Quique Dacosta presentó hace poco Octavo, el nuevo menú del restaurante en Dénia que lleva su nombre, donde ostenta tres estrellas Michelin. El menú no es sólo una sucesión de platos, sino una nueva llamada a la puerta del salón donde moran las siete grandes artes: pintura, escultura, arquitectura, música, danza, literatura y cine. El chef acompaña su propuesta gastronómica de un manifiesto donde sostiene que la cocina debería poder sentarse en el trono del octavo arte, un puesto de gran poder simbólico, muy codiciado, que también han reclamado para sí históricamente la fotografía, la costura, el cómic, la publicidad, los videojuegos, la jardinería o la oratoria. La lucha por ser el octavo arte lo es por ser tomado en serio como forma de expresión profunda que trasciende lo técnico o lo comercial de cualquier oficio artesano y que, atravesando la estética, deviene canon cultural, signo de un tiempo, un espacio y una forma de pensar el universo y la esencia humana, más allá de resolver cuestiones de utilidad práctica.
Quique Dacosta es, sin duda y por aclamación unánime, uno de los más grandes chefs de este país; un cocinero de porte tan elegante como sus platos, que pare ideas de gran belleza formal y altísimo refinamiento técnico. Pero ni la belleza formal ni la filigrana técnica son razones válidas, por sí solas, para considerar ninguna disciplina arte. El urinario de Duchamp, los alambres enmarañados de Tàpies, Four Organs de Steve Reich o el London Calling de los Clash están ahí para recordarnos que todas las grandes artes ya rompieron en el pasado con los corsés de la belleza estética y el rigor técnico clásicos.
Dacosta sostiene en su manifiesto que la cocina es una disciplina que abarca muchísimo más que la mera satisfacción de necesidades fisiológicas, y que es capaz de transmitir ideas, provocar emociones, proponer dilemas morales y cuestionar certezas, y estos argumentos son válidos tanto para la cocina de vanguardia como para la tradicional, la urbana, la rural, la migrante, la familiar o la de la fusión más sofisticada. Pero no todas las expresiones culinarias son expresiones artísticas, como no todos los dibujos son objetos de museo. ¿Qué es arte y qué no?
Tiene cierto sentido que la demanda de considerar la cocina como arte haya provenido siempre de la restauración de lujo de la élite —Ferran Adrià ya lo hizo en su participación en 2007 en la feria Documenta, provocando un festival de alzamiento de ceja remarcable en la comunidad artística—. El de la gastronomía de las estrellas es el único reducto culinario que, por beber de la idea de genio individual renacentista de talento innato separado de la masa gremial informe, genera piezas firmables. El resto de las cocinas posibles y existentes, por poderío simbólico y creativo que tengan, no tienen autoría que no sea colectiva.
La consideración de obra de arte es el único mecanismo que da pie a ostentar derechos de autor. Quizá esta sea la clave de esta reivindicación de la élite gastronómica, junto con la ambición de más prestigio y más valor para cada marca personal, y no tanto una búsqueda universal de dignidad para el acto de cocinar. Pero por encima de todo, cabe preguntarse si el mundo de la alta gastronomía está preparado para ser tomado en serio y saltar a la arena donde pelean los artistas.
¿Sabría el sector gastronómico reconocer a su propio Van Gogh en un cocinero presa de la enfermedad mental que malvive en un antro y no ha vendido un plato en su vida?, ¿descubriría a sus propios Jean-Michel Basquiat o Banksy en un puesto de comida callejera, si los tuviera delante? La cuestión de la cocina como arte pone encima de la mesa grandes debilidades estructurales del sector de la gastronomía.
La conversación sobre qué es arte y qué no tiene cuatro grandes interlocutores: las instituciones culturales (museos, academias, galerías, curadores) que filtran, legitiman y canonizan; el mercado, que tiende a asignar más valor artístico a aquello que cuesta más dinero; el claustro teórico y filosófico, compuesto por críticos, catedráticos, artistas, teóricos e instituciones; y el sector mediático que, con su poder amplificador de fenómenos, entroniza.
La cocina no tiene instituciones culturales propias. No existe el equivalente a un museo culinario que acerque la creación artística al ciudadano común para que este forme parte de la conversación (No. Democratizar la alta gastronomía no es firmar una hamburguesa para McDonald’s). Mientras una sola Mona Lisa recibe anualmente millones de visitantes, un plato puede ser degustado por un sólo comensal, que pagará por él un buen fajo de euros, y no hay noches de degustación gratuitas en Mugaritz, en Noor o en DiverXO. Si alguna cocina fuese arte, sería accesible sólo para unos pocos elegidos: el aroma, la textura y el sabor no son reproducibles digitalmente. Pero es al observar el claustro teórico culinario, quizás, donde encontramos el principal escollo en el camino de la cocina a ser considerada un arte serio.
La totalidad de aquellos que han ejercido la crítica gastronómica en España coinciden en afirmar que la verdadera crítica aquí no existe, y no puede existir, por falta de independencia económica. La posibilidad de que un crítico pueda seguir visitando un restaurante depende de la invitación del chef, de tenerle a buenas, y eso compromete la libertad de la crítica: un desaire a la corte implica ser expulsado del banquete. ¿Cuántas críticas negativas a un gran chef han visto nunca publicadas?
Tampoco tenemos un ecosistema editorial gastronómico especializado, diverso, potente e independiente, que permita una conversación rigurosa, sostenida y profesional, que reflexione y se cuestione el statu quo.
Sin un sector teórico y crítico potente e independiente y sin chefs con la madurez y el músculo suficientes para aceptar tanto los aplausos y las regañinas de la crítica profesional como el escrutinio de las masas, la decisión de qué es artístico y qué no queda en manos, de facto, de los propios chefs, de sus agencias de comunicación y relaciones públicas, de aliados del sector que también son parte interesada, sean guías como Michelin o Repsol, revistas especializadas de tendencias atadas a patrocinadores, agencias turísticas o marcas; o festivales y congresos organizados por una combinación simpática de todos los agentes anteriores.
A falta de todo esto, la cocina de autor no es arte, sino un accesorio carísimo, esencialmente decorativo.
Quique Dacosta presentó hace poco Octavo, el nuevo menú del restaurante en Dénia que lleva su nombre, donde ostenta tres estrellas Michelin. El menú no es sólo una sucesión de platos, sino una nueva llamada a la puerta del salón donde moran las siete grandes artes: pintura, escultura, arquitectura, música, danza, literatura y cine. El chef acompaña su propuesta gastronómica de un manifiesto donde sostiene que la cocina debería poder sentarse en el trono del octavo arte, un puesto de gran poder simbólico, muy codiciado, que también han reclamado para sí históricamente la fotografía, la costura, el cómic, la publicidad, los videojuegos, la jardinería o la oratoria. La lucha por ser el octavo arte lo es por ser tomado en serio como forma de expresión profunda que trasciende lo técnico o lo comercial de cualquier oficio artesano y que, atravesando la estética, deviene canon cultural, signo de un tiempo, un espacio y una forma de pensar el universo y la esencia humana, más allá de resolver cuestiones de utilidad práctica.Quique Dacosta es, sin duda y por aclamación unánime, uno de los más grandes chefs de este país; un cocinero de porte tan elegante como sus platos, que pare ideas de gran belleza formal y altísimo refinamiento técnico. Pero ni la belleza formal ni la filigrana técnica son razones válidas, por sí solas, para considerar ninguna disciplina arte. El urinario de Duchamp, los alambres enmarañados de Tàpies, Four Organs de Steve Reich o el London Calling de los Clash están ahí para recordarnos que todas las grandes artes ya rompieron en el pasado con los corsés de la belleza estética y el rigor técnico clásicos.Dacosta sostiene en su manifiesto que la cocina es una disciplina que abarca muchísimo más que la mera satisfacción de necesidades fisiológicas, y que es capaz de transmitir ideas, provocar emociones, proponer dilemas morales y cuestionar certezas, y estos argumentos son válidos tanto para la cocina de vanguardia como para la tradicional, la urbana, la rural, la migrante, la familiar o la de la fusión más sofisticada. Pero no todas las expresiones culinarias son expresiones artísticas, como no todos los dibujos son objetos de museo. ¿Qué es arte y qué no?Tiene cierto sentido que la demanda de considerar la cocina como arte haya provenido siempre de la restauración de lujo de la élite —Ferran Adrià ya lo hizo en su participación en 2007 en la feria Documenta, provocando un festival de alzamiento de ceja remarcable en la comunidad artística—. El de la gastronomía de las estrellas es el único reducto culinario que, por beber de la idea de genio individual renacentista de talento innato separado de la masa gremial informe, genera piezas firmables. El resto de las cocinas posibles y existentes, por poderío simbólico y creativo que tengan, no tienen autoría que no sea colectiva.La consideración de obra de arte es el único mecanismo que da pie a ostentar derechos de autor. Quizá esta sea la clave de esta reivindicación de la élite gastronómica, junto con la ambición de más prestigio y más valor para cada marca personal, y no tanto una búsqueda universal de dignidad para el acto de cocinar. Pero por encima de todo, cabe preguntarse si el mundo de la alta gastronomía está preparado para ser tomado en serio y saltar a la arena donde pelean los artistas.¿Sabría el sector gastronómico reconocer a su propio Van Gogh en un cocinero presa de la enfermedad mental que malvive en un antro y no ha vendido un plato en su vida?, ¿descubriría a sus propios Jean-Michel Basquiat o Banksy en un puesto de comida callejera, si los tuviera delante? La cuestión de la cocina como arte pone encima de la mesa grandes debilidades estructurales del sector de la gastronomía.La conversación sobre qué es arte y qué no tiene cuatro grandes interlocutores: las instituciones culturales (museos, academias, galerías, curadores) que filtran, legitiman y canonizan; el mercado, que tiende a asignar más valor artístico a aquello que cuesta más dinero; el claustro teórico y filosófico, compuesto por críticos, catedráticos, artistas, teóricos e instituciones; y el sector mediático que, con su poder amplificador de fenómenos, entroniza.La cocina no tiene instituciones culturales propias. No existe el equivalente a un museo culinario que acerque la creación artística al ciudadano común para que este forme parte de la conversación (No. Democratizar la alta gastronomía no es firmar una hamburguesa para McDonald’s). Mientras una sola Mona Lisa recibe anualmente millones de visitantes, un plato puede ser degustado por un sólo comensal, que pagará por él un buen fajo de euros, y no hay noches de degustación gratuitas en Mugaritz, en Noor o en DiverXO. Si alguna cocina fuese arte, sería accesible sólo para unos pocos elegidos: el aroma, la textura y el sabor no son reproducibles digitalmente. Pero es al observar el claustro teórico culinario, quizás, donde encontramos el principal escollo en el camino de la cocina a ser considerada un arte serio.La totalidad de aquellos que han ejercido la crítica gastronómica en España coinciden en afirmar que la verdadera crítica aquí no existe, y no puede existir, por falta de independencia económica. La posibilidad de que un crítico pueda seguir visitando un restaurante depende de la invitación del chef, de tenerle a buenas, y eso compromete la libertad de la crítica: un desaire a la corte implica ser expulsado del banquete. ¿Cuántas críticas negativas a un gran chef han visto nunca publicadas?Tampoco tenemos un ecosistema editorial gastronómico especializado, diverso, potente e independiente, que permita una conversación rigurosa, sostenida y profesional, que reflexione y se cuestione el statu quo.Sin un sector teórico y crítico potente e independiente y sin chefs con la madurez y el músculo suficientes para aceptar tanto los aplausos y las regañinas de la crítica profesional como el escrutinio de las masas, la decisión de qué es artístico y qué no queda en manos, de facto, de los propios chefs, de sus agencias de comunicación y relaciones públicas, de aliados del sector que también son parte interesada, sean guías como Michelin o Repsol, revistas especializadas de tendencias atadas a patrocinadores, agencias turísticas o marcas; o festivales y congresos organizados por una combinación simpática de todos los agentes anteriores.A falta de todo esto, la cocina de autor no es arte, sino un accesorio carísimo, esencialmente decorativo. 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Quique Dacosta presentó hace poco Octavo, el nuevo menú del restaurante en Dénia que lleva su nombre, donde ostenta tres estrellas Michelin. El menú no es sólo una sucesión de platos, sino una nueva llamada a la puerta del salón donde moran las siete grandes artes: pintura, escultura, arquitectura, música, danza, literatura y cine. El chef acompaña su propuesta gastronómica de un manifiesto donde sostiene que la cocina debería poder sentarse en el trono del octavo arte, un puesto de gran poder simbólico, muy codiciado, que también han reclamado para sí históricamente la fotografía, la costura, el cómic, la publicidad, los videojuegos, la jardinería o la oratoria. La lucha por ser el octavo arte lo es por ser tomado en serio como forma de expresión profunda que trasciende lo técnico o lo comercial de cualquier oficio artesano y que, atravesando la estética, deviene canon cultural, signo de un tiempo, un espacio y una forma de pensar el universo y la esencia humana, más allá de resolver cuestiones de utilidad práctica.
Quique Dacosta es, sin duda y por aclamación unánime, uno de los más grandes chefs de este país; un cocinero de porte tan elegante como sus platos, que pare ideas de gran belleza formal y altísimo refinamiento técnico. Pero ni la belleza formal ni la filigrana técnica son razones válidas, por sí solas, para considerar ninguna disciplina arte. El urinario de Duchamp, los alambres enmarañados de Tàpies, Four Organs de Steve Reich o el London Calling de los Clash están ahí para recordarnos que todas las grandes artes ya rompieron en el pasado con los corsés de la belleza estética y el rigor técnico clásicos.
Dacosta sostiene en su manifiesto que la cocina es una disciplina que abarca muchísimo más que la mera satisfacción de necesidades fisiológicas, y que es capaz de transmitir ideas, provocar emociones, proponer dilemas morales y cuestionar certezas, y estos argumentos son válidos tanto para la cocina de vanguardia como para la tradicional, la urbana, la rural, la migrante, la familiar o la de la fusión más sofisticada. Pero no todas las expresiones culinarias son expresiones artísticas, como no todos los dibujos son objetos de museo. ¿Qué es arte y qué no?
Tiene cierto sentido que la demanda de considerar la cocina como arte haya provenido siempre de la restauración de lujo de la élite —Ferran Adrià ya lo hizo en su participación en 2007 en la feria Documenta, provocando un festival de alzamiento de ceja remarcable en la comunidad artística—. El de la gastronomía de las estrellas es el único reducto culinario que, por beber de la idea de genio individual renacentista de talento innato separado de la masa gremial informe, genera piezas firmables. El resto de las cocinas posibles y existentes, por poderío simbólico y creativo que tengan, no tienen autoría que no sea colectiva.
La consideración de obra de arte es el único mecanismo que da pie a ostentar derechos de autor. Quizá esta sea la clave de esta reivindicación de la élite gastronómica, junto con la ambición de más prestigio y más valor para cada marca personal, y no tanto una búsqueda universal de dignidad para el acto de cocinar. Pero por encima de todo, cabe preguntarse si el mundo de la alta gastronomía está preparado para ser tomado en serio y saltar a la arena donde pelean los artistas.
¿Sabría el sector gastronómico reconocer a su propio Van Gogh en un cocinero presa de la enfermedad mental que malvive en un antro y no ha vendido un plato en su vida?, ¿descubriría a sus propios Jean-Michel Basquiat o Banksy en un puesto de comida callejera, si los tuviera delante? La cuestión de la cocina como arte pone encima de la mesa grandes debilidades estructurales del sector de la gastronomía.
La conversación sobre qué es arte y qué no tiene cuatro grandes interlocutores: las instituciones culturales (museos, academias, galerías, curadores) que filtran, legitiman y canonizan; el mercado, que tiende a asignar más valor artístico a aquello que cuesta más dinero; el claustro teórico y filosófico, compuesto por críticos, catedráticos, artistas, teóricos e instituciones; y el sector mediático que, con su poder amplificador de fenómenos, entroniza.
La cocina no tiene instituciones culturales propias. No existe el equivalente a un museo culinario que acerque la creación artística al ciudadano común para que este forme parte de la conversación (No. Democratizar la alta gastronomía no es firmar una hamburguesa para McDonald’s). Mientras una sola Mona Lisa recibe anualmente millones de visitantes, un plato puede ser degustado por un sólo comensal, que pagará por él un buen fajo de euros, y no hay noches de degustación gratuitas en Mugaritz, en Noor o en DiverXO. Si alguna cocina fuese arte, sería accesible sólo para unos pocos elegidos: el aroma, la textura y el sabor no son reproducibles digitalmente. Pero es al observar el claustro teórico culinario, quizás, donde encontramos el principal escollo en el camino de la cocina a ser considerada un arte serio.
La totalidad de aquellos que han ejercido la crítica gastronómica en España coinciden en afirmar que la verdadera crítica aquí no existe, y no puede existir, por falta de independencia económica. La posibilidad de que un crítico pueda seguir visitando un restaurante depende de la invitación del chef, de tenerle a buenas, y eso compromete la libertad de la crítica: un desaire a la corte implica ser expulsado del banquete. ¿Cuántas críticas negativas a un gran chef han visto nunca publicadas?
Tampoco tenemos un ecosistema editorial gastronómico especializado, diverso, potente e independiente, que permita una conversación rigurosa, sostenida y profesional, que reflexione y se cuestione el statu quo.
Sin un sector teórico y crítico potente e independiente y sin chefs con la madurez y el músculo suficientes para aceptar tanto los aplausos y las regañinas de la crítica profesional como el escrutinio de las masas, la decisión de qué es artístico y qué no queda en manos, de facto, de los propios chefs, de sus agencias de comunicación y relaciones públicas, de aliados del sector que también son parte interesada, sean guías como Michelin o Repsol, revistas especializadas de tendencias atadas a patrocinadores, agencias turísticas o marcas; o festivales y congresos organizados por una combinación simpática de todos los agentes anteriores.
A falta de todo esto, la cocina de autor no es arte, sino un accesorio carísimo, esencialmente decorativo.
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