Hubo un tiempo en que Nueva York ejercía una fascinación irresistible, de la que hoy carece desde que le fue arrebatada con el atentado de las Torres Gemelas. Para un artista, el primer viaje a Nueva York tenía un carácter iniciático, uno se sentía como un sirio, un hebreo o un hispano del siglo primero que viajaba a Roma imperial. Después de la Segunda Guerra Mundial la vanguardia del arte, que residía en París, fue tomada como botín de la victoria por los norteamericanos, la trasladaron a Nueva York y desde allí comenzó a irradiar su estética durante muchas décadas. Estamos a principios de los años sesenta del siglo pasado. Al llegar a Manhattan llamabas a algunos amigos que te habían precedido. Les había bastado solo unos meses para adquirir un aire neoyorquino, zapatillas, sudaderas, gorras de visera, camisetas estampadas con la figura de Mickey Mouse, footing, yoga y comida macrobiótica. Te llevaban a un nuevo restaurante del Soho donde daban una ensalada de espinacas con piñones que no se la saltaba una cabra. Durante la cena te contaban historias extrañas de tiroteos en la calle y a continuación te indicaban los ritos a seguir: había que ver el Guernica de Picasso en el MoMA, cruzar a pie el puente de Brooklyn, tomarse un Martini en el River Café, pasarse por el Hotel Chelsea bajo la sombra de Dylan Thomas, de Leonard Cohen y Janis Joplin, comerse medio pollo en el Sylvia’s, de Harlem, simular que comprabas un puñado de diamantes en la joyería Tiffany’s para añadirlo a la avena del desayuno, tratar de encontrar a Woody Allen tocando el clarinete, tomar una copa en el hotel Algonquin, en el 59 de la calle 44 Oeste, donde se reunían en la mesa redonda del vestíbulo los periodistas de The New Yorker. ¿Qué ha pasado? Que ese Nueva York fascinante, al que aportabas lo mejor de ti, ya no existe. El cerebro errático e infantiloide de un mandamás, que todo lo que toca lo llena de caspa, lo ha convertido en una ciudad hortera. No te pierdes nada si te quedas en casa.
La que fue la capital de la vanguardia del arte ha sido convertida en una ciudad hortera
Hubo un tiempo en que Nueva York ejercía una fascinación irresistible, de la que hoy carece desde que le fue arrebatada con el atentado de las Torres Gemelas. Para un artista, el primer viaje a Nueva York tenía un carácter iniciático, uno se sentía como un sirio, un hebreo o un hispano del siglo primero que viajaba a Roma imperial. Después de la Segunda Guerra Mundial la vanguardia del arte, que residía en París, fue tomada como botín de la victoria por los norteamericanos, la trasladaron a Nueva York y desde allí comenzó a irradiar su estética durante muchas décadas. Estamos a principios de los años sesenta del siglo pasado. Al llegar a Manhattan llamabas a algunos amigos que te habían precedido. Les había bastado solo unos meses para adquirir un aire neoyorquino, zapatillas, sudaderas, gorras de visera, camisetas estampadas con la figura de Mickey Mouse, footing, yoga y comida macrobiótica. Te llevaban a un nuevo restaurante del Soho donde daban una ensalada de espinacas con piñones que no se la saltaba una cabra. Durante la cena te contaban historias extrañas de tiroteos en la calle y a continuación te indicaban los ritos a seguir: había que ver el Guernica de Picasso en el MoMA, cruzar a pie el puente de Brooklyn, tomarse un Martini en el River Café, pasarse por el Hotel Chelsea bajo la sombra de Dylan Thomas, de Leonard Cohen y Janis Joplin, comerse medio pollo en el Sylvia’s, de Harlem, simular que comprabas un puñado de diamantes en la joyería Tiffany’s para añadirlo a la avena del desayuno, tratar de encontrar a Woody Allen tocando el clarinete, tomar una copa en el hotel Algonquin, en el 59 de la calle 44 Oeste, donde se reunían en la mesa redonda del vestíbulo los periodistas de The New Yorker. ¿Qué ha pasado? Que ese Nueva York fascinante, al que aportabas lo mejor de ti, ya no existe. El cerebro errático e infantiloide de un mandamás, que todo lo que toca lo llena de caspa, lo ha convertido en una ciudad hortera. No te pierdes nada si te quedas en casa.
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