Jodie Foster: “Si a los sesenta no aceptas que envejeces y que te vas a morir, tienes un problema serio”

Es un cuerpo pequeño que domina la escena sin levantar la voz, una autoridad silenciosa. En un discreto hotel de cinco estrellas escondido en un lateral de los Campos Elíseos, Jodie Foster aparece envuelta en la luz oblicua que se filtra por las persianas e ilumina una habitación pintada en colores terracota y antracita, los tonos convertidos en el nuevo estándar del lujo internacional. Lleva un esmoquin gris perla de corte masculino diseñado por Thom Browne, de esos que parecen trazados con regla; una camisa blanca abotonada hasta el cuello y una corbata ancha y centrada. El corte recto de su melena y su perfil puntiagudo prolongan la geometría del conjunto. Todo en ella sugiere control y rigor, pero también algo más difícil de definir, un insondable misterio.

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 Mito viviente del cine, la actriz reflexiona sobre la madurez, el acoso mediático, la supervivencia en Hollywood, el narcisismo contemporáneo y la relación de los jóvenes con la tecnología. Ahora estrena ‘Vida privada’, su primer gran papel en francés  

Es un cuerpo pequeño que domina la escena sin levantar la voz, una autoridad silenciosa. En un discreto hotel de cinco estrellas escondido en un lateral de los Campos Elíseos, Jodie Foster aparece envuelta en la luz oblicua que se filtra por las persianas e ilumina una habitación pintada en colores terracota y antracita, los tonos convertidos en el nuevo estándar del lujo internacional. Lleva un esmoquin gris perla de corte masculino diseñado por Thom Browne, de esos que parecen trazados con regla; una camisa blanca abotonada hasta el cuello y una corbata ancha y centrada. El corte recto de su melena y su perfil puntiagudo prolongan la geometría del conjunto. Todo en ella sugiere control y rigor, pero también algo más difícil de definir, un insondable misterio.

A la actriz la acompañan su estilista y su publicista de toda la vida, un pequeño clan que la protege desde hace décadas. Se sienta en el sofá y posa, serena y aplicada, para el fotógrafo. Cuando su cámara analógica dispara, con el clic seco y reconocible del obturador, sonríe con esa media mueca tan suya, a medio camino entre la ironía y la melancolía: “Hacía muchos años que no escuchaba ese ruidito”. Sus mocasines dejan entrever unos tobillos pálidos que podrían ser de niña o de anciana. Su rostro muestra los pliegues propios de una mujer de su edad, una rareza en Hollywood. Cumplirá 63 años al día siguiente de la entrevista, pero sigue siendo la misma criatura, extraña y fascinante, que ya era en sus comienzos.

Foster está en París para presentar su nueva película, Vida privada, de la directora Rebecca Zlotowski, que se estrena el viernes que viene en las salas españolas. Interpreta a una psicoanalista estadounidense instalada en la capital francesa que atraviesa una crisis profesional y personal. Tras la sospechosa muerte de una de sus pacientes, emprende una investigación que la obligará a observar su vida con la misma lucidez con la que analiza a los demás. Lo que empieza como un caso policial acaba convirtiéndose en el retrato íntimo de un personaje que, en el último tercio de la existencia, se ve forzado a revisar quién es y qué ha hecho con su tiempo. Su Lilian recuerda por momentos a las heroínas neuróticas de Diane Keaton en las viejas comedias de Woody Allen: mujeres que se ponían a resolver un misterioso asesinato solo porque necesitaban volver a sentir algo.

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Foster ya había rodado otras veces en Francia —una con Claude Chabrol y otra con Jean-Pierre Jeunet, el director de Amélie—, pero este parece su primer gran papel en ese idioma, que domina desde niña gracias a sus estudios en el Liceo Francés de Los Ángeles. Eso ha llevado a los autóctonos a adoptarla como hija pródiga: pocas cosas gustan más en Francia que un extranjero capaz de pronunciar sus endiabladas vocales sin acento (y pocas molestan más que lo contrario). Ella, autoexigente hasta el extremo, asegura que no es tan bilingüe como se dice. “En francés mi voz es más aguda, improviso peor y me siento menos segura. Es como si me convirtiera en otra persona ante la cámara”, cuenta. Confiesa que se parece a Lilian, su personaje, en algunas cosas. “Como ella, puedo ser controladora. Puedo ser muy intelectual y un poco ensimismada. Todas esas cosas que somos las mujeres modernas…”, ironiza. En otras, en cambio, están en las antípodas. En la película, la psicoanalista arrastra un problema en el ojo, una irritación persistente que le hace llorar sin darse cuenta, como si el cuerpo intentara advertirle de algún malestar interior. Ella no. “No soy de llorar. En la vida, quiero decir. Lloro en el cine, con las partes felices y con las tristes. Pero en la vida, no sé por qué, simplemente no lloro. Y alguien decidió que me convirtiera en actriz. En los guiones siempre hay una parte donde pone: ‘La mujer llora’. Es una broma cruel”.

Aun así, en Vida privada la distancia entre papel y persona parece haberse acortado. Su personaje comparte con ella su edad, su humor cáustico y un matiz criptolésbico que Foster ya no necesita disimular, como ocurría en la reciente Nyad, con la que obtuvo su última nominación al Oscar. Vuelve a ser una mujer que se enfrenta sola a su entorno, un nuevo ejemplo en una larga galería de personajes: heroínas inteligentes movidas por una mezcla de fe y resistencia, convencidas de que el mundo está organizado en su contra y, aun así, incapaces de aceptar ese orden natural. En Acusados (1988), con la que ganó su primer Oscar, interpretaba a una víctima de violación colectiva que se rebelaba contra el sistema judicial. En El silencio de los corderos (1991), segunda estatuilla antes de cumplir los 30, encarnaba a Clarice Starling, joven agente del FBI que se abría paso en un universo masculino y hostil con la complicidad ambigua de Hannibal Lecter. Y en Contact (1997) daba vida a una científica que defendía su fe en la vida extraterrestre ante el escepticismo general.

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Allá por el cambio de milenio, La habitación del pánico (2002), reflejo de la ansiedad posterior al 11-S, la convirtió en una mujer que protegía a su hija en un apartamento transformado en búnker. En Plan de vuelo: desaparecida(2005) interpretaba a una ingeniera aeronáutica obligada a recorrer las tripas de un avión —posible metáfora del sistema o, lo que es lo mismo, del patriarcado— para demostrar que su hija estaba viva mientras todos la tomaban por loca. En los últimos años, esas figuras se han vuelto todavía más sombrías, acorde con los tiempos: en Hotel Artemis (2018) encarnaba a una enfermera que regentaba un hospital clandestino para criminales en un Los Ángeles en estado de sitio. En True Detective(2024), por la que ganó un Emmy —“una de las mejores experiencias de mi vida”, dice Foster—, interpretaba a una inspectora “desagradable y racista”, marcada por la culpa y el rencor, pero igualmente obstinada en seguir adelante. Vistas juntas, todas ellas dibujan algo parecido a un autorretrato: una mujer decidida a devolver los golpes.

¿Por qué hay tantas mujeres solitarias en su filmografía?

Es curioso, porque eso no se les pregunta a los hombres… —responde, amable pero siempre en guardia—. Por tradición, las mujeres han sido la hermana de, la madre de, la esposa de. Yo no he querido interpretar esos papeles: quería estar en el centro. Durante mucho tiempo quise encarnar el viaje del héroe en solitario, que todo girara en torno a mí. A medida que he envejecido, me interesa más estar en relación con otros en pantalla e interpretar personajes que no lleven el peso de la película. Muchas veces, muy alejados de mí…

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A diferencia de la mayoría de sus contemporáneas, Foster siempre rechazó los papeles decorativos que Hollywood solía reservar a las actrices. “Eso tiene que ver con mi madre”, admite. “Mis primeros papeles los eligió ella. Nació en 1928, antes del feminismo, y nunca pudo conseguir las cosas que yo logré. Le interesaba ver cómo las mujeres sobrevivían por sí mismas, quiénes éramos sin necesidad de un hombre. De alguna forma, vivía a través de mí. A los veintitantos, yo seguía contando su historia: si mi madre fuera la protagonista, mataría a sus demonios y haría todas estas cosas que le resultaron imposibles. Luego empecé a trabajar en mi relación con ella. Y después me hice mayor. Y todo cambió, aunque fuera bastante tarde…”.

Su madre, Brandy, nacida Evelyn Ella Almond, es un personaje clave para entender su carrera. A finales de los cuarenta se instaló con sus tres hijos al pie de las colinas de Hollywood después de divorciarse de un marido ausente —al que Foster dice haber visto solo unas pocas veces y no considerar realmente su padre—, y trabajó como jefa de prensa, rodeada de amigos marcados por las listas negras del macartismo. También ejerció de representante de sus hijos, acompañando al mayor, Buddy, a un sinfín de castings mientras soñaba con convertirlo en un niño prodigio. Lo de Jodie fue uno de esos clásicos accidentes: “Iba a acompañar a mi hermano y me cogieron a mí”. Brandy proyectó sus ambiciones en la hija menor, con la que tuvo una relación marcada por una enorme fusión: compartieron cama hasta bien entrada la adolescencia.

A los tres años, Foster saltó a la fama con un anuncio de la crema solar Coppertone. No recuerda su vida antes de trabajar en la industria. Pasó de participar en series de televisión (Bonanza, Kung Fu, el programa de Doris Day) a protagonizar Taxi Driver a las órdenes de Martin Scorsese, que le hizo interpretar a una prostituta adolescente. La convirtió en un icono del Nuevo Hollywood el mismo año que protagonizaba la primera adaptación de Ponte en mi lugar. Foster pudo acabar como la Lindsay Lohan de su época, pero prefirió ser la mejor actriz de su generación. De subproductos de la factoría Disney al mejor cine de autor, ese tránsito transformó a la niña prodigio en una figura inquietante, mitad adulta y mitad menor, como diría Andy Warhol. Fue Brandy quien la empujó hacia ese territorio: la llevaba a manifestaciones feministas y a ver películas de la nouvelle vague.

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Dice Foster que durante gran parte de su vida se vio a sí misma como si tuviera superpoderes. “No sé si me veía como una heroína, pero quería serlo. Dejé todo eso de lado cuando nacieron mis hijos y cuando murió mi madre. De repente, apareció cierta humildad. Empecé a poder decir: ‘Te equivocaste’, ‘Eres una idiota’ o ‘No eres tan fuerte’. Si no aceptas ese lado vulnerable, estás perdido. A los 60 te duele la espalda, las rodillas, tienes bolsas bajo los ojos… Si no aceptas que estás envejeciendo y que pronto vas a morir, tienes un problema serio”.

Su vida pública empezó antes de poder elegirlo. La fama precoz, el acoso mediático, el atentado de John Hinckley Jr. contra Ronald Reagan en 1981, que aseguró que había cometido para llamar la atención de la actriz, y una biografía traicionera de su hermano donde insinuaba que Jodie era homosexual fueron parte del precio de crecer bajo los focos. “¿Cómo sobreviví?”, se pregunta Foster. “Fue difícil, porque no es natural estar en el ojo público desde los tres años. Tampoco lo es tener que marcar tus límites todo el tiempo porque hay gente que intenta traspasarlos, porque quieren algo de ti o porque todo lo que haces tiene unas consecuencias públicas enormes”, relata. “Acabé teniendo herramientas de supervivencia que me permitieron ser una persona más o menos normal y tener una vida real: algunas amistades, poder estar ahí para tus amigos, ser responsable y no desmoronarte”.

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A diferencia de otras actrices de la época, se hizo respetar y no dejó que la utilizaran. ¿Cómo lo consiguió?

En realidad, soy una niña buena —sonríe—. Fui a la universidad, saqué sobresalientes y seguí las reglas. No soy una revolucionaria. Pero es verdad que quería que me respetaran. Y mi madre también. He querido que se fijaran en mí por mi cerebro, no por mi aspecto. Ese es el mayor problema de las mujeres: el doble mensaje de “te daremos poder, pero solo si luces de una manera determinada”. Yo no seguí ese camino. Fue más difícil, claro, porque te encuentras más sola. Pero es mejor cuando envejeces: no te has definido como un objeto con el que luego tengas que competir.

¿Cree que ha abierto camino para otras?

Puede ser. ¿Conoce la teoría de las 10.000 horas de Malcolm Gladwell? Dice que hacen falta miles de horas de práctica intensa para dominar un oficio. Al empezar a los tres años, cuando tenía 15 ya tenía unas 20.000 horas más de experiencia que los demás. Era un chicazo, lo cual era algo nuevo en 1968: las chicas podíamos ser como Peppermint Patty, la amiga de Charlie Brown [que jugaba al béisbol con los chicos y calzaba sandalias]. Llegué en el momento adecuado. Tuve suerte.

Yo le iba a decir lo contrario: que usted llegó demasiado pronto…

Tal vez. Fui pionera de algo que hoy es bastante más común. Pero lo que vino después tampoco sé si habría sido para mí… Llegó la generación del selfi. No sé cómo lo hacen ahora, cuando todo el mundo lleva una cámara encima. ¿Cómo sigues siendo tú misma sin verte afectada por eso? ¿Cómo puedes no volverte dura y cruel? No sé si, en las circunstancias actuales, habría elegido ser actriz. Aunque, para una persona como yo, tener que dejar el intelecto a un lado y abrazar lo emocional ha sido una salvación. Me ha permitido reconciliar la cabeza y el corazón. De eso hablaba mi primera película como directora, El pequeño Tate, de la maldición de ser diferente, del problema de tener un don, de tener que escoger entre la vida intelectual y el amor. Esa ha sido la historia de mi vida. Sanar esas dos fuerzas ha sido hermoso y doloroso.

Su postura en Hollywood ha sido peculiar: nunca se ha escondido, pero ha preservado lo que es suyo.

Todo depende de las decisiones que tomas. La gente ve las películas que hice, pero no las que rechacé, incluidas las más exitosas: formar parte de las películas del Brat Pack o interpretar a la novia de Tom Cruise. Dije que no porque tenía claro quién era y cómo quería vivir. Esa idea no incluía ese caos. Fue una elección consciente.

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Por aquel entonces, en las entrevistas, le preguntaban si tenía novio. Ella respondía con una sonrisa tranquila: “No tengo tiempo para eso”.

Meses antes de esta mañana parisiense, la conversación había empezado en otro escenario: el Festival de Cannes, a finales de mayo pasado. Entonces Foster no llevaba esmoquin ni corbata, sino ropa de calle, como si se hubiera camuflado en mitad de ese ostentoso decorado. La entrevista tuvo lugar en una de esas carpas provisionales sacudidas por el viento, a pocos metros de un mar que brillaba como en los folletos turísticos. En ese entorno un tanto histérico —con los gritos de los fotógrafos en la Croisette, los altavoces de la alfombra roja, los equipos al borde del ataque de nervios—, Foster atendía a los periodistas con una calma obstinada, ajena al circo que la rodeaba, con esa mezcla de cortesía y distancia que suele funcionarle muy bien como escudo frente a las preguntas incómodas. Admitía que no le disgustan los honores, pero que su parte favorita es cuando llega la hora de volver a casa, el último día del festival. “Meto toda la ropa en una maleta y se la doy a alguien para que la manden de vuelta a Estados Unidos. Y me quedo tranquila, con mi mochila y mis deportivas. Ahí es cuando soy yo de verdad”.

Durante sus 50, Foster atravesó una crisis silenciosa que redefinió su relación con el trabajo y consigo misma. Aquella década fue, dice, “la más difícil y la menos feliz”. Un tiempo de dudas y parálisis, sin papeles que se ajustaran a lo que sabía hacer. “En realidad, no sabía si había hecho algo significativo con mi vida”, reconoce. En los Globos de Oro de 2013, mientras recogía el Premio Cecil B. DeMille, pareció despedirse del público, insinuando que dejaría la interpretación, a la vez que protagonizaba una salida del armario poco convencional, que sonó más bien como una defensa acérrima del derecho a la intimidad. “Ya salí del armario en la Edad de Piedra”, dijo con ironía, sin pronunciar nunca la palabra lesbiana. En lugar de hacer un gran alegato público, como se esperaba de ella, cuestionó la exigencia de transparencia total en una sociedad que confunde sobreexposición con autenticidad. Su postura dividió opiniones. Algunos la vieron como una muestra de prudencia y dignidad. Otros, como un nuevo ejemplo de la timidez de alguien que había sobrevivido en la industria ocultando partes de sí misma, consciente de que muchos hombres nunca contratarían a una mujer que no quisiera acostarse con ellos.

En una vieja entrevista de los setenta, siendo todavía adolescente, se la escucha decir: “Yo quiero ser James Dean”. Es decir, no la chica del héroe, sino el héroe mismo. Desde entonces, su carrera ha ido desdibujando las fronteras del género. Lo dice ella misma: muchos de sus personajes pudieron interpretarlos hombres. En Plan de vuelo: desaparecida, su personaje se llama Kyle, nombre de pila masculino. En otros proyectos fue directamente sustituida por varones, como en el papel que acabó haciendo Sean Penn en The Game. Y en unos cuantos más encarnó infinitas variaciones del héroe clásico. El cine mainstream tendía a domesticar a las chicas raras: en el tercer acto, cuando llegaba la pubertad, les ponía un vestido, las maquillaba y les buscaba un buen novio. Foster se resistió a ese proceso y encarnó una idea de la autoridad poco habitual en las actrices de su generación. También en su vida. “Mis dos hijos han crecido con mujeres. Para ellos, mujer significa ‘una persona que manda’, bromea. “Cuando eres madre y tienes un hijo varón, lo llevas en tu cuerpo y luego tienes que soltarlo y verlo convertirse en un hombre. Eso puede ser muy difícil, pero necesitan alejarse de ti para cometer errores”. Entre madres e hijas, añade, es otra cosa: “Hay algo más feroz, casi una guerra. De jóvenes nos odiamos, intentamos herirnos. Y esas heridas, a veces, nunca se reparan”.

Meses después, de vuelta a París, Foster confiesa que le preocupa el rumbo del mundo y la fragilidad de la generación de sus hijos. “Me dan pena”, dice. “No tienen ni idea de lo hermosa que era la vida antes de todo esto. Viven atrapados en una especie de espejo infinito, convencidos de que existir es verse reflejados en él”. Cree que la tecnología ha empobrecido nuestra experiencia en la vida y que el ruido ha sustituido al pensamiento. Aprovechamos que esta mujer inexplicablemente cercana y distante ha bajado la guardia: ¿cómo ve la situación en Estados Unidos, la erosión democrática, las guerras en el mundo? “Nunca he sido una persona política”, esquiva. “Lo único que puedo hacer son películas que inviten a la gente a pensar más profundo, a sentir más profundo. Ese es mi activismo. Solo intento vivir con integridad. Y si eso me lleva a la ruina o al exilio, que así sea”, se carcajea. “Veo que se empiezan a repetir los sufrimientos del pasado. Ese es el mundo que les tocará vivir a las nuevas generaciones”. Y, pese a todo, se niega a verlo con derrotismo: “Sigo creyendo que avanzamos hacia la justicia. Puede que yo no lo vea, pero llegará”. Si lo dice Jodie Foster, quizá convenga creerla.

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