<p>Quizá no todo el mundo sepa que antes de alcanzar el éxito planetario con el papel del doctor Doug Ross en <i>Urgencias</i>, <strong>George Clooney tuvo muchos intentos frustrados, con series que no pasaban del episodio piloto</strong>. La ficción médica de Warner Bros. lo confirmó como divo universal con un carisma digno del Hollywood de la edad de oro, en la estela de Gary Cooper, Clark Gable y Cary Grant, el actor con el que más veces ha sido comparado.</p>
Divo afable con el carisma de los héroes del Hollywood dorado, regresa a la gran pantalla tras un paréntesis en el teatro para dar vida a Jay Kelly, una superestrella sexagenaria del celuloide en decadencia. Cualquier parecido con la realidad…
Quizá no todo el mundo sepa que antes de alcanzar el éxito planetario con el papel del doctor Doug Ross en Urgencias, George Clooney tuvo muchos intentos frustrados, con series que no pasaban del episodio piloto. La ficción médica de Warner Bros. lo confirmó como divo universal con un carisma digno del Hollywood de la edad de oro, en la estela de Gary Cooper, Clark Gable y Cary Grant, el actor con el que más veces ha sido comparado.
A su carrera como intérprete sumó después la de director y productor y, el pasado mes de marzo, a punto de cumplir 64 años, debutó en Broadway con la adaptación teatral de Buenas noches y buena suerte. El espectáculo llenó la sala noche tras noche: eso es poder, y a él le sobra. Quien lo haya visto ganarse al público sabe que George Clooney es capaz de interpretar a George Clooney a demanda: la sonrisa canalla, la réplica ingeniosa, el guiño en el momento justo. Durante las entrevistas, en cambio, se muestra sereno, reflexivo, accesible. «Puede preguntarme lo que quiera», invita.
Resulta casi kármico que la película elegida para su regreso al cine como protagonista sea Jay Kelly. Escrita y dirigida por Noah Baumbach y presentada en competición en la última Mostra de Venecia, la cinta sitúa en su centro a una superestrella del cine estadounidense llamada, precisamente, Jay Kelly, en una suerte de experimento metacinematográfico que se apoya deliberadamente en el encanto y la popularidad de su intérprete.
Jay Kelly ha superado los 60, la fama lo ha aislado de la realidad y de los afectos, se tiñe a escondidas el cabello y las cejas entrecanas y acusa el cansancio de vivir siempre expuesto a los selfis, obligado a improvisar su show personal para los fans. Jay Kelly es, en definitiva, una parábola sobre el precio de la fama, el paso del tiempo y lo que exige hoy ser una celebridad. De todo ello habla Clooney con gusto, con su franqueza y afabilidad habituales pese a la conexión intercontinental.
- ¿Cómo consigue mantener los pies en el suelo?
- Nada te ancla más a tierra que dos gemelos de ocho años vomitándote encima al mismo tiempo (ríe, en referencia a Ella y Alexander, sus hijos con la abogada y activista anglolibanesa Amal Clooney). Haber crecido en una granja de tabaco en Kentucky y haber alcanzado el éxito relativamente tarde me dio una visión del mundo muy concreta. Me enseñó a no atribuirme todos los méritos cuando las cosas van bien, ni a cargar con todas las culpas cuando van mal. Cumplir años me ayuda aún más a ser realista. En cambio, como actor, me importa sentirme libre y no ser demasiado pragmático, porque eso favorece las decisiones valientes.
- Jay Kelly está cansado de la fama y de los selfis. ¿Cómo gestiona usted esa vida tan pública?
- A mí me gusta la gente, y creo que si estás en una situación pública en la que te piden algo, lo lógico es intentar corresponder. En la película, Jay hace todo lo posible por no entrar en contacto directo con el público, se ha construido una coraza y evita que lo toquen. Yo no sería capaz de vivir así: el contacto humano forma parte de mi vida.
- Pero una fama como la suya también tiene desventajas.
- La fama es como la llama para una polilla: te acercas, te alegras de alcanzar la luz y, de pronto,… ¡zas! Te das cuenta de que una parte de tu vida cotidiana se ha convertido en cenizas. Hoy ya no puedo hacer muchas cosas que hace todo el mundo, como ir a un partido de béisbol, sin montar revuelo. Echo de menos esa normalidad, esa libertad del relativo anonimato. Pero no puedo quejarme: tengo una vida extraordinaria y recuerdo bien los tiempos difíciles. No nací rico. Antes de poder ganarme la vida como actor recogí tabaco por tres dólares la hora, vendí zapatos de mujer y seguros puerta a puerta.
«La fama es como la llama para una polilla: cuando llegas a la luz, una parte de tu vida se convierte en cenizas»
- Hoy, sin embargo, muchos lo perciben como un «boomer blanco privilegiado». ¿Le molesta esa etiqueta?
- No, porque todas esas características me describen: tengo 64 años, soy blanco, hombre y muy acomodado, cosas sobre las que no tengo ningún mérito ni control. Como decía antes, mis comienzos no fueron fáciles, pero desde luego lo fueron más que los de personas que partían de situaciones menos favorables.
- Muchos lo consideran el último gran divo de Hollywood. ¿Seguimos necesitando estrellas o sería preferible contar con modelos más auténticos y cercanos?
- El cine se ha vuelto más pequeño. Hoy el público ve a los actores en dispositivos que caben en la palma de la mano, los pausa, los silencia y les devuelve la palabra cuando quiere. En la edad dorada de Hollywood veías sus rostros en pantallas de más de veinte metros de ancho, lejanos, inalcanzables. El mundo actual no tiene absolutamente nada que ver con aquel en el que yo crecí.
- ¿Es importante seguir activo a cualquier edad?
- Mi padre tiene 92 años y sigue escribiendo artículos para su periódico. Mantenerse activo es fundamental para no perder tu lugar. Y no hablo de la pantalla o del escenario, sino en la sociedad.
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