“Ha dicho OK Vargas Llosa. Y deberíamos hacerla cuanto antes. Para meterla en el número del 5 de febrero, antes de su discurso en la Academia de Francia”, me escribió Belinda Saile, redactora jefa de EPS, el 12 de enero de 2023. Llevaba días intercambiando mensajes con ella y Borja Echevarría, director adjunto de EL PAÍS. Fui a mi estudio, donde recordaba tener El pez en el agua, crónicas de Vargas Llosa sobre su vida, y lo leí antes de citarme con él. A una entrevista a un tipo así, que ha vivido todas las vidas y escrito todos los libros y estudiado a todos los autores, hay que ir sólo con lo puesto. Y decidí en unos segundos, seguramente acordándome de Juan Cruz, que no se cansa de recomendarlo, que iría con la lectura fresca de El pez en el agua.
“Ha dicho OK. Y deberíamos hacerla cuanto antes”, me escribió la redactora jefa de EPS. Fue la última portada del Nobel en el dominical de EL PAÍS, febrero de 2023. El encuentro empezó con una confusión y terminó con Vargas riendo, pero alerta: “No voy a hablar de Isabel”
“Ha dicho OK Vargas Llosa. Y deberíamos hacerla cuanto antes. Para meterla en el número del 5 de febrero, antes de su discurso en la Academia de Francia”, me escribió Belinda Saile, redactora jefa de EPS, el 12 de enero de 2023. Llevaba días intercambiando mensajes con ella y Borja Echevarría, director adjunto de EL PAÍS. Fui a mi estudio, donde recordaba tener El pez en el agua, crónicas de Vargas Llosa sobre su vida, y lo leí antes de citarme con él. A una entrevista a un tipo así, que ha vivido todas las vidas y escrito todos los libros y estudiado a todos los autores, hay que ir sólo con lo puesto. Y decidí en unos segundos, seguramente acordándome de Juan Cruz, que no se cansa de recomendarlo, que iría con la lectura fresca de El pez en el agua.
Tengo el libro ahora junto a mí con varias páginas marcadas. En una de ellas, Vargas habla de los ataques recibidos por parte de un viejo amigo, José Rosas-Ribeyro, empleado por el Gobierno de izquierdas; Rosas-Ribeyro se dirigía a la editora de Vargas, Patricia Pinilla: “Dile a Mario que no haga caso a las cosas que declaro contra él, pues solo son coyunturales”. En otra, la ruptura definitiva, helada, con su padre, del que días después me dijo en la entrevista: “El comienzo no fue bueno: descubro que no está muerto [le habían hecho creer durante su infancia que sí]. Él tenía la idea de que todos los escritores y poetas eran borrachos o maricones: le producía verdadero horror”. En esas páginas recuerda cómo, después de publicar La tía Julia y el escribidor, en el que retrata a un padre que actuaba de forma muy parecida a la de su violento padre, le escribió una carta para agradecerle que hubiese reconocido Vargas que había sido muy severo con él, “pues siempre te he querido”. Tiempo más tarde, mientras hablaba con su madre por teléfono, el padre quiso ponerse al teléfono para volver a hablar de La tía Julia y el escribidor. Vargas colgó, y días después recibió una carta grosera: Vargas había sido un calumniador resentido, y un ateo al que le esperaba el castigo divino. Además, el padre haría circular esa carta entre amigos y conocidos para que la leyese todo el mundo, y eso hizo: decenas, “acaso centenares de copias” circularon por Perú.
Recuerdo, mientras leía el libro, que me entró de golpe un sudor frío. Un mes antes, el 4 de enero, había escrito una columna sobre Vargas Llosa e Isabel Preysler en la que hacía risas con una noticia que había dado ABC: resulta que Vargas Llosa le había enviado el manuscrito de su último libro a Preysler, y esta le había contestado que no volviese más a su casa, que la ruptura era total. Lo interpreté como una crítica literaria, y fantaseé con la respuesta de Isabel Preysler: “Hasta aquí hemos llegado, esta narración no hay por dónde cogerla, pierdo el hilo, la sintaxis es de locos. No vuelvas por aquí, Tamara está espantada”. Eso escribía yo un mes antes del Nobel, su obra y sus desamores. Y ahora lo tendría delante con una excusa, su histórica admisión en la Academia Francesa, y una misión delicada que reservaba para al final, pues es cierto que había cosas más interesantes que preguntarle: que se pronunciase sobre su ruptura.
Cuando llegué a su famoso piso de la calle Flora del centro de Madrid, un enorme dúplex lleno de plantas y de luz del que había leído en las revistas que se había “refugiado” —y utilicé el verbo en mi entradilla— tras su salida de la mansión de Preysler, se acercó a mí sonriendo y dijo: “¡Te has dejado barba!”. Nunca nos habíamos visto ni, por supuesto, él sabía nada de mí, ni escribía mi nombre todas las semanas en Google para comprobar cómo iba de barba. Simplemente, como confirmé después por otro dato que no recuerdo, parecía haberme confundido con alguien. Esperé que olvidase la confusión o, en último caso, que esa confusión no entorpeciese la charla con historias del tipo “como ya sabes, porque estábamos juntos, en Lima pasó algo parecido”. No ocurrió nada más. Quizá, una llamada que interrumpió la grabación y el comentario de él: “Ah, no sabía que tenías un hijo”, que despertó de nuevo mi curiosidad sobre con quién me estaría confundiendo. Lo cierto es que, visto ahora en perspectiva, eran solo dos comentarios corteses de Mario Vargas Llosa a un entrevistador nervioso.
Nos sentamos en dos sillones, uno junto al otro, y una asistente nos ofreció beber. “Agua”, dijo el Nobel. Titubeé, pero decidí que un vino me sacaría del aturdimiento, pues aquel hombre que yo tenía delante, ya encorvado por la edad, ya flaco porque la vejez lo rodeaba como rodean los leones a sus presas, había escrito novelas que me habían dejado boca abajo (recuerdo La fiesta del Chivo un verano en mi pueblo: la terminé y, pálido, volví a empezarla para averiguar qué había pasado, cómo había escrito aquello).
“Abro una botella”, dijo la asistente. “No la abras, no hace falta, tomaré agua”, dije espantado, solo faltaba deshacerle la bodega al Nobel. Y la voz de Vargas Llosa, 87 felices años, de repente: “Mira, no me traigas a mí el agua, abre la botella y sirve dos vinos”. Bebimos dos tintos. Luego bebimos dos más. Recuerdo lo mucho que me impresionaba su edad y el hecho de que siguiese escribiendo libros y columnas, y aguantando paparazzis en el portal, así que empecé la entrevista preguntándole por la inmortalidad. “Ser inmortal me parecería aburridísimo. Es preferible morirse. Lo más tarde posible, pero morirse”. Y en las siguientes respuestas, inteligente, zanjó su confusión respecto a mí y respecto a otros asuntos históricos (dos, no más) en los que le bailaron las fechas claramente. “Lo que yo detesto es el deterioro. Las ruinas humanas. Es algo terrible, lo peor que podría pasarme. Por ejemplo, ahora tengo problemas de memoria. La memoria la tuve siempre muy lúcida. Recordaba las cosas, y noto cómo se ha empobrecido. Algunos nombres, por ejemplo: veo las caras, pero los nombres se me han perdido”. Y aclaraba que tenía una memoria prodigiosa para hechos muy concretos, aventuras muy precisas y, sin embargo, otras etapas de su vida se guardaban en una rara nebulosa.
Vargas Llosa tenía las mejillas coloradas (hablaba mucho, hacía esfuerzos por recordar y utilizaba el humor y el sarcasmo, o ejercía de francotirador, según el tema que se le presentase) cuando se acercó el momento más pesado para los dos. “¿Cómo sale uno de la tuneladora de la prensa rosa?”. “No haciendo ninguna declaración. Yo no he hecho ninguna sobre Isabel”. Lo intenté por otro lado, su ensayo La civilización del espectáculo, pero cortó entre risas: “Yo no voy a hablar de Isabel, para nada”. Acabó diciendo algo: “fue una experiencia magnífica, pero no literaria”, “son dos mundos muy distintos, muy separados, pero bueno: la experiencia se vivió y ya está, vuelvo a estar en mi casa, rodeado de mis libros [rio mucho aquí, según reviso en la grabación: rio con ganas]”, “no me arrepiento de nada, absolutamente”.
Fue una conversación agradable que continuó años después por otros medios, ya sin él, gracias a mi relación con Juan Arena y Bárbara Pan, el matrimonio con el que Vargas Llosa e Isabel Preysler compartieron amistad junto a Rosario Mendoza y Santiago Bergareche (los cuatro le regalaron por su cumpleaños la primera edición de Madame Bovary de Flaubert con la que se fotografió el Nobel el último día de 2022 en redes sociales). De todos ellos hay imágenes en el Hola! en Machu Picchu durante una visita del Nobel.
Arena, con el que Vargas se encerró una semana hasta en dos ocasiones en el monasterio de Leyre (cantaban los cantos gregorianos, comían huevos con morcilla en el hotel Landa antes de entrar), guarda vívidas dos imágenes impactantes de aquel viaje de vacaciones. Una, cuando Vargas Llosa recitó, ante el gigante peruano, el Alturas de Machu Picchu, de Pablo Neruda. Y en medio del silencio, aquellos versos en su voz que empiezan con uno inmortal: “Sube a nacer conmigo, hermano”. Y otra, más descriptiva, de la relación de Mario Vargas Llosa con la literatura, la obsesión enfermiza con las letras. En Cuzco, un jardinero que estaba podando se acercó a él, “con permiso”, para discutirle varios aspectos de Conversación en La Catedral: personajes, tramas, influencias. Acalorados, dichosos, los dos hablaron durante media hora de pura literatura, de su enraizamiento con la realidad, de la tremenda pisada que dejan los libros en las vidas y las vidas en los libros, que no acaba con la muerte, ni mucho menos, y ese era el éxito, el verdadero y más difícil éxito del escritor, pensaba Juan Arena viendo al trabajador y al Nobel perdiendo la noción del tiempo: comprometernos a todos, interpelarnos a todos.
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