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El filme de la directora mexicana Itandehui Jansen, que se ha estrenado en México, se logró con una huella de carbono reducida durante su filmación en Escocia
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Es 2084. La crisis climática y la vigilancia omnipresente impera en las ciudades. Una voz tan amable como amenazante revisa la polución, el tiempo que uno tarda en bañarse, los niveles de productividad. En este ambiente opresivo viven Ángel, quien experimenta con semillas y plantas, y Sofía, quien trabaja en una planta de reciclaje. Ambos migrantes y ambos mixtecos, encuentran espacios improbables para comunicarse, desde cartas escritas de puño y letra y en su propia lengua: esa obsoleta tecnología donde todavía es posible compartir y proyectar los sueños. Bajo esta premisa se presenta Itu Ninu (Cumbres de maíz), de la directora mexicana Itandehui Jansen, una historia de amor distópica hablada en esta lengua indígena que alerta sobre los riesgos del cambio climático y el desplazamiento de los pueblos indígenas.
El filme, que formó parte de la programación del Festival de Cine de Morelia —uno de los más prestigiosos del continente americano—, se ha estrenado en México tras haber nacido como una idea en 2020 durante la pandemia por la covid-19. Jansen, nacida en Oaxaca, México, y de 49 años, cuenta vía telefónica que la intención inicial era plasmar el sentimiento del aislamiento que se vivía en ese entonces en Escocia, donde viven ella y Armando García, uno de sus protagonistas.
“La experiencia de la confinación era muy distópica en realidad. También en parte pensamos cómo había restricciones acerca de con quién uno se podía encontrar. Entonces ahí comenzó la primera idea de hacer una película distópica. Seguimos desarrollando la idea y decidimos abordarlo de otra manera, como una historia de amor entre dos migrantes climáticos”, afirma.
En medio de la concepción de la historia, Jansen también comenzó a cuestionarse y a interesarse por la huella de carbono en la realización de cine. Fue así que se propuso hacer una película pequeña, con base a paisajes a los que se podía acceder para limitar el transporte y movilidad, así como la construcción de escenarios. “Fue una combinación de distopía con una aproximación cinematográfica con menos impacto”, complementa.

El trabajo para encontrar las locaciones, según cuenta Jansen, les tomó alrededor de un año. Una de las condiciones que se pusieron con su equipo de filmación fue poder caminar o ir en autobús a donde iban a filmar. “Las locaciones un poco más futuristas estaban cerca de donde vivimos. Las flores tomadas en el jardín botánico del invierno, llegamos a ellas caminando. Es simpático ver que estas locaciones están en realidad a distancias de 10 a 15 minutos caminando cada una. Están tan cercanos estos espacios distópicos o modernos, sin mucha vegetación de espacios que amamos más”, explica.
Itu Ninu también representa una parte simbólica de la historia de Jansen al crecer, cuando su madre, hablante de mixteco, y su padre se mudaron para vivir a Países Bajos cuando la directora era una niña. Cuenta que, al crecer en Europa, ya no pudo aprender la lengua de su madre. “Es algo que lo tengo muy presente. Me ha marcado en el sentido de que sé que hay una pérdida y que no fue voluntaria, que fue debido a la migración, pero también del poco acceso que hay a programas de televisión o libros que enseñen o rescaten el mixteco. Es difícil aprender un idioma con tan pocos recursos, especialmente si uno está lejos de una comunidad que lo habla. Era una forma de plasmar el hecho de que yo vi a mi madre estar parcialmente aislada por no tener nadie que quiera hablar su propia lengua”, añade.
En México, hay aproximadamente 496.000 personas que hablan mixteco, aunque otras fuentes estiman cifras ligeramente diferentes, como 517.000 hablantes. Esta lengua se encuentra entre las más habladas a nivel nacional y se localiza principalmente en los estados de Oaxaca, Guerrero y Puebla.
Jansen hace hincapié en que este tipo de fenómenos no solo suceden fuera del país en un contexto de migración, sino igual internamente al existir miles de personas que provienen de comunidades indígenas y se trasladan a la capital. “Igual allí [en Ciudad de México] no practican diariamente su lengua materna y eso puede ser doloroso y también puede ser limitante a una parte de lo que uno es. Muchas cosas que aprendemos de niños, de cómo expresar alegría o dolor, están muy inmersos en el lenguaje que hablamos. Entonces, siempre hay una parte de uno que no está del todo completa”, expresa la directora.

“Uno de los retos de mayores fue lo de la lengua. Como no hablo mixteco, hubo varias cuestiones de traducción y de pensar cómo dirigir. Se requiere mucha confianza para dirigir a alguien si no entiendes el idioma. Entonces hablamos de qué sentían los personajes, qué querían transmitir e hicimos varias pruebas antes de grabar las voces. Eso para mí fue el reto más grande e interesante”, agrega.
La película hace un juego con el recurso de la imagen, entre un Edimburgo brutalista, de aspecto futurista, que se impone, e imágenes de espacios naturales, con plantas, flores, el mar y especies marinas que se asemejan a metrajes documentales de archivo, como si fueran del pasado. Es esta combinación de elementos lo que eleva la construcción de la película y las inquietudes de la directora sobre cómo las áreas verdes han comenzado a desaparecer en los centros urbanos.
“Creo que a nivel mundial están desapareciendo rápidamente bosques y espacios naturales. Como seres humanos, necesitamos la naturaleza. Tenemos un lazo íntimo. A veces se nos olvida que dependemos de la naturaleza para nuestra comida y nuestro bienestar. Si bien es una historia de amor entre dos personajes, también es una historia de amor sobre el lenguaje, pero también de conexión hacia los espacios naturales, a la relación íntima que tenemos, por ejemplo, con las semillas. Sin semillas no hay plantas y, sin plantas, no tenemos alimentos. Es importante que mantengamos y que cuidemos las especies endémicas del maíz y de otras plantas que hay en México”, manifiesta la realizadora.
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