La nueva comedia del francés Quentin Dupieux —director inclasificable, dueño de un humor particular, extraño y contagioso— es un acto de autoparodia que juega al desconcierto en sus múltiples giros. Esta vez Dupieux elige el propio cine en una película metacinematográfica que se burla de todo, o casi todo, en un juego de espejos sobre el arte de representar. El segundo acto del título se refiere al restaurante de carretera donde se rueda una secuencia con cuatro personajes y varios figurantes. Una secuencia que desembocará, no sin melancolía, en una broma infinita sobre el futuro del propio cine. Todo lo que ocurre en El segundo acto parece fruto del absurdo, pero no lo es.
Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel y un menos conocido Raphaël Quenard —el magnífico protagonista de Yannick, película de Dupieux sobre un vodevil saboteado por un espectador desencantado con la función— ruedan una comedia romántica de diálogos bastante ridículos mientras entre líneas se cuelan las notas a pie de página y las situaciones ligeras, aunque tremendas, que los cuatro intérpretes saben hacer fluir.
Dupieux se mueve entre realidad y ficción, o mejor, entre ficción y ficción, con un tono cómico que mezcla lo burdo y loco con una intensidad verbal nada sencilla. Son actores haciendo de actores, riéndose de sí mismos y de sus hipocresías, y los cuatro saben sacarle punta a unos diálogos que, con un ritmo de mesa de pimpón, llenan de matices sin estancarse en lo obvio. El gag reservado para Manuel Guillot, figurante en apuros, es uno de los contrapuntos de ese rodaje dentro de un rodaje de una película hecha de capas actorales, oficio cuyas grandezas y miserias afloran cuando vemos a un pobre hombre aterrado ante la cámara. El figurante, sin saberlo, es el personaje clave.
El segundo acto es, como la mayoría de las películas del prolífico Dupieux, breve: 80 minutos estructurados como un círculo que arrancan y terminan con dos travellings rodados en sentido contrario y un epílogo que cierra con una inesperada tristeza y gravedad lo que acabamos de ver. Sin estirar demasiado el chicle de sus ocurrencias, siempre confiando en el lado más surrealista de la vida, el director de Mandíbulas pone su curioso instinto al servicio de un debate serio sobre las fronteras entre realidad y ficción y sobre el lugar del propio cine cuando la mirada ha sido usurpada por un algoritmo.
La nueva comedia del francés Quentin Dupieux es una audaz obra metacinematográfica que se pregunta por el arte de representar y el lugar del director
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia
La nueva comedia del francés Quentin Dupieux es una audaz obra metacinematográfica que se pregunta por el arte de representar y el lugar del director
Tráiler de ‘El segundo acto’
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La nueva comedia del francés Quentin Dupieux —director inclasificable, dueño de un humor particular, extraño y contagioso— es un acto de autoparodia que juega al desconcierto en sus múltiples giros. Esta vez Dupieux elige el propio cine en una película metacinematográfica que se burla de todo, o casi todo, en un juego de espejos sobre el arte de representar. El segundo acto del título se refiere al restaurante de carretera donde se rueda una secuencia con cuatro personajes y varios figurantes. Una secuencia que desembocará, no sin melancolía, en una broma infinita sobre el futuro del propio cine. Todo lo que ocurre en El segundo acto parece fruto del absurdo, pero no lo es.
Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel y un menos conocido Raphaël Quenard —el magnífico protagonista de Yannick, película de Dupieux sobre un vodevil saboteado por un espectador desencantado con la función— ruedan una comedia romántica de diálogos bastante ridículos mientras entre líneas se cuelan las notas a pie de página y las situaciones ligeras, aunque tremendas, que los cuatro intérpretes saben hacer fluir.

Dupieux se mueve entre realidad y ficción, o mejor, entre ficción y ficción, con un tono cómico que mezcla lo burdo y loco con una intensidad verbal nada sencilla. Son actores haciendo de actores, riéndose de sí mismos y de sus hipocresías, y los cuatro saben sacarle punta a unos diálogos que, con un ritmo de mesa de pimpón, llenan de matices sin estancarse en lo obvio. El gag reservado para Manuel Guillot, figurante en apuros, es uno de los contrapuntos de ese rodaje dentro de un rodaje de una película hecha de capas actorales, oficio cuyas grandezas y miserias afloran cuando vemos a un pobre hombre aterrado ante la cámara. El figurante, sin saberlo, es el personaje clave.
El segundo acto es, como la mayoría de las películas del prolífico Dupieux, breve: 80 minutos estructurados como un círculo que arrancan y terminan con dos travellings rodados en sentido contrario y un epílogo que cierra con una inesperada tristeza y gravedad lo que acabamos de ver. Sin estirar demasiado el chicle de sus ocurrencias, siempre confiando en el lado más surrealista de la vida, el director de Mandíbulas pone su curioso instinto al servicio de un debate serio sobre las fronteras entre realidad y ficción y sobre el lugar del propio cine cuando la mirada ha sido usurpada por un algoritmo.
El segundo acto
Dirección: Quentin Dupieux.
Intérpretes: Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel, Raphaël Quenard, Manuel Guillot.
Género: comedia. Francia, 2024.
Duración: 80 minutos.
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Sobre la firma

Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 ‘Historia de Nuestro Cine’. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’
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