En Formentera parece que no pase nada pero no dejan de suceder cosas; es una de las paradojas de una isla llena de ellas: tradición y modernidad, nostalgia y disfrutar a manos llenas, hedonísticamente, el presente, soledad y masificación, realidad y magia, luz y sombras. Aquí puedes gastarte una fortuna en un beach club de moda o vivir a salto de mata, como hace el artista Gabriel, tomándote un café con leche en el Pelayo y durmiendo donde te pilla la noche. Dos Formenteras —y muchas más— que se entrecruzan sin tocarse como si pertenecieran a dimensiones distintas. Un símbolo de ello son esas camisetas con una supuesta portada de “Tintín en Formentera”, en la que el reportero se dirige hacia el faro de la Mola en bici como, salvando las distancias, Paz Vega en Lucía y el sexo con su ciclomotor hacia el de Barbaria.
El final del personaje de Julio Verne y una novela que juega con la idea de mujeres pez en la isla se entremezclan en la playa
En Formentera parece que no pase nada pero no dejan de suceder cosas; es una de las paradojas de una isla llena de ellas: tradición y modernidad, nostalgia y disfrutar a manos llenas, hedonísticamente, el presente, soledad y masificación, realidad y magia, luz y sombras. Aquí puedes gastarte una fortuna en un beach club de moda o vivir a salto de mata, como hace el artista Gabriel, tomándote un café con leche en el Pelayo y durmiendo donde te pilla la noche. Dos Formenteras —y muchas más— que se entrecruzan sin tocarse como si pertenecieran a dimensiones distintas. Un símbolo de ello son esas camisetas con una supuesta portada de “Tintín en Formentera”, en la que el reportero se dirige hacia el faro de la Mola en bici como, salvando las distancias, Paz Vega en Lucía y el sexo con su ciclomotor hacia el de Barbaria.
Los que estuvieron no solo a punto de tocarme sino de arrollarme el otro día mientras buceaba con máscara y observaba la abundancia de rayas (pastinacas) en Migjorn fueron dos energúmenos cabalgando tablas de surf eléctricas, esa nueva moda que nos amenaza tras haber sobrevivido a las motos de agua. Y es que las tragedias suceden, como prueba el choque brutal el martes en Ibiza a la vista de Es Vedrà de una gran lancha que iba a toda velocidad (como suelen) contra un catamarán y a resultas del cual este se hundió inmediatamente como un submarino embestido por un destructor y su capitana hubo de ser ingresada con politraumatismo. Entre los sucesos de estos días, el que, ante mis ojos, una gaviota de Audouin (Ichthyaetus audouinii) le haya arrebatado en acrobático vuelo rasante el pan con cosas a un cliente en la terraza del Rafalet; la insólita visión de un halcón peregrino junto a Sa Platgeta o el sobrecogedor espectáculo del Jack Rusell terrier Ozzy de los vecinos, ese serial killer de felinos, cazando un gato frente a mi casa (afortunadamente no era el mío, Charly, a buen recaudo durante los safaris del can). Creía yo que era una exageración lo de esos terriers pero es alucinante cómo atacan a los felinos: su dueña y yo corrimos a intentar salvar a la presa pero era como tratar de interponerte entre un león y una cebra en el Serengueti. Más cosas: dos pescadores formentereños de toda la vida han capturado una xerna (polyprion americanus), cherna o romerete, una especie de mero, de casi cincuenta kilos en aguas de la isla; lástima que no hayan tropezado con él los de las tablas de surf motorizadas… Ante la noticia, he cogido la bici como Tintín y me he plantado esta mañana con gran hálito profesional en la pescadería Nuestra Señora del Carmen, en San Francesc, para ver con mis propios ojos el prodigio, que había recalado allí. Una dependienta no ha sabido darme razón del pez y me ha dicho que las piezas les llegaban ya troceadas, pero me ha ofrecido besugo.

A destacar también, en otro orden de cosas, que Piero, el dueño de Ses Roques, el local más canalla y con más variedad de conciertos de la isla y hogar de la gata Hermenegilda, me ha confundido con Adriano Panatta, el legendario jugador de tenis —ganador de Roland Garros en 1976—, lo que me he tomado como un cumplido hasta que he visto cómo está Panatta hoy en día. Además he sabido que Bjorg le levantó la novia. En fin, Piero por su parte cada vez parece más un comerciante fenicio y sacerdote de los ritos mistéricos de Tanit-Astarté (o de Atargatis, la diosa sirena). A todas estas he acabado la relectura en la playa de La isla misteriosa, de Julio Verne, que era mi plan literario número uno del verano. Son la friolera de 752 páginas en la versión de Alianza (1989) con prólogo y traducción de ese gran especialista en Verne que fue Miguel Salebert (1931-2007). La verdad, tras un inicio fulgurante (la aventura del globo, los dramáticos primeros días en la isla, la identificación con el personaje de Gedeón Spillet, “periodista de gran talento que había estudiado de todo para poder hablar de todo”), he pasado un bache de varios centenares de páginas que he encontrado soberanamente aburridas y hasta enervantes con los cinco (luego seis) robinsones vernianos fabricando como posesos las cosas más complejas, incluso hierro, cerveza y un ascensor, bajo la égida del ingeniero Cyrus Smith, ese tipo insufrible sabiondo que entiende hasta de química (prepara nitroglicerina), y deja al bueno de Robinson Crusoe como un boy scout. Y además tiene un perro, Top (afortunadamente en la isla misteriosa no hay gatos).
Me ha molestado también la forma en que los náufragos colonizadores durante sus cuatro años de estancia forzada (25 de marzo de 1865 al 24 de marzo de 1869) masacran todos los pájaros que ven en la isla —Verne se revela por cierto un consumado ornitólogo—, convirtiendo la esplendorosa biodiversidad alada del lugar (gaviotas, palomas, jacamares, curucúes, tetraos, tragopanes, avefrías, patos, cacatúas, loros, cotorras y hasta dos emúes) en una pollería. También se comen a los canguros, que curiosamente hay en la isla, así como también aparecen, en imposible mezcla, koalas, pecaríes, dugongos, zorros culpeos, onagros, focas y jaguares, y una ballena. Su afán por explotar a saco la isla Lincoln, como la bautizan, tiene notables similitudes con la forma en que se trata de sacar ganancia de Formentera, exprimiéndola. Me ha desagradado asimismo que Verne compara al orangután Jup, que domestican como criado los náufragos y hasta enseñan a fumar, con los hotentotes.

Me he dado cuenta, además, de que se me había mezclado en el recuerdo la novela de Verne con la película clásica de 1961 de Cy Endfield y estaba todo el rato esperando a que aparecieran en las páginas el cangrejo gigante y el ave colosal no voladora (el extinto Phorusrhacos) que salían en el filme y que no figuran en la novela (pues son creaciones de Harry Harryhausen). En cambio, no me acordaba que los que sí salen son los hijos del capitán Grant, pues La isla misteriosa enlaza con esa otra novela de Verne, como lo hace con Veinte mil leguas de viaje submarino.
En la isla misteriosa, es sabido, ocurren cosas inexplicables, por eso es misteriosa. De hecho entre los paralelismos que he tratado de encontrar entre la isla de la novela (a 150 º 30’ de longitud oeste y 34º 57’ de latitud sur, en el Pacífico, cerca de Tabor pero no de aquí) y Formentera (1º 25’ E y 38º 42’ N) los misterios son uno de ellos. En Formentera, aparte de los enigmas más mundanos, tipo cómo es posible que un agua valga 8 euros, hay misterios como el de la casa de Sílvia en la Mola, que el miércoles nos explicó cenando en Macondo (y valga la referencia al realismo mágico) que al parecer tiene un fantasma. Es verdad que Sílvia ha tenido gente rara en casa pero ahora se trataría de un espectro de verdad. Se ve que un individuo pasó por la casa vacía, hizo una foto y en esta apareció una extraña mujer. Sílvia está investigando si su casa, que algunos dicen que habría habitado el farero de la Mola (en plan Robert Eggers) y que tiene un aire como de Cumbres borrascosas, poseería una tradición de fantasmas u otras criaturas fantásticas.

Lo que nos lleva a las sirenas, cuya búsqueda es una tradición mía de cada verano en Formentera, lo que se aviene bien a lo poco que hay que hacer aquí. No salen sirenas en La isla misteriosa, ni siquiera se las menciona. Pero Carme, la librera de Sa llibreria Tur, que llevan ella y su hijo Joan en San Francesc, me ha pasado una novela en la que sí que aparecen y que transcurre, ahí su gracia, en Formentera. La isla de Aral (FVAI Edizioni, 2025), de Silvia Della Rocca, periodista, directora de documentales y artista, y Michele Dalla Palma, periodista, fotógrafo, “explorador y gran viajero”, no ganará el Booker y la traducción del italiano es de las peores que he leído en mi vida, pero el argumento es muy sugerente: narra las historias vitales de tres mujeres de distintas épocas —la actual, la hippy y la medieval— que se entrecruzan en Formentera y se mezclan con la supuesta existencia de seres humanos adaptados al medio marino, es decir, sirenas. La novela, romántica, con momentos muy emotivos y atmósfera de relato de fantasmas y maldiciones, posee el interés de que los autores conocen la isla y ofrecen mucha documentación, contrastada y no, sobre ella, aparte de lo bonito de que después de leer tantos libros sobre el tema encuentres uno en el que las sirenas se hayan establecido en Es Vedrà —al que los autores atribuyen ser el islote de esas criaturas en la Odisea— y merodeen por el Cap de Barberia.
Una de las historias trata de los amores prohibidos entre una chica de la isla en el siglo XIV y un pirata berberisco (a lo Mar i cel), otra sobre una periodista italiana que busca a un misterioso pintor que ha pintado una sirena y acaba encontrando su rastro en la Formentera de 2012, y la tercera es la de una muchacha medio italiana y medio inglesa que llega en 1971 a la isla y tras experimentar el ambiente hippy inmersa en Pachuli se va a vivir sola a los acantilados entre Cala Saona y Cap de Barbaria. La novela, con su punto de erotismo y un recorrido por toda la isla (hasta salen el mercadillo de la Mola, el Piratabus, y los chupitos de la Fonda Pepe), arranca como un thriller científico con biólogos que descubren algo extraño bajo el mar, la hipótesis de que la especie humana se hubiera desarrollado en el agua como mamíferos acuáticos (remontada a Desmond Morris y El mono desnudo) y las supuestas pruebas del documental de ficción de 2013 de Discovery sobre humanoides submarinos. Pero lo bonito es el clima onírico de magia y emoción que se crea en la conexión entre las tres mujeres protagonistas y Formentera (y las sirenas).

Volviendo a Verne, la presencia extraña en La isla misteriosa finalmente no es sobrenatural, sino que es —no creo hacer espóiler aquí de una novela publicada en 1875— el capitán Nemo, que pasa allí sus horas bajas y va socorriendo a los náufragos anónimamente. Con el ataque de los piratas del Speedy de Bob Harvey, ese forajido que recuerda al capitán Brown de Lord Jim, la trama sube muchos enteros en emoción, pero es en el encuentro con Nemo cuando la novela alcanza su punto culminante (luego está la erupción del volcán, cierto). He leído con el corazón en un puño el impresionante pasaje en el que Cyrus Smith y sus compañeros encuentran el Nautilus, silencioso e inmóvil, amarrado en un lago subterráneo en una enorme gruta, suben a bordo y Nemo les cuenta su historia. El capitán, de 66 años y moribundo, recuerda cómo, siendo el príncipe hindú Dakkar, hijo del rajá de Bundelkund y sobrino del famoso sultán Tipu, se convirtió en proscrito tras invadir su reino los británicos y orquestar él el Motín de los cipayos, nada menos. Buscó la independencia bajo el mar con el submarino construido gracias a sus grandes conocimientos científicos adquiridos en sus estudios en Europa y ha acabado solo en las entrañas de la isla. Smith le revela que el francés que recogió en el Nautilus 16 años atrás, Pierre Aronnax, y sus dos compañeros, el criado Consell y el arponero Ned Land, sobrevivieron y el primero ha escrito el relato de la aventura, efectivamente: Veinte mil leguas de viaje submarino. Leer las últimas horas del capitán Nemo en la playa en Formentera ha sido conmovedor. Cada vez que con los ojos húmedos deslizaba la mirada desde la página al horizonte y me encontraba con el mar azul turquesa sentía un estremecimiento. Mobilis in mobili. “Al fin, el Nautilus, convertido en el ataúd del capitán Nemo, pronto reposó en el fondo del mar”.

Rescatados los náufragos de la isla misteriosa, cerrada también la última página de la novela de las sirenas de Formentera, me quedé absorto en la playa, huérfano de maravillas. Hasta que, al atardecer, pasó a mi lado una mujer mayor en bañador, de una gran fragilidad en tierra, casi anciana, a la que le costaba avanzar sobre la arena pero que desprendía un aura especial. Llegó a la orilla, se giró un instante para guiñarme un ojo con una sonrisa inesperadamente sensual, se puso unas gafas de nadar y entró en el agua. La transformación fue extraordinaria: apenas tocada la espuma se deslizó sobre las olas como la más ágil criatura marina y, braceando con armonía exquisita, se fundió en la inmensidad, hasta que la perdí de vista.
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