El lunes saltó una noticia que me impresionó infinitamente más que los arancelazos de Trump y Xi Jinping juntos. El torero Rafael de Julia anunció su retirada de los ruedos por un problema de salud que, todavía sin diagnóstico psiquiátrico oficial, los suyos identifican como un trastorno alimentario severo. De Julia, un modesto diestro de 45 años, llevaba tiempo emitiendo preocupantes señales de alarma en su entorno. Pero no fue hasta la tarde del 23 de marzo, en la corrida de inauguración de la temporada de Las Ventas, cuando el respetable pudo ver en vivo el calvario de un hombre roto. Un tipo tristísimo, todo piel, huesos y espíritu, vagando por los tercios con las piernas flojas y la mirada perdida antes de rematar de milagro sus faenas y salir del coso bajo una monumental bronca de las gradas y las redes. Cómo sería la cosa que hasta el discretísimo diestro Miguel Abellán escribió un post en X pidiendo respeto y augurando que, cuando se supiera la verdad del cuento, más de uno se arrepentiría de su crueldad con el caído en desgracia. Solo él sabe lo que habrá sufrido en los 15 días pasados hasta que la presión de los empresarios y la conciencia de su apoderado, José Antonio Carretero, que se plantó ante él y le conminó a renunciar a la temporada, lograran que reconociera tener un problema y ponerse en manos de los médicos. Era, es, cuestión de vida o muerte. Y no, o no solo, por asta de toro.
Los vaivenes de ánimo y salud mental de los toreros, de las pájaras de José Tomás a las de Morante de la Puebla, no son nuevas. Los trastornos alimentarios, que sufren 400.000 españoles, tampoco. Lo raro, lo insólito, lo que me voló la cabeza es que un matador de toros, el epítome de la virilidad, la valentía y el orgullo masculinos se atreviera a confesarlo. Se atribuye al diestro Manuel García Cuesta, El Espartero, la lapidaria frase: “más cornás da el hambre”, antes de morir corneado él mismo por el miura Perdigón en 1894. Muchos claveles y almohadillas han llovido a la arena desde entonces. Aquí y ahora, nadie torea para no pasar hambre. Ahora y aquí, el hambre que se autoinflige De Julia, esa en la que no se manda porque no se puede, es la fiebre de un malestar emocional más serio y más hondo que el miura más peligroso. Así que, mientras llega al Congreso el debate sobre si los toros son o no patrimonio cultural a proteger, pienso en ese hombre en la hora de la verdad enfrentado al toro de su vida y opino que el verdadero valor y arrojo de un torero es atreverse a mirarlo de frente, pararlo, templarlo y mandarlo al callejón de los malos recuerdos. Que así sea.
Los vaivenes de salud mental de los toreros no son nuevos. Los trastornos alimentarios, tampoco. Lo raro, lo insólito es que un matador de toros, epítome de la valentía masculina, se atreva a confesarlos
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Los vaivenes de salud mental de los toreros no son nuevos. Los trastornos alimentarios, tampoco. Lo raro, lo insólito es que un matador de toros, epítome de la valentía masculina, se atreva a confesarlos


El lunes saltó una noticia que me impresionó infinitamente más que los arancelazos de Trump y Xi Jinping juntos. El torero Rafael de Julia anunció su retirada de los ruedos por un problema de salud que, todavía sin diagnóstico psiquiátrico oficial, los suyos identifican como un trastorno alimentario severo. De Julia, un modesto diestro de 45 años, llevaba tiempo emitiendo preocupantes señales de alarma en su entorno. Pero no fue hasta la tarde del 23 de marzo, en la corrida de inauguración de la temporada de Las Ventas, cuando el respetable pudo ver en vivo el calvario de un hombre roto. Un tipo tristísimo, todo piel, huesos y espíritu, vagando por los tercios con las piernas flojas y la mirada perdida antes de rematar de milagro sus faenas y salir del coso bajo una monumental bronca de las gradas y las redes. Cómo sería la cosa que hasta el discretísimo diestro Miguel Abellán escribió un post en X pidiendo respeto y augurando que, cuando se supiera la verdad del cuento, más de uno se arrepentiría de su crueldad con el caído en desgracia. Solo él sabe lo que habrá sufrido en los 15 días pasados hasta que la presión de los empresarios y la conciencia de su apoderado, José Antonio Carretero, que se plantó ante él y le conminó a renunciar a la temporada, lograran que reconociera tener un problema y ponerse en manos de los médicos. Era, es, cuestión de vida o muerte. Y no, o no solo, por asta de toro.
Los vaivenes de ánimo y salud mental de los toreros, de las pájaras de José Tomás a las de Morante de la Puebla, no son nuevas. Los trastornos alimentarios, que sufren 400.000 españoles, tampoco. Lo raro, lo insólito, lo que me voló la cabeza es que un matador de toros, el epítome de la virilidad, la valentía y el orgullo masculinos se atreviera a confesarlo. Se atribuye al diestro Manuel García Cuesta, El Espartero, la lapidaria frase: “más cornás da el hambre”, antes de morir corneado él mismo por el miura Perdigón en 1894. Muchos claveles y almohadillas han llovido a la arena desde entonces. Aquí y ahora, nadie torea para no pasar hambre. Ahora y aquí, el hambre que se autoinflige De Julia, esa en la que no se manda porque no se puede, es la fiebre de un malestar emocional más serio y más hondo que el miura más peligroso. Así que, mientras llega al Congreso el debate sobre si los toros son o no cultura digna de subvencionarse, pienso en ese hombre en la hora de la verdad enfrentado al toro de su vida y opino que el verdadero valor y arrojo de un torero es atreverse a mirarlo de frente, pararlo, templarlo y mandarlo al callejón de los malos recuerdos. Que así sea.
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Sobre la firma

Luz Sánchez-Mellado, reportera, entrevistadora y columnista, es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense y publica en EL PAÍS desde estudiante. Autora de ‘Ciudadano Cortés’ y ‘Estereotipas’ (Plaza y Janés), centra su interés en la trastienda de las tendencias sociales, culturales y políticas y el acercamiento a sus protagonistas.
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