí lo tenía: se llamaba Robert, y era la ausencia de su cuerpo lo que mataba de tristeza a la protagonista. Ese hombre que le dijo: “Y no se engañe Francesca, usted es de todo menos una mujer simple”, otorgándole una complejidad que nadie en su entorno le reconocía ya.Tanto el guionista como el director podrían haber puesto en la pantalla (o en el papel), tal y como señala Herrera, a una mujer que fuera más allá de los estereotipos femeninos (maternidad, renuncia a los propios deseos en favor de la familia, el ámbito privado, la pasividad) y otorgarle algunos de los valores masculinos: la aventura, el riesgo, la autonomía, el espacio público. Nos podían haber dado a un referente optimista, no doliente, a una mujer feliz, no sacrificada, a una mujer que ganara dinero, no dependiente. Lo único que le permite es fumar cigarrillos. Cuánta generosidad… Al menos, y eso sí hay que valorarlo, el legado que Francesca deja a sus hijos es interesante: primero, no todo es lineal en la vida, hay un reverso siempre, hay miradas oblicuas, recovecos secretísimos, sombras. Y segundo, atreveos, porque mirad qué tristeza me ha causado a mí no hacerlo.Quizá le podrían haber hecho caso a este párrafo del libro El fin del amor, de Tamara Tenenbaum: “La mujer que conoce otros cuerpos conoce el mundo. Circula, experimenta, sabe lo que tiene y lo que puede tener. Aprende el deseo, la búsqueda a preguntarse por las condiciones de su propia vida, a cuestionarse a no tomarlas como algo dado e inquebrantable. La libertad sexual de las mujeres atenta contra la capacidad de los hombres de subyugarlas. El reconocimiento de la mujer como sujeto deseante es una amenaza para el sistema que se sostiene en su subordinación, su trabajo impagado y su conducta predecible y ordenada. La virtud no es solo un concepto moral y religioso, también es un concepto político y económico”.El caso es que quizá ese final en el que Francesca no se va con Robert, tiene que ver con lo que contó la propia Meryl sobre el rodaje. “Fue increíble trabajar con Clint Eastwood. Filmamos esa película en cinco semanas. Nos levantábamos a las cinco de la mañana para rodar pronto, y así Clint podía ir a jugar al golf. A veces, Clint proponía hacer un ensayo con cámaras, y cuando terminábamos, decía: ‘Ok, nos quedamos con esta toma’. ¡El ensayo terminaba en la película!”. Seguir leyendo  

Hace 30 años de aquella escena: Meryl Streep, Francesca en Los puentes de Madison cogida al manillar de la puerta de la furgoneta donde esperaba a su marido, dudando entre abrirla y echarse a los brazos del amor fou de los últimos y más intensos cuatro días de su vida, Clint Eastwood, Robert en el film, (y director además) o quedarse en un matrimonio que sabemos agotado, aburrido, inane. ¿Y qué hace? Se queda. Vemos en el retrovisor a Clint tristísimo, empapado por la lluvia, al marido diciendo banalidades al entrar de nuevo en la furgoneta y a una Meryl rota del todo. Desde que se estrenó y durante estas tres décadas Los Puentes de Madison ha gozado de todos los parabienes posibles. Admirada, adorada, mil veces vista, símbolo de lo que es una grandísima historia de amor, inusual por su temática romántica dentro de la carrera del director… Pero seamos serios: nadie quería que se quedara dentro del coche, todas deseamos otro final. Lo explica muy bien Laura Ferrero en Instrucciones para bajarse de una camioneta.

La historia sucede en 1965 (la vimos en 1995) en una granja estadounidense lejos de todo. Francesca, ama de casa, que tuvo aspiraciones vitales (era profesora antes de enamorarse en Italia, tras la guerra, de un soldado americano y dejarlo todo por él) está sola en casa. Su marido, aquel soldado, y sus dos hijos, ya entrando en la juventud, (y que no le hacen caso alguno, por cierto), se han marchado a una feria de ganado, que es a lo que se dedican todos en la familia, al ganado. Y de pronto aparece Robert, un fotógrafo atractivo, cosmopolita, amable… El resto lo sabemos, enloquecen de amor, se entienden a la perfección, la vida les da un vuelco a los dos. Viven ese momento que Robert define así: “Sólo lo diré una vez. No lo había dicho antes, pero esta clase de certeza solo se presenta una vez en la vida”. Pese a eso, como ya sabemos, ella NO se sale del coche. Ella se queda. Gracias por nada, Clint.

Un fotograma de 'Los puentes de Madison'.

Estamos en 2025 y ya podemos decirlo: Clint Eastwood, querido, no, no todo era maravilloso en esa obra tuya. Así que aquí va una reflexión iconoclasta sobre todo lo que está mal en Los puentes de Madison, una película en la que la protagonista renuncia al amor, que nos ofrece como referente (a todas las jóvenes que en su día nos tragamos sin masticar la cinta) a una mujer que se resigna, que dimite de su autonomía personal por la familia, de la posibilidad de la felicidad en otro sitio, con otra vida, lejos de la rutina, de la abnegación conyugal. Amor igual a sacrificio, a compromiso. Por no hablar de la inmadurez que demuestran los hijos el enterarse de la infidelidad…

Empecemos por un momento revelador de la película: los dos amantes, en la cocina, tienen una conversación íntima. Robert le pregunta a Francesca cómo es su marido. Ella, atribulada, busca en su disco duro las virtudes del esposo para acabar diciendo un lacónico “es muy limpio”. Yo no recuerdo bien lo que pensé en aquel momento, pero sí sé lo que pienso ahora: si todo lo que puedes decir del tipo que vive contigo, de tu compañero de vida, es que es muy limpio, pírate sin duda con el apuesto fotógrafo que ha aparecido por tu granja de Iowa y con el que has tenido un tórrido romance. O vete sola, pero vete. Hazle caso a Audre Lorde, le diría mi yo de 2025 a la infeliz Francesca: “El erotismo es una fuente de poder y de información en nuestras vidas, que puede proveer la energía que necesitamos las mujeres para el cambio”.

Pero yo no estaba allí, claro, y tanto el autor de la novela, Robert James Waller, como el guionista que la adaptó, Richard LaGravanese, como el director, Clint Eastwood (vaya por Dios, qué casualidad, tres caballeros en danza para crear una obra mítica donde la mujer es una mártir del amor), decidieron que ni hablar. Que, tal y como cuenta explica Sonia Herrera, de la Universitat Autónoma de Barcelona, en su texto Los puentes de Madison: una mirada de género, los tres señores optaron porque Francesca cometiera “lo que podríamos llamar un ‘suicidio sentimental’ entregándose a una vida que no le satisface tras confirmar las palabras de Mark Twain: “Ningún hombre o mujer sabe lo que es verdaderamente el amor perfecto hasta después de un cuarto de siglo de matrimonio”. Y en este caso, la protagonista no lo averigua dentro del matrimonio sino fuera.

Un 2 de junio de 1995 'Los puentes de Madison' llegaba a las salas para convertirse en una de las películas más aclamadas del año.

¿Qué está mal en Los puentes de Madison?, le pregunto a la directora de cine Paula Ortiz (La Virgen roja, La novia, De tu ventana a la mía, Teresa). “La renuncia absoluta, el deseo castigado, el sacrificio. Revisando la película me preguntaba qué habría pasado si la historia hubiera sido al revés, si una fotógrafa hubiera llegado a un condado rural y se hubiera encontrado con un señor solo en casa (por supuesto la esposa habría estado en otra ciudad cuidando a su madre, que es lo único que hubiera justificado su ausencia) y se hubieran enamorado. Por supuesto el señor se habría ido. En cambio, aquí ella tiene que pagar por el deseo, ha de cumplir el canon romántico, el deseo no puede ser el estado permanente para ella. El director tenía la posibilidad de dibujar esta excepción con Francesca, pero no lo hizo”, explica Ortiz.

Coincide con ella y dobla la apuesta, la periodista cinematográfica María Guerra, con la que revisité un día tumbadas en el sofá la ínclita película. Alucinamos del todo, esa es la verdad, nos enfadamos bastante y Guerra sacó conclusiones. Primera, la película es “un artefacto cinematográfico impecable, con esa claridad, esa perfección, esa sencillez inapelable de Eastwood a la hora de narrar, con esa gran limpieza visual y argumental. Pero odio casi todo lo demás, y que actuara además como un referente para mujeres maduras”. Damos por descontado que el personaje de Meryl, que tenía 45 años cuando la filmó, (20 menos que Clint, por cierto), vive en un matrimonio que es el Himalaya del tedio, y resulta que “cuando aparece el príncipe azul, como una nueva y segunda oportunidad, en lugar de aceptarla y largarse, lo que nos brinda la película, como referente para la madurez de las mujeres es el sacrificio”, apunta Guerra.

De eso trata el asunto, de que las espectadoras aceptáramos que había que sacrificar el deseo, esconderlo, que había que resignarse, y eso “me parece absolutamente odioso. Nosotras, nuestra generación, las que teníamos 30 años cuando se estrenó la película nos comimos una vez más esa rueda de molino del amor romántico en aras de la estabilidad familiar. Que hayamos sido millones de mujeres las que nos tragamos esa propuesta y que no saliéramos a incendiar los cines, es atroz”, apunta con ironía la periodista. Y remata, “creo que si volviera a verla ahora por primera vez me carcajearía en lugar de aceptarlo como penosamente hice a los 30″.

Fotograma de 'Los puentes de Madison'.

Dirán algunos que, para ser justos con el director, (y pese a que tenía en su poder anticiparse a una nueva manera de ser y estar en el mundo), hizo la película hace 30 años, cuando tantísimas reivindicaciones justas y necesarias no se habían dado. Y, claro, tal y como señala la investigadora Herrera, “aunque de una forma un tanto edulcorada, la película nos presenta a una protagonista inmersa en un modelo reproductivo de dominación que incluye la represión del erotismo y el placer frente a la sexualidad reproductiva y el sometimiento a la maternidad, además de una apropiación absoluta de la fuerza de trabajo de las mujeres mediante el discurso de la domesticidad y la doble jornada que en este caso se traduce en la suma de las tareas vinculadas a los cuidados y las labores relacionadas con la granja familiar”.

Pero ¿no podría haber sido más ambicioso el cineasta y variar el rumbo de la historia y hacernos un poco felices a todas, y, por qué no decirlo, invitar a las mujeres a la infidelidad, a salirse de los cánones, a dejar de ser el ángel del hogar ese estereotipo tan mitificado por el patriarcado? Podría, por supuesto. Pero no lo hizo. No solo no lo hizo, sino que, tal y como explica la teórica feminista Giulia Colaizzi, castigó a la protagonista con la infelicidad perpetua por intentar siquiera saltarse el código, dar respuesta al propio deseo y cuestionar el modelo hegemónico de mujer abnegada que le impide “salir de las figuras complementarias y yuxtapuestas de madre/femme fatale, virgen/puta”. De nuevo, director querido, gracias por nada.

La guionista de teatro y cine Olga Iglesias, (Casting Lear, También esto pasará) que me confiesa que esta película es “su basura romántica favorita”. Y da otra clave fundamental para acabar de matar la obra mítica de Eastwood, dicho con ironía y con respeto, no se vayan a cabrear los fans de este director, los señores críticos, los acólitos de su cine tan ¿paramilitar?, por favor. “La volví a ver, ya que era el aniversario. Era una de mis mierdas románticas que más me gustaba, porque el romanticismo, si no lo piensas mucho y lo dejas ahí idealizado, puede funcionar: me flipa la escena de la puerta del coche, era como la tensión máxima del amor imposible. Pero pensando en eso, en lo del amor imposible, que era lo que yo entendía de la película, me he dado cuenta de que no va de eso, porque en realidad el espectador sabe desde el principio, por el flash back desde los hijos, que no se van a quedar juntos. Y entonces he dicho ¿qué había aquí pues?, y me he dado cuenta de que de lo que habla la película es del deseo como excepción; lo moralizante de la película es que el deseo que ella siente sabemos que va a ser una excepción, que es algo que puede vivir cuatro días y nada más, que esa infidelidad femenina queda circunscrita solo a esos cuatro días de toda su vida. Es muy terrible”.

¿Por qué, ya que se planteó la posibilidad de la ruptura, no dejó el cineasta que la protagonista volara? Porque, y ahí la lección letal que deja, una buena mujer americana rural ha de renunciar y aislarse con su dolor en su granja. Lo que nos propone para esas mujeres de final del siglo XX es el exilio interior. Con un agravante: en el caso de la protagonista, con los hijos casi adultos, independientes, con un marido, digamos, amortizado, su presencia en la casa es innecesaria, así que el castigo es doblemente injusto.

Y por si faltaba algo en la ecuación, está la forma cinematográfica de narrar ese dolor íntimo, ese sufrimiento de la actriz. “Una de las características, de las genialidades de este director es la manera límpida y transparente con la que su cámara capta las emociones. Es una fotografía del alma”, dice Guerra. En el caso de Los puentes de Madison, la cámara mira a Meryl Streep (por cierto, la película, ninguneada en los Oscar, solo obtuvo una nominación, la de la Meryl como Mejor Actriz Protagonista) y hace una lectura emocional minuciosa de ese sacrificio, de mater dolorosa iconográfica. La cámara muestra un abanico de sentimientos de culpa, de dolor infinito…

Para la periodista, otro de los asuntos espinosos es cómo al principio y al final de la película se nos muestra el pago al sacrificio: la aprobación de sus hijos, ya en la posteridad. “Creo que es una mirada terrible porque ese sentido del sacrificio se ha solidificado y se nos plantea como algo natural en el destino vital de las mujeres, sin más intención. El cine crea unos imaginarios que son dogmáticos. Este film no deja resquicios, no hace preguntas al espectador, solo da una respuesta contundente al deseo de una mujer que está entrando en la madurez y que obviamente no quiere ya a su marido. Me parece que esa transparencia cristalina de Clint a la hora de regodearse en el sufrimiento de esa gran actriz roza lo religioso y me pone los pelos de punta”.

Hablamos de ese regodearse en el abatimiento femenino, (hay una escena insoportable, la de ella, recién abandonados los días febriles de amor, cuando la familia, ajena a todo, vuelve al hogar, y ella los recibe disimulando la atroz tormenta interior), de esa manera minuciosa de contar la infelicidad del encierro de madre-esposa-ama de casa, de narrar la soledad íntima, el descontento, ese malestar que no tenía nombre, según Betty Friedan, pero que en este caso sí lo tenía: se llamaba Robert, y era la ausencia de su cuerpo lo que mataba de tristeza a la protagonista. Ese hombre que le dijo: “Y no se engañe Francesca, usted es de todo menos una mujer simple”, otorgándole una complejidad que nadie en su entorno le reconocía ya.

Tanto el guionista como el director podrían haber puesto en la pantalla (o en el papel), tal y como señala Herrera, a una mujer que fuera más allá de los estereotipos femeninos (maternidad, renuncia a los propios deseos en favor de la familia, el ámbito privado, la pasividad) y otorgarle algunos de los valores masculinos: la aventura, el riesgo, la autonomía, el espacio público. Nos podían haber dado a un referente optimista, no doliente, a una mujer feliz, no sacrificada, a una mujer que ganara dinero, no dependiente. Lo único que le permite es fumar cigarrillos. Cuánta generosidad… Al menos, y eso sí hay que valorarlo, el legado que Francesca deja a sus hijos es interesante: primero, no todo es lineal en la vida, hay un reverso siempre, hay miradas oblicuas, recovecos secretísimos, sombras. Y segundo, atreveos, porque mirad qué tristeza me ha causado a mí no hacerlo.

Quizá le podrían haber hecho caso a este párrafo del libro El fin del amor, de Tamara Tenenbaum: “La mujer que conoce otros cuerpos conoce el mundo. Circula, experimenta, sabe lo que tiene y lo que puede tener. Aprende el deseo, la búsqueda a preguntarse por las condiciones de su propia vida, a cuestionarse a no tomarlas como algo dado e inquebrantable. La libertad sexual de las mujeres atenta contra la capacidad de los hombres de subyugarlas. El reconocimiento de la mujer como sujeto deseante es una amenaza para el sistema que se sostiene en su subordinación, su trabajo impagado y su conducta predecible y ordenada. La virtud no es solo un concepto moral y religioso, también es un concepto político y económico”.

El caso es que quizá ese final en el que Francesca no se va con Robert, tiene que ver con lo que contó la propia Meryl sobre el rodaje. “Fue increíble trabajar con Clint Eastwood. Filmamos esa película en cinco semanas. Nos levantábamos a las cinco de la mañana para rodar pronto, y así Clint podía ir a jugar al golf. A veces, Clint proponía hacer un ensayo con cámaras, y cuando terminábamos, decía: ‘Ok, nos quedamos con esta toma’. ¡El ensayo terminaba en la película!”.

 EL PAÍS

Interesante