La nueva tetralogía de Wagner en Múnich arranca con un ‘Oro del Rin’ que es puro teatro

Seis años separaron el final de la composición de Lohengrin (28 de abril de 1848) y de El oro del Rin (26 de septiembre de 1854), paradigmas del último Wagner antiguo y el primer Wagner moderno. En el Festival de Ópera de Múnich han podido oírse ambas obras en días contiguos (domingo y lunes), un privilegio que permitía, con pocas horas de diferencia, visualizar casi el salto en el vacío que dio el compositor alemán entre su “ópera romántica”, que puso fin a su asunción del pasado, y el prólogo o víspera de El anillo del nibelungo, que abriría para él y para varias generaciones posteriores no una vía, sino múltiples vías de futuro. El frustrado revolucionario político, exiliado a la fuerza de su país tras la fracasada sublevación de Dresde, devino en un revolucionario musical, que durante los largos meses en que no compuso una sola nota se dedicó a crear los sustentos teóricos de ese cambio radical. Entre 1849 y 1851, El arte y la revolución, La obra de arte del futuro, Una comunicación a mis amigos (una suerte de manifiesto estético) y Ópera y drama sentaron las bases —negro sobre blanco— de lo que habría de venir.

El proceso fue largo, porque tras dar con un tema de su gusto tomado de la mitología germánica, La muerte de Siegfried (y él se identificaba plenamente con el protagonista, uno de los muchos redentores que pueblan sus libretos), se sintió en la necesidad de bucear en la juventud de su héroe, en quiénes fueron sus padres y, por fin, apuntando alto, en lo que él mismo definió en una carta a Liszt (su futuro suegro y el encargado de dirigir en Weimar el estreno de Lohengrin en el día en que se conmemoraba el nacimiento de Goethe, 101 años después) como “el origen del mundo”, que es justamente lo que se nos cuenta en El oro del Rin. Al otro extremo del arco se situaría “su destrucción”, provocada en última instancia por la muerte de su héroe, el alfa convertida en omega. Cada uno de estos cuatro estadios de la futura tetralogía nació inicialmente como un sucinto esbozo en prosa, luego como extensos poemas en los que ya han desaparecido tanto la rima (un elemento consustancial a los libretos operísticos desde el nacimiento del género) como los compartimentos estancos de arias y recitativos, e incluso el canto simultáneo por parte de dos o más personajes, concertantes aún muy presentes en Lohengrin. La liberación de ataduras es total y la orquesta deja de ser una mera comparsa en segundo plano para cargar de buena gana con el peso de la narración musical, articulada por medio de motivos conductores (Leitmotiven) que explican, glosan y presagian la acción. Las aliteraciones y un alemán arcaizante refuerzan aún más las señas de identidad de estos artefactos absolutamente revolucionarios sobre cuyo significado último Wagner –grafómano irredento hasta el día mismo de su muerte– se cuidó muy mucho de aclarar, iluminar o detallar, abriendo así la puerta al sinnúmero de interpretaciones a que ha dado lugar El anillo del nibelungo desde que se dio a conocer al mundo en 1876.

Sean Panikkar (Loge), Nicholas Brownlee (Wotan) y Lucie Thies (una joven muniquesa actual) en un fotograma del vídeo que muestra el viaje de los dos primeros al mundo de los humanos.

Había nacido también con ello la religión wagneriana, para la que se construyó el templo del Festspielhaus de Bayreuth, inaugurado aquel mismo año, pero “consagrado” en 1882 con Parsifal. Y allí empezaron a proliferar asimismo los dogmas, las actitudes sacrosantas, el temor reverencial, la divinización del compositor (como esa absurda costumbre de no aplaudir después del primer acto de su opus ultimum). En la primera entrega de su tetralogía para la Ópera Estatal de Baviera, Tobias Kratzer parece apostar por una decidida desacralización de la tetralogía al mismo tiempo –interesante paradoja– que sitúa su acción en el interior de una iglesia o catedral en la que alguien ha pintado “Dios ha muerto”. Moderniza de muchas maneras la manera de presentar la acción, pero la sitúa en una construcción medieval, reservándose el máximo golpe de efecto para el final. Varias de las óperas anteriores de Wagner se habían ambientado en la Edad Media, pero el Anillo, siempre con el afán de desdibujar y emborronar los contornos, se sitúa, por así decirlo, fuera del tiempo. Y aquí aparece por primera vez la dualidad entre seres humanos y dioses, fundamental en la aproximación de Tobias Kratzer, que los viste incluso de maneras diferentes: con atuendos modernos los primeros y con ropajes medievales los segundos.

También pone el énfasis en la dualidad entre finitud (humana) e infinitud (divina) de la vida, traduciendo visualmente, con grandes dosis de comicidad, en dos vídeos especulares realizados con las últimas tecnologías digitales el camino de ida y vuelta de Wotan y Loge hasta el mundo de los humanos, y viceversa. Este Wotan, el dios de dioses, casi campechano, sonriente, desenfadado, tiene muy poco que ver con la figura imponente y altiva de tantas y tantas producciones. De noche, duerme humildemente en los andamios que aún cubren la trastienda de su Valhalla junto a sacos de cemento y cuyo aspecto frontal no se nos desvelará hasta el final. Allí lo despierta Fricka (los dioses también duermen en su vida eterna) al comienzo de la primera escena de Das Rheingold. Froh y Donner pasan la noche asimismo en modestos colchones de gomaespuma y las antiguas vestimentas de todos ellos actúan como un resorte humorístico que contribuye decisivamente a esta desacralización del Anillo. No menos cómica es la aparición de Fasolt y Fafner –los gigantes responsables de la construcción del Valhalla por encargo de Wotan– como dos altísimos y modernos sacerdotes vestidos de negro y con el preceptivo alzacuello. Parecen los responsables de realizar productos de mercadotecnia que someten a la aprobación de Wotan: carteles como esos que se colocan en la entrada de nuestras iglesias con lemas religiosos (aquí, “Tu Valhalla. Tu Wotan”) o figuritas de dioses. Nada de runas talladas en la lanza ni antiguos pactos: capitalismo puro y duro, el cochino dinero, aunque esté al servicio del espíritu y no de la carne.

Tobias Kratzer, que saltó a la fama internacional gracias a una puesta en escena de Tannhäuser en Bayreuth llena de humor e irreverencia, triunfa en algo en lo que normalmente se suele fracasar (él mismo ha probado el sabor acerbo de esa hiel, como le sucedió en su Fidelio estrenado en la Royal Opera House de Londres en 2020, dos semanas antes del desastre): hacer que resulte visualmente creíble la infinita distancia que separa lo que se vio en Bayreuth en 1876 y lo que acaba de contemplarse en Múnich en 2025, al tiempo que manteniéndose fiel a aquello que escuchamos en todo momento de boca de los cantantes. Aun los aspectos tradicionalmente peor representados (la transformación de Alberich en dragón, primero, y en sapo, después) tienen aquí una traducción visual inteligente, creíble. Y le sirven a su vez para abundar en la desacralización, que no profanación, como cuando en el segundo vídeo, de regreso en Alemania, una policía retiene a Wotan en la aduana cuando ve que, en el interior de un táper con trocitos de manzana (las manzanas doradas de Freia que confieren a los dioses su eterna juventud), se encuentra también el sapo en que se ha convertido Alberich. Y cuando parece introducir algo como mero atrezo o capricho, tampoco es así: la viejecita que habíamos visto rezando en la segunda escena sentada, sola, en un banco de la iglesia, con un velo negro sobre su cabeza, resulta ser en la cuarta Erda, la diosa de la tierra, que detiene el tiempo (y todos los personajes se quedan, por tanto, inmóviles) cuando canta: “Yo sé cómo fue todo. Cómo es, cómo habrá de ser”. Y luego acaba profiriendo lo que semeja ser una advertencia ancestral: “Todo lo que es, concluye. Amanece un día sombrío para los dioses: ¡te aconsejo que evites el anillo!”, que terminará finalmente en manos de Fafner tras matar a Fasolt, primera víctima de la maldición que Alberich había lanzado sobre él y primera también de una larga lista de muertes en el Anillo. En última instancia, el mayor logro de Kratzer, nada menor, es revelar y resaltar, más allá de los textos verbosos, el genio dramatúrgico de Wagner, algo en lo que fracasa rotundamente Kornél Mundruczó en el Lohengrin que vimos el domingo en el mismo teatro.

Alberich (Martin Winkler) rodeado de armas y ordenadores en su Nibelheim particular en la tercera escena de ‘El oro del Rin’.

De nada vale, como Wagner experimentó en su propia piel, contar con un buen sustento teórico si la plasmación práctica no está luego a la misma altura. Y, si brillantes son muchas de las ideas de Kratzer, más lo es aún su configuración teatral: al contrario que la mayoría de las veces, es perfectamente creíble ese constante toma y daca inicial entre Alberich y las hijas del Rin, con la sola licencia del disparo de pistola de Alberich que acierta en una pierna a Wellgunde, luego cojeante al final de la obra. Los giros de 90 o 180 grados del retablo permiten modificar el espacio y la perspectiva a lo largo de la segunda y cuarta escenas, abriendo múltiples posibilidades para el desarrollo de los personajes, que se mueven con un desparpajo y una precisión fruto, sin duda, de largos y meticulosos ensayos. El plástico que cubre el retablo no nos permite ver hasta prácticamente el final lo que se oculta detrás de él hasta que, tras la tormenta convocada por Donner y el puente arcoíris que revela Froh, los cinco dioses se introducen en las hornacinas vacías de un retablo gótico ahora iluminado: Freia, al lado de un manzano; Fricka, junto a un carro tirado por carneros; arriba, Donne y Froh, martillo y guadaña en mano; en el centro, con su casco alado y lanza en ristre, Wotan. El retablo, claro, es dorado y mientras suena la majestuosa música final y las hijas del Rin –ahora invisibles– cantan las últimas aliteraciones de la obra, “Fiado y fiel / sólo se es en lo hondo: / ¡Falsa y alevosa / es la algazara allá arriba!”, vemos cómo feligreses (modernos) entran en la iglesia a adorar a sus dioses y llenar poco a poco una iglesia hasta entonces vacía. Pero la historia, por supuesto, no acaba aquí y continuará el 25 de junio de 2026, cuando en este mismo teatro se estrene La valquiria, la primera jornada de la tetralogía. ¿Conseguirá Tobias Kratzer, siendo coherente con lo visto ahora, mantener este extraordinario nivel de calidad, este despliegue teatral de primerísimo orden?

Desde el foso, con medio cuerpo visible desde el patio de butacas (mucho más de lo habitual), el Generalmusikdirektor de la Ópera Estatal de Baviera, Vladímir Jurowski, empezó a dirigir el Preludio (esos 136 compases en un inmutable Mi bemol mayor) en total oscuridad, con tan solo un diminuto haz de luz iluminando su mano izquierda para dar las entradas a contrabajos y fagotes en esta descripción musical del “origen del mundo” (muy distinto del pintado por Courbet) que resulta hoy tan asombrosamente moderno como casi dos siglos atrás. El director ruso ha declarado que ha querido que este nuevo Anillo “se oiga encajando de una manera ideal con las imágenes que ha creado Tobias”. Es difícil saber hasta qué punto ha influido esa teatralidad exacerbada en los tempi por regla general muy vivos que ha elegido Jurowski, que se sitúa en la órbita de Pierre Boulez en aquel otro Anillo revolucionario que presentó en Bayreuth con Patrice Chéreau en el centenario del estreno. Se trata de una lectura analítica, objetiva, delineada con gestos muy parcos, en la que todo avanza vertiginosamente, como raudos son los pasos de Wotan y Loge en su descenso al mundo de los humanos. Hay muchos momentos en los que se añora un poco de pausa, una mayor delectación en el fraseo, un énfasis más marcado en la presentación de los Leitmotiven, una implicación más visible en la epopeya que se nos está contando, un menor desapego (aparente), pero Jurowski, con su fabulosa técnica, se limita en buena medida a concertar con extrema precisión, dejando que la emoción, la sorpresa, el estupor, provengan siempre del escenario.

La impactante imagen del Valhalla presentado como un gran retablo gótico que acoge a los dioses, con Wotan en el centro, en la escena final de ‘El oro del Rin’.

En el reparto no hay ninguno de los grandes nombres wagnerianos habituales, como los de Anja Kampe y Wolfgang Koch en el Lohengrin del día anterior. Abundan los cantantes jóvenes, empezando por Nicholas Brownlee, un Wotan más que solvente en lo vocal y sobresaliente en lo escénico, nada majestuoso y casi entrañable. Loge, su compañero de andanzas, su chico para todo, es un Sean Panikkar que no para de fumar (esto es, avivar el fuego) cuando no canta y que actúa con un constante distanciamiento irónico o sarcástico respecto de cuanto le rodea. Martin Winkler, actor consumado, como pudo verse en su encarnación de Platón Kovaliov en La nariz que se representó en el Teatro Real en 2023, da vida a un Alberich ágil, artero, malvado, sin incurrir en exageraciones, que ha de cantar completamente desnudo en el largo arranque de la cuarta escena, cuando, desprovisto del Tarnhelm y el anillo, queda a merced de Wotan y Loge. Su soberbia actuación no puede hacernos desdeñar su interpretación vocal, no menos extraordinaria y engalanada por una impecable dicción. Ekaterina Gubanova no luce como en otras ocasiones en el papel de Fricka, quizás incómoda en los tempi impuestos por Jurowski desde el foso y, ya a un nivel algo inferior sobre los citados hasta ahora, Freia (Mirjam Mesak), Donner (Milan Siljanov) y Froh (Ian Koziara). Rotundos y solventes Fasolt (Matthew Rose) y Fafner (Timo Riihonen), y magníficas las tres jóvenes cantantes que encarnan a las hijas del Rin. Matthias Klink dio vida a un Mime al que le esperan cometidos mucho más exigentes y Wiebke Lehmkuhl tiró de experiencia en su breve pero capital intervención como Erda, donde Jurowski bajó por fin un poco el pistón de la velocidad, porque en esta música —no menos visionaria que la del Preludio— la lentitud es un grado.

Hay varias tetralogías en curso (la de Barrie Kosky en la Royal Opera House, la inicialmente fallida de Calixto Bieito en la Ópera de París), y poco cabe esperar ya a estas alturas de la que anuncia Bayreuth para 2028, pero esta de Kratzer tiene todos los visos de convertirse en un clásico, aunque el Anillo es muy largo y esto no ha hecho más que empezar. En Múnich se estrenó El oro del Rin en 1869 (contra la voluntad de Wagner), lo que confiere a esta nueva producción de apariencia tan prometedora un plus especial. Kratzer quiere centrarse en dos tragedias —la de ser mortal e inmortal—, lo que recuerda inevitablemente a la famosa carta de Wagner a August Röckel en enero de 1854 en la que le confiesa: “ser real, vivir: lo que esto significa es ser creado, florecer, mustiarse y morir; sin la necesidad de la muerte, no hay posibilidad de vida”. Un filón por explotar, por tanto.

En tan solo 15 años, la Rusalka que se estrenó originalmente en la Ópera Estatal de Baviera en 2010 ha quedado irremediablemente pasada de moda. Ya no escandaliza a nadie (aunque nada más concluido el baile del segundo acto, alguien abucheó despectivamente desde lo alto porque le desagradó ver cómo todos los bailarines tenían como compañeros ciervas desolladas que acaban comiéndose crudas, rebozándose de sangre, quizá como un turbio homenaje al accionismo vienés) y más en unos tiempos en los que otras puestas en escena no dejan de meter el dedo en la misma llaga. Este mismo verano, dos de las nuevas producciones estrenadas en el Festival de Aix-en-Provence, muy diferentes entre sí, apuntaban en la misma dirección. En el Don Giovanni de Robert Icke, Don Giovanni es en realidad el Comendador en su juventud, que ha abusado sexualmente de su hija (Doña Ana). En la Louise de Christof Loy, planteado con más sutileza y sensibilidad, se insinúa una desviación similar por parte del padre de la protagonista, que acude a una clínica quizá para abortar, quizá para remediar los trastornos psicológicos causados por las vejaciones, quizá para ambas cosas. Y en la Rusalka estrenada el año pasado en el Teatro di San Carlo de Nápoles, Dmitri Tcherniakov presenta a la ondina como una nadadora cuyo entrenador aprovecha también la reclusión de los vestuarios para violarla, una conducta que hemos leído repetidamente en la prensa en los últimos años.

Asmik Grigorian como una desamparada Rusalka en el sótano en el que la tiene secuestrada su propio padre, Voník.

El año antes de que se estrenara la Rusalka repuesta este martes en Múnich, el mundo entero tuvo una muestra lacerante de hasta qué extremos puede llegar la maldad humana cuando saltó a todos los periódicos la noticia de que un padre austríaco (Josef Fritzl) había mantenido a su hija recluida en un sótano sin ventanas durante casi un cuarto de siglo, abusando sistemáticamente de ella, que dio a luz a siete hijos/nietos de este monstruo de Amstetten. En las producciones de Martin Kušej (Múnich) y Dmitri Tcherniakov (Nápoles), Voník, el Señor de las aguas, luce un bigote muy semejante al de Fritzl. El problema es que la música de Dvořák contradice de plano una traslación así y el libreto sencillo y cuasifolclórico de Jaroslav Kvapil no deja margen para una traslación de este tipo, porque quien salte desde ese trampolín se estrella irremediablemente contra el suelo de una piscina sin apenas agua. Si en el primer acto las cosas están pilladas muy por los pelos, en el segundo y el tercero se roza la debacle, como cuando después de arrestar varios policías a Voník en el sótano en el que tenía encerrada a Rusalka (y a las otras tres ninfas acuáticas, un paralelo cercano sin duda no buscando con las tres hijas del Rin de la tarde anterior), seguimos escuchándolo cantar tras el dúo del príncipe y Rusalka: ¿desde dónde? En otro alarde de inventiva por parte del director austríaco, el príncipe no muere como consecuencia de la maldición, sino porque decide clavarse un puñal, algo que choca frontalmente con la esencia de lo que no es más que un cuento de hadas, pero Kušej renuncia a cualquier elemento fantástico para primar —leyendo el libreto con anteojeras— lo sórdido, la crueldad sin límites de su compatriota. Para rematar el absurdo, después de clavarse el puñal, el príncipe canta de nuevo: “¡Bésame, bésame! ¡Dame la paz!”. En el orden inverso, aún podría haber tenido algún sentido. En este, ninguno.

Rusalka (Asmik Grigorian) vuelve a su elemento natural, el agua, al final del segundo acto de la ópera homónima de Antonín Dvořák.

Por suerte, la parte musical brilló de principio a fin gracias a una dirección enérgica, matizada e hiperexpresiva de Edward Garner, que sacó un partido muy diferente de la misma orquesta que Jurowski había dirigido pocas horas antes. Asmik Grigorian es la gran Rusalka actual, que ha estrenado en los últimos años la magnífica producción de Christof Loy del Reatro Real (allí sí se vio un dúo final emocionante y consecuente con todo lo anterior) y la ya citada de Nápoles. No sólo canta con un completísimo despliegue de recursos técnicos y en plenitud de facultades, sino que actúa creyéndoselo todo (al menos en apariencia), aunque le obliguen a meterse en cuclillas en el interior de una pecera minúscula y a contradecir la esencia de un personaje con el que dice sentirse muy identificada. Al final, el público la aplaudió y vitoreó incansablemente. Christof Fischesser, el inolvidable La Roche del montaje de Christof Loy de Capriccio, también en el Teatro Real, saludó al final casi con vergüenza por las tropelías que le fuerzan a hacer, pero cantó con la excelencia de siempre, sobre todo su gran aria del segundo acto, una de las grandes creaciones vocales e instrumentales del último Dvořák. Pavlo Breslik cantó con arrojo y entrega, aunque quizá no con la mayor sutileza, y Okka von der Damerau fue mucho mejor cantante que actriz en un papel muy desdibujado en la producción. Fue un final agridulce para cuatro grandes tardes de ópera en Múnich, con los teatros a rebosar día tras día. Quienes piensen que el género está en crisis, o anquilosado, harían bien en acudir al Nationaltheater o al Prinzregentheater (donde se ha estrenado Pénélope), a veces con representaciones simultáneas en uno y otro. En verano, en la capital bávara, es la ópera de nunca acabar.

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 Seis años separaron el final de la composición de Lohengrin (28 de abril de 1848) y de El oro del Rin (26 de septiembre de 1854), paradigmas del último Wagner antiguo y el primer Wagner moderno. En el Festival de Ópera de Múnich han podido oírse ambas obras en días contiguos (domingo y lunes), un privilegio que permitía, con pocas horas de diferencia, visualizar casi el salto en el vacío que dio el compositor alemán entre su “ópera romántica”, que puso fin a su asunción del pasado, y el prólogo o víspera de El anillo del nibelungo, que abriría para él y para varias generaciones posteriores no una vía, sino múltiples vías de futuro. El frustrado revolucionario político, exiliado a la fuerza de su país tras la fracasada sublevación de Dresde, devino en un revolucionario musical, que durante los largos meses en que no compuso una sola nota se dedicó a crear los sustentos teóricos de ese cambio radical. Entre 1849 y 1851, El arte y la revolución, La obra de arte del futuro, Una comunicación a mis amigos (una suerte de manifiesto estético) y Ópera y drama sentaron las bases —negro sobre blanco— de lo que habría de venir.El proceso fue largo, porque tras dar con un tema de su gusto tomado de la mitología germánica, La muerte de Siegfried (y él se identificaba plenamente con el protagonista, uno de los muchos redentores que pueblan sus libretos), se sintió en la necesidad de bucear en la juventud de su héroe, en quiénes fueron sus padres y, por fin, apuntando alto, en lo que él mismo definió en una carta a Liszt (su futuro suegro y el encargado de dirigir en Weimar el estreno de Lohengrin en el día en que se conmemoraba el nacimiento de Goethe, 101 años después) como “el origen del mundo”, que es justamente lo que se nos cuenta en El oro del Rin. Al otro extremo del arco se situaría “su destrucción”, provocada en última instancia por la muerte de su héroe, el alfa convertida en omega. Cada uno de estos cuatro estadios de la futura tetralogía nació inicialmente como un sucinto esbozo en prosa, luego como extensos poemas en los que ya han desaparecido tanto la rima (un elemento consustancial a los libretos operísticos desde el nacimiento del género) como los compartimentos estancos de arias y recitativos, e incluso el canto simultáneo por parte de dos o más personajes, concertantes aún muy presentes en Lohengrin. La liberación de ataduras es total y la orquesta deja de ser una mera comparsa en segundo plano para cargar de buena gana con el peso de la narración musical, articulada por medio de motivos conductores (Leitmotiven) que explican, glosan y presagian la acción. Las aliteraciones y un alemán arcaizante refuerzan aún más las señas de identidad de estos artefactos absolutamente revolucionarios sobre cuyo significado último Wagner –grafómano irredento hasta el día mismo de su muerte– se cuidó muy mucho de aclarar, iluminar o detallar, abriendo así la puerta al sinnúmero de interpretaciones a que ha dado lugar El anillo del nibelungo desde que se dio a conocer al mundo en 1876.Había nacido también con ello la religión wagneriana, para la que se construyó el templo del Festspielhaus de Bayreuth, inaugurado aquel mismo año, pero “consagrado” en 1882 con Parsifal. Y allí empezaron a proliferar asimismo los dogmas, las actitudes sacrosantas, el temor reverencial, la divinización del compositor (como esa absurda costumbre de no aplaudir después del primer acto de su opus ultimum). En la primera entrega de su tetralogía para la Ópera Estatal de Baviera, Tobias Kratzer parece apostar por una decidida desacralización de la tetralogía al mismo tiempo –interesante paradoja– que sitúa su acción en el interior de una iglesia o catedral en la que alguien ha pintado “Dios ha muerto”. Moderniza de muchas maneras la manera de presentar la acción, pero la sitúa en una construcción medieval, reservándose el máximo golpe de efecto para el final. Varias de las óperas anteriores de Wagner se habían ambientado en la Edad Media, pero el Anillo, siempre con el afán de desdibujar y emborronar los contornos, se sitúa, por así decirlo, fuera del tiempo. Y aquí aparece por primera vez la dualidad entre seres humanos y dioses, fundamental en la aproximación de Tobias Kratzer, que los viste incluso de maneras diferentes: con atuendos modernos los primeros y con ropajes medievales los segundos.También pone el énfasis en la dualidad entre finitud (humana) e infinitud (divina) de la vida, traduciendo visualmente, con grandes dosis de comicidad, en dos vídeos especulares realizados con las últimas tecnologías digitales el camino de ida y vuelta de Wotan y Loge hasta el mundo de los humanos, y viceversa. Este Wotan, el dios de dioses, casi campechano, sonriente, desenfadado, tiene muy poco que ver con la figura imponente y altiva de tantas y tantas producciones. De noche, duerme humildemente en los andamios que aún cubren la trastienda de su Valhalla junto a sacos de cemento y cuyo aspecto frontal no se nos desvelará hasta el final. Allí lo despierta Fricka (los dioses también duermen en su vida eterna) al comienzo de la primera escena de Das Rheingold. Froh y Donner pasan la noche asimismo en modestos colchones de gomaespuma y las antiguas vestimentas de todos ellos actúan como un resorte humorístico que contribuye decisivamente a esta desacralización del Anillo. No menos cómica es la aparición de Fasolt y Fafner –los gigantes responsables de la construcción del Valhalla por encargo de Wotan– como dos altísimos y modernos sacerdotes vestidos de negro y con el preceptivo alzacuello. Parecen los responsables de realizar productos de mercadotecnia que someten a la aprobación de Wotan: carteles como esos que se colocan en la entrada de nuestras iglesias con lemas religiosos (aquí, “Tu Valhalla. Tu Wotan”) o figuritas de dioses. Nada de runas talladas en la lanza ni antiguos pactos: capitalismo puro y duro, el cochino dinero, aunque esté al servicio del espíritu y no de la carne.Tobias Kratzer, que saltó a la fama internacional gracias a una puesta en escena de Tannhäuser en Bayreuth llena de humor e irreverencia, triunfa en algo en lo que normalmente se suele fracasar (él mismo ha probado el sabor acerbo de esa hiel, como le sucedió en su Fidelio estrenado en la Royal Opera House de Londres en 2020, dos semanas antes del desastre): hacer que resulte visualmente creíble la infinita distancia que separa lo que se vio en Bayreuth en 1876 y lo que acaba de contemplarse en Múnich en 2025, al tiempo que manteniéndose fiel a aquello que escuchamos en todo momento de boca de los cantantes. Aun los aspectos tradicionalmente peor representados (la transformación de Alberich en dragón, primero, y en sapo, después) tienen aquí una traducción visual inteligente, creíble. Y le sirven a su vez para abundar en la desacralización, que no profanación, como cuando en el segundo vídeo, de regreso en Alemania, una policía retiene a Wotan en la aduana cuando ve que, en el interior de un táper con trocitos de manzana (las manzanas doradas de Freia que confieren a los dioses su eterna juventud), se encuentra también el sapo en que se ha convertido Alberich. Y cuando parece introducir algo como mero atrezo o capricho, tampoco es así: la viejecita que habíamos visto rezando en la segunda escena sentada, sola, en un banco de la iglesia, con un velo negro sobre su cabeza, resulta ser en la cuarta Erda, la diosa de la tierra, que detiene el tiempo (y todos los personajes se quedan, por tanto, inmóviles) cuando canta: “Yo sé cómo fue todo. Cómo es, cómo habrá de ser”. Y luego acaba profiriendo lo que semeja ser una advertencia ancestral: “Todo lo que es, concluye. Amanece un día sombrío para los dioses: ¡te aconsejo que evites el anillo!”, que terminará finalmente en manos de Fafner tras matar a Fasolt, primera víctima de la maldición que Alberich había lanzado sobre él y primera también de una larga lista de muertes en el Anillo. En última instancia, el mayor logro de Kratzer, nada menor, es revelar y resaltar, más allá de los textos verbosos, el genio dramatúrgico de Wagner, algo en lo que fracasa rotundamente Kornél Mundruczó en el Lohengrin que vimos el domingo en el mismo teatro.De nada vale, como Wagner experimentó en su propia piel, contar con un buen sustento teórico si la plasmación práctica no está luego a la misma altura. Y, si brillantes son muchas de las ideas de Kratzer, más lo es aún su configuración teatral: al contrario que la mayoría de las veces, es perfectamente creíble ese constante toma y daca inicial entre Alberich y las hijas del Rin, con la sola licencia del disparo de pistola de Alberich que acierta en una pierna a Wellgunde, luego cojeante al final de la obra. Los giros de 90 o 180 grados del retablo permiten modificar el espacio y la perspectiva a lo largo de la segunda y cuarta escenas, abriendo múltiples posibilidades para el desarrollo de los personajes, que se mueven con un desparpajo y una precisión fruto, sin duda, de largos y meticulosos ensayos. El plástico que cubre el retablo no nos permite ver hasta prácticamente el final lo que se oculta detrás de él hasta que, tras la tormenta convocada por Donner y el puente arcoíris que revela Froh, los cinco dioses se introducen en las hornacinas vacías de un retablo gótico ahora iluminado: Freia, al lado de un manzano; Fricka, junto a un carro tirado por carneros; arriba, Donne y Froh, martillo y guadaña en mano; en el centro, con su casco alado y lanza en ristre, Wotan. El retablo, claro, es dorado y mientras suena la majestuosa música final y las hijas del Rin –ahora invisibles– cantan las últimas aliteraciones de la obra, “Fiado y fiel / sólo se es en lo hondo: / ¡Falsa y alevosa / es la algazara allá arriba!”, vemos cómo feligreses (modernos) entran en la iglesia a adorar a sus dioses y llenar poco a poco una iglesia hasta entonces vacía. Pero la historia, por supuesto, no acaba aquí y continuará el 25 de junio de 2026, cuando en este mismo teatro se estrene La valquiria, la primera jornada de la tetralogía. ¿Conseguirá Tobias Kratzer, siendo coherente con lo visto ahora, mantener este extraordinario nivel de calidad, este despliegue teatral de primerísimo orden?Desde el foso, con medio cuerpo visible desde el patio de butacas (mucho más de lo habitual), el Generalmusikdirektor de la Ópera Estatal de Baviera, Vladímir Jurowski, empezó a dirigir el Preludio (esos 136 compases en un inmutable Mi bemol mayor) en total oscuridad, con tan solo un diminuto haz de luz iluminando su mano izquierda para dar las entradas a contrabajos y fagotes en esta descripción musical del “origen del mundo” (muy distinto del pintado por Courbet) que resulta hoy tan asombrosamente moderno como casi dos siglos atrás. El director ruso ha declarado que ha querido que este nuevo Anillo “se oiga encajando de una manera ideal con las imágenes que ha creado Tobias”. Es difícil saber hasta qué punto ha influido esa teatralidad exacerbada en los tempi por regla general muy vivos que ha elegido Jurowski, que se sitúa en la órbita de Pierre Boulez en aquel otro Anillo revolucionario que presentó en Bayreuth con Patrice Chéreau en el centenario del estreno. Se trata de una lectura analítica, objetiva, delineada con gestos muy parcos, en la que todo avanza vertiginosamente, como raudos son los pasos de Wotan y Loge en su descenso al mundo de los humanos. Hay muchos momentos en los que se añora un poco de pausa, una mayor delectación en el fraseo, un énfasis más marcado en la presentación de los Leitmotiven, una implicación más visible en la epopeya que se nos está contando, un menor desapego (aparente), pero Jurowski, con su fabulosa técnica, se limita en buena medida a concertar con extrema precisión, dejando que la emoción, la sorpresa, el estupor, provengan siempre del escenario.En el reparto no hay ninguno de los grandes nombres wagnerianos habituales, como los de Anja Kampe y Wolfgang Koch en el Lohengrin del día anterior. Abundan los cantantes jóvenes, empezando por Nicholas Brownlee, un Wotan más que solvente en lo vocal y sobresaliente en lo escénico, nada majestuoso y casi entrañable. Loge, su compañero de andanzas, su chico para todo, es un Sean Panikkar que no para de fumar (esto es, avivar el fuego) cuando no canta y que actúa con un constante distanciamiento irónico o sarcástico respecto de cuanto le rodea. Martin Winkler, actor consumado, como pudo verse en su encarnación de Platón Kovaliov en La nariz que se representó en el Teatro Real en 2023, da vida a un Alberich ágil, artero, malvado, sin incurrir en exageraciones, que ha de cantar completamente desnudo en el largo arranque de la cuarta escena, cuando, desprovisto del Tarnhelm y el anillo, queda a merced de Wotan y Loge. Su soberbia actuación no puede hacernos desdeñar su interpretación vocal, no menos extraordinaria y engalanada por una impecable dicción. Ekaterina Gubanova no luce como en otras ocasiones en el papel de Fricka, quizás incómoda en los tempi impuestos por Jurowski desde el foso y, ya a un nivel algo inferior sobre los citados hasta ahora, Freia (Mirjam Mesak), Donner (Milan Siljanov) y Froh (Ian Koziara). Rotundos y solventes Fasolt (Matthew Rose) y Fafner (Timo Riihonen), y magníficas las tres jóvenes cantantes que encarnan a las hijas del Rin. Matthias Klink dio vida a un Mime al que le esperan cometidos mucho más exigentes y Wiebke Lehmkuhl tiró de experiencia en su breve pero capital intervención como Erda, donde Jurowski bajó por fin un poco el pistón de la velocidad, porque en esta música —no menos visionaria que la del Preludio— la lentitud es un grado.Hay varias tetralogías en curso (la de Barrie Kosky en la Royal Opera House, la inicialmente fallida de Calixto Bieito en la Ópera de París), y poco cabe esperar ya a estas alturas de la que anuncia Bayreuth para 2028, pero esta de Kratzer tiene todos los visos de convertirse en un clásico, aunque el Anillo es muy largo y esto no ha hecho más que empezar. En Múnich se estrenó El oro del Rin en 1869 (contra la voluntad de Wagner), lo que confiere a esta nueva producción de apariencia tan prometedora un plus especial. Kratzer quiere centrarse en dos tragedias —la de ser mortal e inmortal—, lo que recuerda inevitablemente a la famosa carta de Wagner a August Röckel en enero de 1854 en la que le confiesa: “ser real, vivir: lo que esto significa es ser creado, florecer, mustiarse y morir; sin la necesidad de la muerte, no hay posibilidad de vida”. Un filón por explotar, por tanto.En tan solo 15 años, la Rusalka que se estrenó originalmente en la Ópera Estatal de Baviera en 2010 ha quedado irremediablemente pasada de moda. Ya no escandaliza a nadie (aunque nada más concluido el baile del segundo acto, alguien abucheó despectivamente desde lo alto porque le desagradó ver cómo todos los bailarines tenían como compañeros ciervas desolladas que acaban comiéndose crudas, rebozándose de sangre, quizá como un turbio homenaje al accionismo vienés) y más en unos tiempos en los que otras puestas en escena no dejan de meter el dedo en la misma llaga. Este mismo verano, dos de las nuevas producciones estrenadas en el Festival de Aix-en-Provence, muy diferentes entre sí, apuntaban en la misma dirección. En el Don Giovanni de Robert Icke, Don Giovanni es en realidad el Comendador en su juventud, que ha abusado sexualmente de su hija (Doña Ana). En la Louise de Christof Loy, planteado con más sutileza y sensibilidad, se insinúa una desviación similar por parte del padre de la protagonista, que acude a una clínica quizá para abortar, quizá para remediar los trastornos psicológicos causados por las vejaciones, quizá para ambas cosas. Y en la Rusalka estrenada el año pasado en el Teatro di San Carlo de Nápoles, Dmitri Tcherniakov presenta a la ondina como una nadadora cuyo entrenador aprovecha también la reclusión de los vestuarios para violarla, una conducta que hemos leído repetidamente en la prensa en los últimos años.El año antes de que se estrenara la Rusalka repuesta este martes en Múnich, el mundo entero tuvo una muestra lacerante de hasta qué extremos puede llegar la maldad humana cuando saltó a todos los periódicos la noticia de que un padre austríaco (Josef Fritzl) había mantenido a su hija recluida en un sótano sin ventanas durante casi un cuarto de siglo, abusando sistemáticamente de ella, que dio a luz a siete hijos/nietos de este monstruo de Amstetten. En las producciones de Martin Kušej (Múnich) y Dmitri Tcherniakov (Nápoles), Voník, el Señor de las aguas, luce un bigote muy semejante al de Fritzl. El problema es que la música de Dvořák contradice de plano una traslación así y el libreto sencillo y cuasifolclórico de Jaroslav Kvapil no deja margen para una traslación de este tipo, porque quien salte desde ese trampolín se estrella irremediablemente contra el suelo de una piscina sin apenas agua. Si en el primer acto las cosas están pilladas muy por los pelos, en el segundo y el tercero se roza la debacle, como cuando después de arrestar varios policías a Voník en el sótano en el que tenía encerrada a Rusalka (y a las otras tres ninfas acuáticas, un paralelo cercano sin duda no buscando con las tres hijas del Rin de la tarde anterior), seguimos escuchándolo cantar tras el dúo del príncipe y Rusalka: ¿desde dónde? En otro alarde de inventiva por parte del director austríaco, el príncipe no muere como consecuencia de la maldición, sino porque decide clavarse un puñal, algo que choca frontalmente con la esencia de lo que no es más que un cuento de hadas, pero Kušej renuncia a cualquier elemento fantástico para primar —leyendo el libreto con anteojeras— lo sórdido, la crueldad sin límites de su compatriota. Para rematar el absurdo, después de clavarse el puñal, el príncipe canta de nuevo: “¡Bésame, bésame! ¡Dame la paz!”. En el orden inverso, aún podría haber tenido algún sentido. En este, ninguno.Por suerte, la parte musical brilló de principio a fin gracias a una dirección enérgica, matizada e hiperexpresiva de Edward Garner, que sacó un partido muy diferente de la misma orquesta que Jurowski había dirigido pocas horas antes. Asmik Grigorian es la gran Rusalka actual, que ha estrenado en los últimos años la magnífica producción de Christof Loy del Reatro Real (allí sí se vio un dúo final emocionante y consecuente con todo lo anterior) y la ya citada de Nápoles. No sólo canta con un completísimo despliegue de recursos técnicos y en plenitud de facultades, sino que actúa creyéndoselo todo (al menos en apariencia), aunque le obliguen a meterse en cuclillas en el interior de una pecera minúscula y a contradecir la esencia de un personaje con el que dice sentirse muy identificada. Al final, el público la aplaudió y vitoreó incansablemente. Christof Fischesser, el inolvidable La Roche del montaje de Christof Loy de Capriccio, también en el Teatro Real, saludó al final casi con vergüenza por las tropelías que le fuerzan a hacer, pero cantó con la excelencia de siempre, sobre todo su gran aria del segundo acto, una de las grandes creaciones vocales e instrumentales del último Dvořák. Pavlo Breslik cantó con arrojo y entrega, aunque quizá no con la mayor sutileza, y Okka von der Damerau fue mucho mejor cantante que actriz en un papel muy desdibujado en la producción. Fue un final agridulce para cuatro grandes tardes de ópera en Múnich, con los teatros a rebosar día tras día. Quienes piensen que el género está en crisis, o anquilosado, harían bien en acudir al Nationaltheater o al Prinzregentheater (donde se ha estrenado Pénélope), a veces con representaciones simultáneas en uno y otro. En verano, en la capital bávara, es la ópera de nunca acabar. Seguir leyendo  

Seis años separaron el final de la composición de Lohengrin (28 de abril de 1848) y de El oro del Rin (26 de septiembre de 1854), paradigmas del último Wagner antiguo y el primer Wagner moderno. En el Festival de Ópera de Múnich han podido oírse ambas obras en días contiguos (domingo y lunes), un privilegio que permitía, con pocas horas de diferencia, visualizar casi el salto en el vacío que dio el compositor alemán entre su “ópera romántica”, que puso fin a su asunción del pasado, y el prólogo o víspera de El anillo del nibelungo, que abriría para él y para varias generaciones posteriores no una vía, sino múltiples vías de futuro. El frustrado revolucionario político, exiliado a la fuerza de su país tras la fracasada sublevación de Dresde, devino en un revolucionario musical, que durante los largos meses en que no compuso una sola nota se dedicó a crear los sustentos teóricos de ese cambio radical. Entre 1849 y 1851, El arte y la revolución, La obra de arte del futuro, Una comunicación a mis amigos (una suerte de manifiesto estético) y Ópera y drama sentaron las bases —negro sobre blanco— de lo que habría de venir.

El proceso fue largo, porque tras dar con un tema de su gusto tomado de la mitología germánica, La muerte de Siegfried (y él se identificaba plenamente con el protagonista, uno de los muchos redentores que pueblan sus libretos), se sintió en la necesidad de bucear en la juventud de su héroe, en quiénes fueron sus padres y, por fin, apuntando alto, en lo que él mismo definió en una carta a Liszt (su futuro suegro y el encargado de dirigir en Weimar el estreno de Lohengrin en el día en que se conmemoraba el nacimiento de Goethe, 101 años después) como “el origen del mundo”, que es justamente lo que se nos cuenta en El oro del Rin. Al otro extremo del arco se situaría “su destrucción”, provocada en última instancia por la muerte de su héroe, el alfa convertida en omega. Cada uno de estos cuatro estadios de la futura tetralogía nació inicialmente como un sucinto esbozo en prosa, luego como extensos poemas en los que ya han desaparecido tanto la rima (un elemento consustancial a los libretos operísticos desde el nacimiento del género) como los compartimentos estancos de arias y recitativos, e incluso el canto simultáneo por parte de dos o más personajes, concertantes aún muy presentes en Lohengrin. La liberación de ataduras es total y la orquesta deja de ser una mera comparsa en segundo plano para cargar de buena gana con el peso de la narración musical, articulada por medio de motivos conductores (Leitmotiven) que explican, glosan y presagian la acción. Las aliteraciones y un alemán arcaizante refuerzan aún más las señas de identidad de estos artefactos absolutamente revolucionarios sobre cuyo significado último Wagner –grafómano irredento hasta el día mismo de su muerte– se cuidó muy mucho de aclarar, iluminar o detallar, abriendo así la puerta al sinnúmero de interpretaciones a que ha dado lugar El anillo del nibelungo desde que se dio a conocer al mundo en 1876.

Sean Panikkar (Loge), Nicholas Brownlee (Wotan) y Lucie Thies (una joven muniquesa actual) en un fotograma del vídeo que muestra el viaje de los dos primeros al mundo de los humanos.

Había nacido también con ello la religión wagneriana, para la que se construyó el templo del Festspielhaus de Bayreuth, inaugurado aquel mismo año, pero “consagrado” en 1882 con Parsifal. Y allí empezaron a proliferar asimismo los dogmas, las actitudes sacrosantas, el temor reverencial, la divinización del compositor (como esa absurda costumbre de no aplaudir después del primer acto de su opus ultimum). En la primera entrega de su tetralogía para la Ópera Estatal de Baviera, Tobias Kratzer parece apostar por una decidida desacralización de la tetralogía al mismo tiempo –interesante paradoja– que sitúa su acción en el interior de una iglesia o catedral en la que alguien ha pintado “Dios ha muerto”. Moderniza de muchas maneras la manera de presentar la acción, pero la sitúa en una construcción medieval, reservándose el máximo golpe de efecto para el final. Varias de las óperas anteriores de Wagner se habían ambientado en la Edad Media, pero el Anillo, siempre con el afán de desdibujar y emborronar los contornos, se sitúa, por así decirlo, fuera del tiempo. Y aquí aparece por primera vez la dualidad entre seres humanos y dioses, fundamental en la aproximación de Tobias Kratzer, que los viste incluso de maneras diferentes: con atuendos modernos los primeros y con ropajes medievales los segundos.

También pone el énfasis en la dualidad entre finitud (humana) e infinitud (divina) de la vida, traduciendo visualmente, con grandes dosis de comicidad, en dos vídeos especulares realizados con las últimas tecnologías digitales el camino de ida y vuelta de Wotan y Loge hasta el mundo de los humanos, y viceversa. Este Wotan, el dios de dioses, casi campechano, sonriente, desenfadado, tiene muy poco que ver con la figura imponente y altiva de tantas y tantas producciones. De noche, duerme humildemente en los andamios que aún cubren la trastienda de su Valhalla junto a sacos de cemento y cuyo aspecto frontal no se nos desvelará hasta el final. Allí lo despierta Fricka (los dioses también duermen en su vida eterna) al comienzo de la primera escena de Das Rheingold. Froh y Donner pasan la noche asimismo en modestos colchones de gomaespuma y las antiguas vestimentas de todos ellos actúan como un resorte humorístico que contribuye decisivamente a esta desacralización del Anillo. No menos cómica es la aparición de Fasolt y Fafner –los gigantes responsables de la construcción del Valhalla por encargo de Wotan– como dos altísimos y modernos sacerdotes vestidos de negro y con el preceptivo alzacuello. Parecen los responsables de realizar productos de mercadotecnia que someten a la aprobación de Wotan: carteles como esos que se colocan en la entrada de nuestras iglesias con lemas religiosos (aquí, “Tu Valhalla. Tu Wotan”) o figuritas de dioses. Nada de runas talladas en la lanza ni antiguos pactos: capitalismo puro y duro, el cochino dinero, aunque esté al servicio del espíritu y no de la carne.

Tobias Kratzer, que saltó a la fama internacional gracias a una puesta en escena de Tannhäuser en Bayreuth llena de humor e irreverencia, triunfa en algo en lo que normalmente se suele fracasar (él mismo ha probado el sabor acerbo de esa hiel, como le sucedió en su Fidelioestrenado en la Royal Opera House de Londres en 2020, dos semanas antes del desastre): hacer que resulte visualmente creíble la infinita distancia que separa lo que se vio en Bayreuth en 1876 y lo que acaba de contemplarse en Múnich en 2025, al tiempo que manteniéndose fiel a aquello que escuchamos en todo momento de boca de los cantantes. Aun los aspectos tradicionalmente peor representados (la transformación de Alberich en dragón, primero, y en sapo, después) tienen aquí una traducción visual inteligente, creíble. Y le sirven a su vez para abundar en la desacralización, que no profanación, como cuando en el segundo vídeo, de regreso en Alemania, una policía retiene a Wotan en la aduana cuando ve que, en el interior de un táper con trocitos de manzana (las manzanas doradas de Freia que confieren a los dioses su eterna juventud), se encuentra también el sapo en que se ha convertido Alberich. Y cuando parece introducir algo como mero atrezo o capricho, tampoco es así: la viejecita que habíamos visto rezando en la segunda escena sentada, sola, en un banco de la iglesia, con un velo negro sobre su cabeza, resulta ser en la cuarta Erda, la diosa de la tierra, que detiene el tiempo (y todos los personajes se quedan, por tanto, inmóviles) cuando canta: “Yo sé cómo fue todo. Cómo es, cómo habrá de ser”. Y luego acaba profiriendo lo que semeja ser una advertencia ancestral: “Todo lo que es, concluye. Amanece un día sombrío para los dioses: ¡te aconsejo que evites el anillo!”, que terminará finalmente en manos de Fafner tras matar a Fasolt, primera víctima de la maldición que Alberich había lanzado sobre él y primera también de una larga lista de muertes en el Anillo. En última instancia, el mayor logro de Kratzer, nada menor, es revelar y resaltar, más allá de los textos verbosos, el genio dramatúrgico de Wagner, algo en lo que fracasa rotundamente Kornél Mundruczó en el Lohengrinque vimos el domingo en el mismo teatro.

Alberich (Martin Winkler) rodeado de armas y ordenadores en su Nibelheim particular en la tercera escena de ‘El oro del Rin’.

De nada vale, como Wagner experimentó en su propia piel, contar con un buen sustento teórico si la plasmación práctica no está luego a la misma altura. Y, si brillantes son muchas de las ideas de Kratzer, más lo es aún su configuración teatral: al contrario que la mayoría de las veces, es perfectamente creíble ese constante toma y daca inicial entre Alberich y las hijas del Rin, con la sola licencia del disparo de pistola de Alberich que acierta en una pierna a Wellgunde, luego cojeante al final de la obra. Los giros de 90 o 180 grados del retablo permiten modificar el espacio y la perspectiva a lo largo de la segunda y cuarta escenas, abriendo múltiples posibilidades para el desarrollo de los personajes, que se mueven con un desparpajo y una precisión fruto, sin duda, de largos y meticulosos ensayos. El plástico que cubre el retablo no nos permite ver hasta prácticamente el final lo que se oculta detrás de él hasta que, tras la tormenta convocada por Donner y el puente arcoíris que revela Froh, los cinco dioses se introducen en las hornacinas vacías de un retablo gótico ahora iluminado: Freia, al lado de un manzano; Fricka, junto a un carro tirado por carneros; arriba, Donne y Froh, martillo y guadaña en mano; en el centro, con su casco alado y lanza en ristre, Wotan. El retablo, claro, es dorado y mientras suena la majestuosa música final y las hijas del Rin –ahora invisibles– cantan las últimas aliteraciones de la obra, “Fiado y fiel / sólo se es en lo hondo: / ¡Falsa y alevosa / es la algazara allá arriba!”, vemos cómo feligreses (modernos) entran en la iglesia a adorar a sus dioses y llenar poco a poco una iglesia hasta entonces vacía. Pero la historia, por supuesto, no acaba aquí y continuará el 25 de junio de 2026, cuando en este mismo teatro se estrene La valquiria, la primera jornada de la tetralogía. ¿Conseguirá Tobias Kratzer, siendo coherente con lo visto ahora, mantener este extraordinario nivel de calidad, este despliegue teatral de primerísimo orden?

Desde el foso, con medio cuerpo visible desde el patio de butacas (mucho más de lo habitual), el Generalmusikdirektor de la Ópera Estatal de Baviera, Vladímir Jurowski, empezó a dirigir el Preludio (esos 136 compases en un inmutable Mi bemol mayor) en total oscuridad, con tan solo un diminuto haz de luz iluminando su mano izquierda para dar las entradas a contrabajos y fagotes en esta descripción musical del “origen del mundo” (muy distinto del pintado por Courbet) que resulta hoy tan asombrosamente moderno como casi dos siglos atrás. El director ruso ha declarado que ha querido que este nuevo Anillo “se oiga encajando de una manera ideal con las imágenes que ha creado Tobias”. Es difícil saber hasta qué punto ha influido esa teatralidad exacerbada en los tempi por regla general muy vivos que ha elegido Jurowski, que se sitúa en la órbita de Pierre Boulez en aquel otro Anillo revolucionario que presentó en Bayreuth con Patrice Chéreau en el centenario del estreno. Se trata de una lectura analítica, objetiva, delineada con gestos muy parcos, en la que todo avanza vertiginosamente, como raudos son los pasos de Wotan y Loge en su descenso al mundo de los humanos. Hay muchos momentos en los que se añora un poco de pausa, una mayor delectación en el fraseo, un énfasis más marcado en la presentación de los Leitmotiven, una implicación más visible en la epopeya que se nos está contando, un menor desapego (aparente), pero Jurowski, con su fabulosa técnica, se limita en buena medida a concertar con extrema precisión, dejando que la emoción, la sorpresa, el estupor, provengan siempre del escenario.

La impactante imagen del Valhalla presentado como un gran retablo gótico que acoge a los dioses, con Wotan en el centro, en la escena final de ‘El oro del Rin’.

En el reparto no hay ninguno de los grandes nombres wagnerianos habituales, como los de Anja Kampe y Wolfgang Koch en el Lohengrin del día anterior. Abundan los cantantes jóvenes, empezando por Nicholas Brownlee, un Wotan más que solvente en lo vocal y sobresaliente en lo escénico, nada majestuoso y casi entrañable. Loge, su compañero de andanzas, su chico para todo, es un Sean Panikkar que no para de fumar (esto es, avivar el fuego) cuando no canta y que actúa con un constante distanciamiento irónico o sarcástico respecto de cuanto le rodea. Martin Winkler, actor consumado, como pudo verse en su encarnación de Platón Kovaliov en La nariz que se representó en el Teatro Real en 2023, da vida a un Alberich ágil, artero, malvado, sin incurrir en exageraciones, que ha de cantar completamente desnudo en el largo arranque de la cuarta escena, cuando, desprovisto del Tarnhelm y el anillo, queda a merced de Wotan y Loge. Su soberbia actuación no puede hacernos desdeñar su interpretación vocal, no menos extraordinaria y engalanada por una impecable dicción. Ekaterina Gubanova no luce como en otras ocasiones en el papel de Fricka, quizás incómoda en los tempi impuestos por Jurowski desde el foso y, ya a un nivel algo inferior sobre los citados hasta ahora, Freia (Mirjam Mesak), Donner (Milan Siljanov) y Froh (Ian Koziara). Rotundos y solventes Fasolt (Matthew Rose) y Fafner (Timo Riihonen), y magníficas las tres jóvenes cantantes que encarnan a las hijas del Rin. Matthias Klink dio vida a un Mime al que le esperan cometidos mucho más exigentes y Wiebke Lehmkuhl tiró de experiencia en su breve pero capital intervención como Erda, donde Jurowski bajó por fin un poco el pistón de la velocidad, porque en esta música —no menos visionaria que la del Preludio— la lentitud es un grado.

Hay varias tetralogías en curso (la de Barrie Kosky en la Royal Opera House, la inicialmente fallida de Calixto Bieito en la Ópera de París), y poco cabe esperar ya a estas alturas de la que anuncia Bayreuth para 2028, pero esta de Kratzer tiene todos los visos de convertirse en un clásico, aunque el Anillo es muy largo y esto no ha hecho más que empezar. En Múnich se estrenó El oro del Rin en 1869 (contra la voluntad de Wagner), lo que confiere a esta nueva producción de apariencia tan prometedora un plus especial. Kratzer quiere centrarse en dos tragedias —la de ser mortal e inmortal—, lo que recuerda inevitablemente a la famosa carta de Wagner a August Röckel en enero de 1854 en la que le confiesa: ser real, vivir: lo que esto significa es ser creado, florecer, mustiarse y morir; sin la necesidad de la muerte, no hay posibilidad de vida”. Un filón por explotar, por tanto.

En tan solo 15 años, la Rusalka que se estrenó originalmente en la Ópera Estatal de Baviera en 2010 ha quedado irremediablemente pasada de moda. Ya no escandaliza a nadie (aunque nada más concluido el baile del segundo acto, alguien abucheó despectivamente desde lo alto porque le desagradó ver cómo todos los bailarines tenían como compañeros animales muertos que acaban comiendo crudos, rebozándose de sangre) y más en unos tiempos en los que otras puestas en escena no dejan de meter el dedo en la misma llaga. Este mismo verano, dos de las nuevas producciones estrenadas en el Festival de Aix-en-Provence, muy diferentes entre sí, apuntaban en la misma dirección. En el Don Giovanni de Robert Icke, Don Giovanni es en realidad el Comendador en su juventud, que ha abusado sexualmente de su hija (Doña Ana). En la Louise de Christof Loy, planteado con más sutileza y sensibilidad, se insinúa una desviación similar por parte del padre de la protagonista, que acude a una clínica quizá para abortar, quizá para remediar los trastornos psicológicos causados por las vejaciones, quizá para ambas cosas. Y en la Rusalka estrenada el año pasado en el Teatro di San Carlo de Nápoles, Dmitri Tcherniakov presenta a la ondina como una nadadora cuyo entrenador aprovecha también la reclusión de los vestuarios para violarla, una conducta que hemos leído repetidamente en la prensa en los últimos años.

El año antes de que se estrenara la Rusalka repuesta este martes en Múnich, el mundo entero tuvo una muestra lacerante de hasta qué extremos puede llegar la maldad humana cuando saltó a todos los periódicos la noticia de que un padre austríaco (Josef Fritzl) había mantenido a su hija recluida en un sótano sin ventanas durante casi un cuarto de siglo, abusando sistemáticamente de ella, que dio a luz a siete hijos/nietos de este monstruo de Amstetten. En las producciones de Martin Kušej (Múnich) y Dmitri Tcherniakov (Nápoles), Voník, el Señor de las aguas, luce un bigote muy semejante al de Fritzl. El problema es que la música de Dvořák contradice de plano una traslación así y el libreto sencillo y cuasifolclórico de Jaroslav Kvapil no deja margen para una traslación de este tipo, porque quien salte desde ese trampolín se estrella irremediablemente contra el suelo de una piscina sin apenas agua. Si en el primer acto las cosas están pilladas muy por los pelos, en el segundo y el tercero se roza la debacle, como cuando después de arrestar varios policías a Voník en el sótano en el que tenía encerrada a Rusalka (y a las otras tres ninfas acuáticas, un paralelo cercano sin duda no buscando con las tres hijas del Rin de la tarde anterior), seguimos escuchándolo cantar tras el dúo del príncipe y Rusalka: ¿desde dónde? En otro alarde de inventiva por parte del director austríaco, el príncipe no muere como consecuencia de la maldición, sino porque decide clavarse un puñal, algo que choca frontalmente con la esencia de lo que no es más que un cuento de hadas, pero Kušej renuncia a cualquier elemento fantástico para primar —leyendo el libreto con anteojeras— lo sórdido, la crueldad sin límites de su compatriota. Para rematar el absurdo, después de clavarse el puñal, el príncipe canta de nuevo: “¡Bésame, bésame! ¡Dame la paz!”. En el orden inverso, aún podría haber tenido algún sentido. En este, ninguno.

Por suerte, la parte musical brilló de principio a fin gracias a una dirección enérgica, matizada e hiperexpresiva de Edward Garner, que sacó un partido muy diferente de la misma orquesta que Jurowski había dirigido pocas horas antes. Asmik Grigorian es la gran Rusalka actual, que ha estrenado en los últimos años la magnífica producción de Christof Loy del Reatro Real (allí sí se vio un dúo final emocionante y consecuente con todo lo anterior) y la ya citada de Nápoles. No sólo canta con un completísimo despliegue de recursos técnicos y en plenitud de facultades, sino que actúa creyéndoselo todo (al menos en apariencia), aunque le obliguen a meterse en cuclillas en el interior de una pecera minúscula y a contradecir la esencia de un personaje con el que dice sentirse muy identificada. Al final, el público la aplaudió y vitoreó incansablemente. Christof Fischesser, el inolvidable La Roche del montaje de Christof Loy de Capriccio, también en el Teatro Real, saludó al final casi con vergüenza por las tropelías que le fuerzan a hacer, pero cantó con la excelencia de siempre, sobre todo su gran aria del segundo acto, una de las grandes creaciones vocales e instrumentales del último Dvořák. Pavlo Breslik cantó con arrojo y entrega, aunque quizá no con la mayor sutileza, y Okka von der Damerau fue mucho mejor cantante que actriz en un papel muy desdibujado en la producción. Fue un final agridulce para cuatro grandes tardes de ópera en Múnich, con los teatros a rebosar día tras día. Quienes piensen que el género está en crisis, o anquilosado, harían bien en acudir al Nationaltheater o al Prinzregentheater (donde se ha estrenado Pénélope), a veces con representaciones simultáneas en uno y otro. En verano, en la capital bávara, es la ópera de nunca acabar.

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