Neil Young, el chamán y su gran desafío de ‘rock and roll’

El músico Neil Young durante un momento de su concierto en Berlín el pasado jueves 3 de julio.

Cuando la noche había engullido al impresionante teatro Waldbühne en mitad del bosque berlinés como en un sueño profundo y lejano de las averías del mundo, hubo un detalle que ilustró bien a Neil Young, más que, como un gran músico, como un chamán invocando las fuerzas sobrenaturales de una energía alternativa en vías de extinción, pero aún no apagada, llamada rock and roll. La cuerda de su guitarra se rompió en la trastornada interpretación de ‘Rockin’ in the Free World’ y Young, con ese sonrisa descompuesta a mitad de camino entre la tierra y el cielo, se quedó mirando en trance esa cuerda con tanta intensidad y durante tanto tiempo que pareciese poseído por algo que no tiene nombre. Él y su banda estaban prendiendo fuego a las estrellas con sus guitarras salvajes durante los más de diez minutos de uno de los himnos más emblemáticos del rock contracultural y la cuerda rota bailaba sobre el mástil desesperada y frenética. Young la miraba y se movía en semicírculos, acompañando su danza, sin dejar de estrujar el sonido como si fuera el día del juicio final.

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Neil Young y su banda Chrome Hearts.El músico Neil Young, a la izquierda, durante un momento de su concierto en Berlín el pasado jueves 3 de julio junto a su banda. El músico propone todo un viaje espiritual y catártico dentro de su condición de leyenda en vida durante su última gira  

Cuando la noche había engullido al impresionante teatro Waldbühne en mitad del bosque berlinés como en un sueño profundo y lejano de las averías del mundo, hubo un detalle que ilustró bien a Neil Young, más que, como un gran músico, como un chamán invocando las fuerzas sobrenaturales de una energía alternativa en vías de extinción, pero aún no apagada, llamada rock and roll. La cuerda de su guitarra se rompió en la trastornada interpretación de ‘Rockin’ in the Free World’ y Young, con ese sonrisa descompuesta a mitad de camino entre la tierra y el cielo, se quedó mirando en trance esa cuerda con tanta intensidad y durante tanto tiempo que pareciese poseído por algo que no tiene nombre. Él y su banda estaban prendiendo fuego a las estrellas con sus guitarras salvajes durante los más de diez minutos de uno de los himnos más emblemáticos del rock contracultural y la cuerda rota bailaba sobre el mástil desesperada y frenética. Young la miraba y se movía en semicírculos, acompañando su danza, sin dejar de estrujar el sonido como si fuera el día del juicio final.

No era el día del juicio final, pero este mundo se ha convertido en un lugar que muchas veces parece precipitarse a ello. Y, si no se precipita, se ha ido transformando en un espacio tan distinto al soñado que cada día es un poco más conquistado por los formuladores de pesadillas. Un mundo rendido o narcotizado, que casi da lo mismo, ante el avance imparable de los abusadores, los intolerantes y los bárbaros, distintas especies para una misma legión de destructores de la igualdad, la fraternidad y la solidaridad. El líder de ese mundo que saca pecho y se siente fuerte es hoy Donald Trump, al que Neil Young decidió plantar cara antes que ningún otro músico cuando dijo que era “el peor presidente en la historia de Estados Unidos”, que había “secuestrado al país con sus persecuciones” y por el que creía que a lo mejor a él, un canadiense con nacionalidad también estadounidense, no le iban a dejar entrar en Estados Unidos. Bruce Springsteen también criticó a Trump y Young salió inmediatamente a respaldar a su colega ante los insultos y las amenazas del mandatario de la Casa Blanca. “Bruce no estás solo. Trump, no te tenemos miedo”, escribió Young en su página web.

El rock and roll de Neil Young es un desafío en sí mismo. Una descarga tan abrumadora de electricidad que no deja indiferente, mucho menos en directo, cuando este chamán, conocido en los círculos íntimos de la música como Caballo Loco, busca trascender con su oficio, con su vocación, con su filosofía de vida. La filosofía del rock contracultural, aquella república independiente de ideas combativas contra el poder y alumbrada en los años sesenta del siglo pasado. Y la contracultura, por utópica que fuese, por inocente que resultase, hasta por ilusa que se antojase, siempre fue esa línea de corriente alternativa con la que hacer saltar chispas lúcidas en las mentes inquietas, los espíritus libres, las personas comprometidas.

El desafío de Neil Young es seguir revindicando el escenario como lo que siempre fue: un lugar de encuentro, pero, en su caso, bajo la invocación de la llama del rock and roll. Si el mundo parece cada día un poco más rendido o narcotizado, donde la contracultura queda relegada a un documental de Netflix, él no lo está. Ni rendido ni narcotizado. Es más: está dispuesto a erigirse como el último mohicano en el que creer y el más capacitado para promover cualquier reto, por difícil que sea.

Neil Young y su banda Chrome Hearts.

Con sus greñas grisáceas alborotadas sobresaliendo de la gorra y sus patillas blancas como dos marcas indias de un mundo primitivo, este trovador de vieja guardia, viajante de mil batallas a sus 79 años, salió el pasado jueves al escenario del Waldbühne con su ligera cojera y con la voz algo cascada al arrancarse con Ambulance Blues, una joya escondida de su inmenso cancionero. Eran las 20:00 y todavía era de día en el verano de Berlín cuando este medio tiempo sumió a los 23.000 espectadores en una especie de ensoñación, tránsito hacia el territorio imaginario al que quería llevar a todos los presentes. Un territorio levantado con la fuerza del delirio.

Delirio, el espacio donde se conciben las alucinaciones, donde lo imposible es posible, donde la quimera tiene razón de ser y late en el corazón. El espacio de los chamanes. A la segunda canción, empezaba ya con fuerza su viaje con ‘Hey Hey, My My (Into the Black)’, otro de esos himnos de Young en los que las guitarras se ponen en primera fila, como soldados a punto de desembarcar en Normandía. Música como una proclama. Una forma de saberse en el mundo, de buscar representación, de asociarse a través de los sonidos. “Hay más en el cuadro de lo que puedes ver”, cantaba desatado Young y sólo habían transcurrido cinco minutos de concierto. “El rock and roll no morirá jamás”, seguía proclamando bajo los telones eléctricos que exigían el compromiso del oyente. “Es mejor quemarse que apagarse lentamente”, se desgañitaba, ya lleno de voz, en el verso más célebre de la canción, grito de guerra de su filosofía.

Este grito se amplificó con una traca alucinante: ‘Be the Rain’, ‘When You Dance, I Can Really Love’, ‘Cinnamon Girl’ y ‘Fuckin’ Up’, composiciones con todas las señas de identidad del gran indomable del rock. Lo cantaba con una energía desatada, fuera de lo normal. En la absorbente tensión de sus guitarras, pareciera que se hallase el misterio. Como si plantease el mismo dilema de la existencia ante un mundo incierto y enfrentado: toma partido, no te estés quieto, no te duermas, no te dejes narcotizar, no te rindas. Pasajes de guitarras feroces y dementes como para empujar a recuperar nuestro lugar en el mundo. Young se desquiciaba junto a la guitarra de Micah Nelson, hijo de Willie Nelson, y el bajo de Corey McCormick, dos soberbios escuderos salidos de The Promise of Real, la banda que ya le acompañó en aquella gira arrasadora que en 2017 le trajo por última vez a España y que hoy forman parte de Chrome Hearts, el grupo de acompañamiento de Young en el que también está al órgano Spooner Oldham, leyenda del sonido Muscle Shoals, detrás del soul eterno de Aretha Franklin o Wilson Pickett.

Ahora, a diferencia de 2017, los conciertos son más cortos, pero se podría decir que más intensos. O, quizá, más espirituales. Más chamánicos. Desde tiempos inmemoriales, los chamanes siempre tuvieron la capacidad de cambiar la realidad o la percepción colectiva gracias a que tenían saberes más allá de la lógica de la vida terrenal. Young lleva décadas entregado a esta religión pagana del rock and roll, donde las energías humanas entran en contacto con los anhelos místicos o ilusorios. La propuesta del rock siempre fue sencilla, solo que todo un sistema de entretenimiento banal quiso hacer creer que era algo que caducó, como quizá algún insensato creyó que el cine en blanco y negro o los libros quedaron obsoletos. La propuesta es la conjunción de guitarras, batería, armónica, órgano y conciencia de saber que este vehículo sonoro y urgente buscó siempre estrellarse contra los escaparates, contra las ideas preconcebidas, contra lo políticamente correcto y, digámoslo alto en estos tiempos confusos y extraños, contra los abusadores. El rock and roll, como bien demostró Young en Berlín con su pinta de anciano huido de la residencia al que le quieren encerrar, es un alegato fuerte, sin miedo, sin cortapisas, lleno de espíritu.

El músico Neil Young, a la izquierda, durante un momento de su concierto en Berlín el pasado jueves 3 de julio junto a su banda.

Cuando le veías soplando la armónica en ‘The Needle and the Damage Done’, ‘Southern Man’ o ‘Harvest Moon’, o cuando le sentías haciendo del escenario un lugar sacrosanto de improvisación y caos contenido en ‘Love to Burn’ o, sobre todo, ‘Like a Hurricane’, rompiendo los límites de lo que muchos llaman un show, de aquello que sería un simple espectáculo candidato a un Grammy, el oyente, que no podía guiarse por las pantallas al estar apagadas, pero sí por sonidos desenfrenados, podía entender que el mejor rock es una voladura de electricidad alterna dispuesta a dinamitar un entorno. A veces, eres lo que facturas, cotizas o te dice un papel. Pero Young, como Bob Dylan, Bruce Springsteen, Patti Smith y otros pocos de su especie, también han sido capaces de recordar aún que, a veces, eres algo más: un ser humano que se puede buscar más allá de los márgenes, que se puede encontrar a sí mismo fuera del sistema, y que en silencio puede gritar por encima de sus posibilidades. Una persona que sabe que no sólo puede ser lo que dicen que sea.

“Este sitio es increíble”, repitió el músico durante varios momentos de la actuación. El Waldbühne es un lugar maravilloso en el que la música adquiere más connotación sagrada. Hubo un momento en el que la melodía melancólica de ‘Name of Love’, con ese juego de voces que remitía al original de Crosby, Stills, Nash and Young, dejó al coliseo en silencio ceremonial. Los árboles de la media circunferencia de este teatro, donde antes tocaron Rolling Stones o Pearl Jam o grandes de la música clásica contemporánea, estaban en calma, como todas las miles de almas a las que cobijaban. Y aquello era un espacio reducido a una plegaria. No fue la única: también ‘Old Man’, con esa guitarra acústica, con Young alumbrado por el foco naranja, con la noche cayendo como un manto que cubriese a los desvariados. Sonó tierna, muy inocente, como si fuera la primera vez que se oyese en la historia del folk. Y en toda esa delicadeza se entendía que las mejores canciones no necesitan de petardos tecnológicos para hacer ruido en el interior de las personas.

Ruido, tormentas, decibelios, delirio y cuerdas rotas. El único bis del concierto fue ‘Rockin’ in the Free World’,la gran invocación del chamán del rock and roll. Antes de lanzarse a ella, dijo: “Todos sabemos dónde estamos y es bueno sentirse aquí, en este concierto. El mundo es un lugar loco ahora, así que debemos cuidarnos unos a otros en todas partes”. Y, después, se quedó en trance con la cuerda rota. Tres días antes, en relación al concierto que había dado en Bruselas, Young escribió en su newsletter con sus seguidores que durante aquella actuación se percató de que una mariposa volaba libre y alocada en el escenario, entre él y Corey McCormick mientras blandían sus guitarras en una de sus canciones. Danzaba como impulsada por la electricidad y, dijo, que él, Neil Young, durante esos segundos, sintió que su vuelo mejoraba la experiencia de su música interpretada en directo. Una mariposa o una cuerda rota. Quizá un detalle menor, pero en cada pequeño detalle quizá nos estemos jugando ya no sólo el futuro, sino el presente. Entrar en trance con ‘Like a Hurricane’ o Rockin’ in the Free World’ era entender que más nos vale sentirnos huracanes o fuegos inconmensurables, tal y como apelaba el solo de guitarra delirante del chamán Neil Young, para desafiar a la maldad disfrazada de salvación.

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