El grupo AC/DC está otra vez de gira por España y quizá es buen momento para intentar adentrarse en una fórmula que congrega a millones de fans por todo el mundo. Un sonido tremendamente reconocible y un nombre como una marca de una multinacional. Como si al pulsar un botón se encendiese una luz que indica algo familiar, decir AC/DC es despertar una idea clara y concisa de lo que es el rock. Y esa idea, pese al avance del siglo XXI y las modas imperantes, ahí sigue, inmutable y triunfante como un imperio que no cede al tiempo ni los achaques.
La banda, una de las más grandes de todos los tiempos, vuelve a tocar en Madrid con una fórmula tan sencilla como aplastante: guitarrazos salidos de las calles con alma de currante
El grupo AC/DC está otra vez de gira por España y quizá es buen momento para intentar adentrarse en una fórmula que congrega a millones de fans por todo el mundo. Un sonido tremendamente reconocible y un nombre como una marca de una multinacional. Como si al pulsar un botón se encendiese una luz que indica algo familiar, decir AC/DC es despertar una idea clara y concisa de lo que es el rock. Y esa idea, pese al avance del siglo XXI y las modas imperantes, ahí sigue, inmutable y triunfante como un imperio que no cede al tiempo ni los achaques.
El pasado sábado se pudo ver a AC/DC en Madrid. Hoy se les puede volver a ver en el Wanda Metropolitano dentro de su exitosa gira Power Up Tour, que ya los trajo el año pasado a Sevilla y Barcelona. Su caso es paradigmático. Un grupo de rock duro que toca en estadios. Una banda que funciona como una apisonadora del directo. Un espectáculo rockero. Un acontecimiento. Y lo que llama la atención es la supuesta sencillez de su propuesta: guitarrazos sin contemplaciones. Y, por tanto, a día de hoy, podrían saltar algunas preguntas: ¿No estaba el rock muerto? ¿No habían desaparecido las guitarras? ¿No era eso música extinta? ¿Qué tiene esta rudeza para crear aún tales multitudes?
La música, como cualquier arte, siempre tendrá un elemento misterioso e inexplicable que dará con un tecla exacta para conectar con las personas. Tanto ha sido así que los directivos de las grandes discográficas llevan toda la vida intentando alcanzar ese secreto que se pueda reproducir como una tuerca. Quizá la Inteligencia Artificial pueda algún día conseguirlo y, entonces, habrá que ver en qué mundo ya vivimos y si no será mejor echarse al monte ante el triunfo del reduccionismo industrial, pero, mientras tanto, ese elemento tiene que ver con la raza humana.
Buena parte del misterio de AC/DC tiene que ver con elementos antropológicos. En el fondo, la música popular debería siempre explicarse desde ahí, desde lo social y humano, desde las comunidades y sus vínculos, desde la mirada del entorno y las personas. Aunque los voceros de las grandes tecnologías, los algoritmos y las inteligencias artificiales quieran imponer otra visión de la cultura como un instrumento comercial y predecible, todavía hay formas muy distintas de apreciar el valor de acontecimientos como AC/DC.
Decía el gran musicólogo Charlie Guillet en su monumental libro Historia del rock. El sonido de la ciudad (ManNontroppo) que el rock and roll eclosionó en los años cincuenta del siglo pasado como “la primera forma de cultura popular que celebró sin reservas los rasgos más criticados de la vida urbana”. Es decir, los estridentes y repetitivos sonidos de la vida en las calles de la ciudad eran reproducidos en forma de ritmo y melodía. Entonces, muchos habitantes, obligados por sus empleos a vivir en una ciudad, empezaron a medir la libertad por la frecuencia y la facilidad para escapar de ella y, en este sentido, el rock and roll jugó un papel doble en esa frecuencia: se convirtió en detonador y regulador, esto es, inventaba espacios imaginarios y ficticios a través de las canciones y, luego, ofrecía espacios reales de libertad a través de los conciertos. Por tanto, un artista o grupo de rock and roll no sólo apelaba al escapismo, sino también a la identidad dentro de ese nuevo espacio urbano.

AC/DC se convirtieron en los sesenta en uno de los grandes pioneros de lo que se dio en llamar rock duro, una derivación del rock and roll originario de los cincuenta, pasado por el filtro contracultural y experimental de los sesenta, hasta extender los límites de la búsqueda y el ruido, o, en otras palabras, hasta redoblar el desafío de creación de espacios libres y propios en un mundo urbano cada año más grande, caótico, desigual y alienante entre el enjambre de barrios, suburbios y guetos. Más que meter los dedos en el enchufe para sentir el calambrazo de la electricidad, el rock duro era poner pilares más sólidos y fuertes, como muros de carga, en “esa forma de cultura popular que celebró sin reservas los rasgos más criticados de la vida urbana”.
AC/DC son una banda de puro rock duro y, por tanto, salida de las calles como una multa por mal aparcamiento. Todo en este grupo rezuma callejones, bares de barrio y noches de cemento y diversión desde que comenzaron a principios de los setenta. Como dicen Murray Engleheart y Arnaud Duriex en el libro AC/DC. Hágase el rock and roll (Global Rythym), la formación australiana era desde sus inicios un grupo en tierra de nadie: demasiado punkis para los rockeros y demasiado rockeros para los punkis. Pero la banda formada en 1973 por Malcolm Young y Angus Young, que terminó por reclutar en 1974 al cantante Bon Scott, supo crear su propio espacio: una música dura, ruda, machacona, llena de brío callejero y sentido obrero con letras sencillas que retratan la existencia de averías y redenciones de los currantes de toda la vida. Una obra increíble al respecto: High to Hell (1979).
Todos sus integrantes representaban ese tipo de trabajador que acababa buscando su espacio de libertad y recreo en los pubs, en los conocidos working men’s clubs con herencia sindical. Tanto los hermanos Young como Bon Scott venían de familias escocesas y conservaban ese gusto por el pub y la visión proletaria, no sin reparos en meterse en problemas, donde los bares eran lugares para recrearse en la música en directo.
Tras la muerte de Bon Scott en 1980, entró Brian Johnson, actual cantante, y, pese a las críticas de muchos fans que nunca vieron al grupo igual sin el legendario Scott, se acopló a AC/DC como anillo al dedo. En el libro Las vidas de Brian (Cúpula), se cuenta también cómo Johnson es otro working class hero criado en la ciudad británica de Newcastle y procedente de una auténtica familia proletaria, sin apenas recursos. Entre los sesenta y los setenta, salió adelante en esta ciudad nada glamurosa que basaba su economía en las minas y los astilleros, dos actividades en declive. Como los Young y Scott, Johnson era un currante reconvertido en músico de rock. Su carta de presentación fue otra obra maestra del rock duro (y proletario): Black in Black (1980).

Hoy, AC/DC son una de las bandas más grandes de todos los tiempos, un mastodonte capaz de llenar estadios y una máquina de hacer dinero, como una multinacional cuya marca no decae y aún está al alza pese a los vaivenes del grupo como la muerte de Bon Scott, Malcolm Young o los problemas de voz de Brian Johnson, sustituido en una gira por Axl Rose, de Gun’s Roses. Pero, si todavía funciona en tanta gente, es porque sus guitarrazos fieros y su visión del rock sin cortapisas conecta con lo primario de ser un currela de siempre que busca sentirse vivo y representado -pese a la contradicción de que ahora sean estrellas multimillonarias quienes ejecutan estas estampas- en ese espacio que ofrece la música.
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