<p>Todas las luces del <strong>Principality Stadium de Cardiff</strong> se han apagado de golpe y el estruendo de los gritos del público se ha extendido como una bola de fuego. La intensidad del terremoto se ha incrementado un punto en la escala de Richter al aparecer los miembros de <strong>Oasis </strong>en el escenario, <strong>Liam y Noel Gallagher</strong> juntos levantando los brazos en señal de victoria. Cuando todo ese ruido se ha mezclado con la distorsión gigante del primer acorde de la guitarra, a un volumen monstruoso, la excitación era tan densa que se podía masticar: en un breve momento de revelación colectiva, estas <strong>74.500 personas</strong> parecían ser conscientes de que formaban parte de un acontecimiento para la historia del rock. No podían imaginar hasta qué punto.</p>
Noel y Liam Gallagher inician en Cardiff y ante más de 74.000 personas su gira de reencuentro
Todas las luces del Principality Stadium de Cardiff se han apagado de golpe y el estruendo de los gritos del público se ha extendido como una bola de fuego. La intensidad del terremoto se ha incrementado un punto en la escala de Richter al aparecer los miembros de Oasis en el escenario, Liam y Noel Gallagher juntos levantando los brazos en señal de victoria. Cuando todo ese ruido se ha mezclado con la distorsión gigante del primer acorde de la guitarra, a un volumen monstruoso, la excitación era tan densa que se podía masticar: en un breve momento de revelación colectiva, estas 74.500 personas parecían ser conscientes de que formaban parte de un acontecimientopara la historia del rock. No podían imaginar hasta qué punto.
Oasis han empezado tocando Hello como se detona una granada, y Liam ha cantado aquello de que «es bueno estar de vuelta» al borde de un precipicio, con la rabia entre los dientes.
Y el estribillo de Morning Glory se ha coreado con el puño en alto hasta arriba de la grada, el sonido afilado de las tres guitarras eléctricas como la cuchilla de la que habla la letra o como las aspas de un helicóptero, un zambombazo impaciente y provocador. Con un sonido nítido y sin reverberaciones, magnífico para ser un estadio, se diferenciaban bien los instrumentos y los matices, dentro de que el espectro sonoro era un mazacote, o un mazazo. Habían limado sus debilidades y mejorado sus virtudes: energía, simplicidad, un aire familiar y un giro distintivo.
Y Some Might Say, una canción agridulce con una sombra de melancolía en las primeras estrofas, ha culminado en un estallido de euforia, en un torrente de adrenalina: el estadio convertido en una botella de champán agitada, la gente metida hasta la cabeza en un torrente de energía que te arrastra y te eleva y te mantiene arriba en este viaje que no parecía terminar nunca.
Y la gente ya se vuelto loca (otra vez) porque Liam ha pedido que todo el estadio se abrazara y se diera la vuelta y entonces ha empezado a sonar el riff cachondo y lascivo de Cigarettes and Alcohol y, diablos, cómo saltaba todo el mundo con esa canción que parece de T-Rex cantada por Johnny Rotten de los Sex Pistols, y que es una exaltación del consumo de drogas y alcohol frente a una vida gris y miserable…
Y Supersonic, joder, que Noel la compuso en menos de hora y tiene una letra absurda con rimas ridículas, ha sido como una bola de demolición lenta y pesada y amenazante, con las guitarras como un remolino…
Las primeras 74.500 personas que han asistido al regreso de Oasis se abrazaban, daban saltos, se estremecían como locas. No porque Oasis hayan vuelto, sino por cómo lo han hecho. El concierto de rock más importante del año no sé si ha sido perfecto ni me importa porque ha sido inolvidable. Ha tenido momentos memorables y los que no lo han sido lo han parecido.
El concepto del espectáculo ha sido que no hay espectáculo: solo un escenario muy sencillo, pocas palabras entre canciones y, eso sí, una pantalla de dimensiones monumentales que se extiende horizontal, porque aquí apenas hay veinteañeros, así que se graba en horizontal.
En el repertorio del concierto sus dos primeros discos han eclipsado los cinco posteriores, como ya sucedía en la última década de su trayectoria (Little by Little, D’You Know What I Mean o Stand By Me son lechugas pochas frente a cualquiera de sus pepinazos anteriores). El propio documental Supersonic, coproducido por los Gallagher, cuenta su historia hasta 1996 con la conclusión de que se deberían haber separado entonces y que después ya nada fue igual, ni artísticamente ni en términos de popularidad. Han pasado una porción considerable de su vida creativa ganduleando, peleando, ‘chuzándose’ e inventando excusas y ahora han vuelto a tocar juntos con la certeza de ganar una millonada. ¿Han caído esta noche en la autoindulgencia? ¿Han recurrido a los trucos de la nostalgia? ¿Han querido ser complacientes con sus entregados fans? No, no y no.
Preguntas sin sentido si pensamos en el bis.
El centro de Cardiff ha sido Oasislandia desde por la mañana, con miles de personas por el centro de la ciudad luciendo camiseta o yendo a comprarla (había que esperar más de una hora de cola para acceder a las tiendas de merchandising). Los pubs y bares han hecho la caja del año mientras en cada rincón sonaban las canciones del grupo a todo volumen. El ambientazo era, también, histórico.
Concentrado y poderoso, Liam Gallagher ha sido el mejor chulazo engreído, un macarra sin voz ni talento, pero tan sobrado de confianza que parece llevar un tatuaje en el corazón que dice: la modestia no te lleva a ningún sitio. Tenía la mirada asesina hasta cuando ha cantado una espléndida ‘Live Forever’, el homenaje a su madre, que los crió sola tras divorciarse de un padre violento que la pegaba y le daba palizas a Noel, una letra que celebra la camaradería, la amistad y la ilusión y que culmina con un canto a «vivir para siempre».
A la derecha del escenario, Noel Gallagher es un genio compositivo tan irregular que puede alternar los pastiches y los clichés con la auténtica grandeza. Toda la historia de ambos podría resumirse en una idea: la revancha de los parias. Esa esencia es la que palpita en Rock ‘n’ Roll Star, una composición arquetípica sin ningún rasgo especial que adquiere la dimensión de un coloso gracias a la interpretación desafiante y ensordecedora que retumbaba esta noche contra el techo del estadio, cerrado para hacer aún más denso el ambiente de la caldera. Lo dice Liam Gallagher a menudo: «Un grupo no se define sólo por su música. Si no tienes actitud y solo tienes buenas canciones entonces eres un coñazo».
Con un odio visceral por el postureo, vestidos sin gracia, malhablados, arrogantes, orgullosamente incultos y con un ansia frenética por las drogas y la fiesta, los hermanos de Manchester se han comportado a menudo como cazurros simplones con un discurso populachero. Ellos mismos han presumido de que sus canciones carecen de profundidad, que no emanan de un proceso creativo intelectual ni conceptual, sino que brotan de la intuición pura, que no son una materia que deba analizarse, sino experimentarse. Pero su cazurrismo ha conectado más y mejor con la gente que ninguno de los grupos de la fabulosa era del Britpop. Oasis fue el paradigma de grupo del pueblo y tres décadas después mantiene unas cifras estupendas de escuchas en plataformas digitales y ha sido elevado a un estatus legendario por su generación, que ha sido mayoritaria este viernes en las gradas y la pista del estadio. Hoy algunas de sus canciones son clásicos indestructibles a los que el tiempo ha favorecido y les ha dado un aura inmortal con este ruido con forma de enjambre.
La tensión entre Liam y Noel fue la gasolina que alimentó al grupo y lo que hizo que saltara por los aires en agosto de 2009. De esa tensión emanan su sonido beligerante y sucio y sus canciones enrabietadas, desencadenadas como cápsulas de escapismo. Se odiaban desde el principio de todo, cuando todavía no habían grabado, se separaron por primera vez en 1994, pero esta noche se han dejado de hostias (chiste fácil) y se han aliado para reivindicar su legado y para reivindicarse. Si algo han demostrado sus carreras en solitario es que funcionan como dos grandes ruedas dentadas que por separado no sirven para mucho, pero que juntas entran en una poderosa convergencia.
La reunión de Oasis es la gira que mayor expectación ha levantado en la historia del Reino Unido y una de las más esperadas del año en todo el mundo. Más de 10 millones de personas hicieron cola virtual cuando las primeras entradas salieron a la venta (entre 85 y 315 euros, sin tener en cuenta las subidas por el precio dinámico). También será una de las giras más lucrativas nunca vistas, según un reciente estudio de Barclays, que calcula que solo en el Reino Unido los fans gastarán 1.250 millones de euros en total.
Hasta ahora hay 41 conciertos confirmados, que se celebrarán durante 2025 en estadios de 17 ciudades de Reino Unido, Irlanda, América y Asia. La muy inestable relación de los hermanos Gallagher hace que haya tantas posibilidades de que amplíen la gira a Europa en 2026 como que rompan su actual alianza en cualquier momento.
El tiempo no ha erosionado la potencia de las grandes canciones de Oasis, pero a Richard Ashcroft le ha hecho polvo. Fue dios en los años 90 con The Verve, pero esta tarde sus 45 minutos como telonero han sonado sobre todo antiguos, y solo ha despertado cierto interés en el público, teóricamente cautivo de su música, cuando ha ejecutado sus ‘hits’ más célebres, en particular un formidable Bittersweet Symphony súper intenso, casi rapeado, de 10 minutos.
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