El grupo español Cantoría y la clavecinista Irene Roldán vuelven a conquistar al público de Utrecht

No hay mejor escaparate para los intérpretes de música antigua que el Festival de Utrecht. No es este un lugar al que el público viene para ver y dejarse ver, como sucede en otras muchas citas estivales, sino para escuchar con atención, para descubrir, para tomar el pulso a los progresos o las últimas tendencias de lo que ha venido en llamarse la interpretación históricamente informada de músicas pretéritas. En diez días en la ciudad natal de Willem Mengelberg y Louis Andriessen, en la que tocó el carillón de la catedral y murió Jacob van Eyck, es posible escuchar más música antigua que en casi cualquier otra ciudad del mundo a lo largo de toda una temporada de conciertos. Un mínimo de calidad facilita poder hacerse un hueco en la programación del Fringe, los conciertos gratuitos protagonizados casi exclusivamente por músicos jóvenes al final de sus estudios o en el comienzo mismo de sus carreras. Es ya más difícil ver tu nombre impreso en las citas oficiales de pago, aunque la prueba de fuego, como sucede siempre en cualquier gran auditorio o teatro, es volver y que la presencia en la antigua Trajectum romana no se quede en flor de un día.

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 El tramo central del festival neerlandés ofrece también un extraordinario ‘Orfeo’ de Monteverdi y el debut del conjunto vocal medieval femenino Contre le Temps  

No hay mejor escaparate para los intérpretes de música antigua que el Festival de Utrecht. No es este un lugar al que el público viene para ver y dejarse ver, como sucede en otras muchas citas estivales, sino para escuchar con atención, para descubrir, para tomar el pulso a los progresos o las últimas tendencias de lo que ha venido en llamarse la interpretación históricamente informada de músicas pretéritas. En diez días en la ciudad natal de Willem Mengelberg y Louis Andriessen, en la que tocó el carillón de la catedral y murió Jacob van Eyck, es posible escuchar más música antigua que en casi cualquier otra ciudad del mundo a lo largo de toda una temporada de conciertos. Un mínimo de calidad facilita poder hacerse un hueco en la programación del Fringe, los conciertos gratuitos protagonizados casi exclusivamente por músicos jóvenes al final de sus estudios o en el comienzo mismo de sus carreras. Es ya más difícil ver tu nombre impreso en las citas oficiales de pago, aunque la prueba de fuego, como sucede siempre en cualquier gran auditorio o teatro, es volver y que la presencia en la antigua Trajectum romana no se quede en flor de un día.

Así enfocado, lo que han conseguido varios jóvenes músicos españoles no está, ni mucho menos, al alcance de todos. Cantoría actuó en el Fringe en 2022 gratis et amore, el año siguiente debutó en el programa oficial con un programa dedicado a las ensaladas de Mateo Flecha y, a renglón seguido,fue uno de los conjuntos residentes el año pasado, ofreciendo nada menos que tres conciertos en los que se agotaron todos las localidades. La joven clavecinista andaluza Inés Roldán debutó el año pasado con un programa de música ibérica integrado por obras de Antonio Soler, Carlos Seixas, Sebastián de Albero, José de Nebra y Félix Máximo López. Y este año ha vuelto a ser invitada para tocar música de, entre otros compositores, Johann Sebastian Bach en la misma iglesia –la Lutherse Kerk– en la que han tocado en el pasado todos los grandes: Gustav Leonhardt, Bob van Asperen, Skip Sempé, Pierre Hantaï, Fabio Bonizzoni, Benjamin Alard o Andreas Staier, y pudiendo disfrutar, por cierto, de un instrumento propiedad de este último, una copia del famoso clave hamburgués de Hieronymus Albrecht Hass de 1734 construida por Anthony Sidey y Frédéric Bal, que han utilizado varios clavecinistas estos días desde que abriera el fuego en la jornada inaugural Francesco Cera con la integral de los dos libros de El clave bien temperado. Pero nadie ha sabido explorar mejor que ella todas sus posibilidades tímbricas, que son muchísimas.

El grupo Cantoría al completo en su concierto dedicado a la música de Pierre de la Rue y Juan de Anchieta.

El concierto de Cantoría se ha programado esta vez en la Sint-Augustinuskerk, una de las pocas iglesias católicas de Utrecht y quizá algo menos adecuada para su modus operandi que la Pieterskerk, donde ha triunfado los dos últimos años. Su programa formaba parte de uno de los hilos conductores de esta edición del festival: las obras contenidas en el libro de coro de Margarita de Austria, casada efímeramente con el príncipe Juan (segundo hijo de los Reyes Católicos), un gran amante de la polifonía que también cultivó él mismo como cantor: de no haber muerto a los 19 años, su influencia en el devenir de la música española habría sido sin duda decisivo. Las dos primeras entregas de este pequeño ciclo las protagonizaron el Ensemble Utopia y Dionysos Now!, ambas comentadas en una crónica anterior. Cantoría ha elegido, como ellos, una misa de Pierre de la Rue como espina dorsal de su propuesta, la Missa Ave Maria y, con excelente criterio, han completado el programa intercalando las distintas secciones del Ordinario con varias piezas litúrgicas marianas de Juan de Anchieta, un compositor que –salvo error– no sonaba en Utrecht desde que lo interpretara la Capilla Peñaflorida, dirigida por Josep Cabré en la Pieterskerk, allá por 2008, y del que hoy sabemos mucho más gracias a la monografía de Tess Knighton y Kenneth Kreitner publicada en 2019.

Al contrario que los dos grupos belgas que le han precedido, que cultivan –en el continente– lo que Howard Mayer Brown bautizó como “la herejía a capela inglesa”, Cantoría prefiere contar con el sostén de un pequeño órgano positivo, tocado siempre con tino y discreción por Marina López para doblar la polifonía y para, ya desde el comienzo, improvisar breves entonaciones que preparen el modo correspondiente. Jorge Losana decide también doblar las voces, aunque no siempre, duplicando su formación básica de tan solo cuatro cantantes, situándolas en dos bloques a ambos lados del órgano y creando una cierta espacialidad con la alternancia o confluencia de ambos, ya que estas obras no permiten un tratamiento antifonal. En Salve Regina situó a las dos tiples algo más arriba –separadas– para entonar, también alternadamente, los versos en canto llano, aunque al final se unieron al grupo para cantar el último verso a cinco voces.

Aspecto que presentaba la Sint-Augustinuskerk el lunes por la tarde en Utrecht durante el concierto de Cantoría.

La afinación –o, quizá mejor, la desafinación– ha sido siempre el talón de Aquiles de muchos grupos vocales españoles, pero Cantoría no adolece en absoluto de ese mal endémico. Todos sus miembros (varios son antiguos escolanes de Montserrat) hacen gala asimismo de una templanza y de una desenvoltura inusuales a su edad, virtudes que rozan casi la osadía en el caso del tenor Martí Doñate, al que también pudo escuchársele interpretar en cuarteto música en estilo barbershop (cantando el lead, por supuesto) el pasado mes de mayo en la Fundación Juan March. A ninguno le tiembla la voz ni se arredra cuando tiene confiado algún solo, todos saben escucharse y plegarse a esas leves y continuas oscilaciones de tempo y dinámica que apunta con su cuerpo Jorge Losana. La polifonía de Anchieta, con frecuentes pasajes homofónicos y menos artificios contrapuntísticos, es más sencilla que la de Pierre de la Rue o Josquin des Prez, sus estrictos contemporáneos, pero ello no quiere decir que sea más fácil de cantar, porque es enormemente expuesta, concentrada, y magnifica el más mínimo error. No había un asiento libre en la Sint-Augustinuskerk y los aplausos animaron a Cantoría a regalar fuera de programa Domine Jesu, un motete que enlazaba muy bien temáticamente con el que había abierto el concierto, Virgo et mater. Como explicó Jorge Losana, esta fue la primera pieza que interpretaron en público después de la creación del grupo, que en tan solo seis años se ha encaramado a la élite de la interpretación polifónica internacional. Y a nadie debería causar la más mínima extrañeza, porque son buenos, muy buenos. Ojalá que sean también persistentes.

Oyendo su concierto del martes, haciendo gala de nuevo de una madurez y una riqueza de recursos impropias de su edad, no cabe más que pensar que Irene Roldán parece haber nacido para tocar el clave. Demuestra saber y buen gusto al haber compilado su programa a partir de piezas contenidas en dos manuscritos (Möller y Andreas-Bach) copiados por el hermano mayor de Johann Sebastian Bach, Johann Christoph, que fue quien lo acogió en su casa de Ohrdruf tras morir sus padres cuando era sólo un niño. Nadie ha tocado mejor el clave estos días que esta andaluza que irradia modestia y, como ya se ha apuntado, nadie ha sabido tampoco sacar un mayor partido del instrumento que tenía bajo sus dedos, valiéndose de todos sus registros allí donde a la música más le convenía uno u otro (como el de laúd en la quinta partita de Böhm). Es difícil imaginar mejor tocadas las piezas de Dieterich Buxtehude (precedida de un largo floreo antes del primer acorde, como suele hacer Jean Rondeau), Georg Böhm, Louis Marchand (sensacional su Chaconne), Christian Ritter y, por supuesto, el propio Johann Sebastian Bach, o desplegando una mayor fantasía, libertad y lógica, gracias un alarde técnico extraordinario y a un talento inaudito para la ornamentación, esencial en las repeticiones, que Roldán respetó fielmente aun cuando se sucedan casi sin cesar, como sucede en la Sarabande de la Suite en Fa sostenido menor de Ritter, un prodigio de principio a fin, como lo había sido también la Allemande, sin desmerecer lo más mínimo de la versión que tocó en esta misma iglesia hace años Gustav Leonhardt. Llovieron los aplausos, como no podía ser de otra manera, y tocó fuera de programa el primer movimiento del Capriccio BWV 992 de Bach, otra obra copiada en el manuscrito Möller. Hay que retener bien este nombre: Irene Roldán. Sevillana adoptiva y clavecinista.

Alessandro Ravasio (Plutón) y Francesca Cassinari (Proserpina) durante la interpretación de ‘L’Orfeo’ de Monteverdi. A la derecha, el laudista y director Michele Pasotti.

Un tercer concierto habría justificado por sí solo, como los dos anteriores, el viaje a Utrecht. En cualquier museo imaginario de obras musicales (por recordar el título del ensayo de Lydia Goehr que sirve en parte de inspiración del lema de esta edición del festival: ¿Un arte museístico?), una de las principales salas debería estar reservada para L’Orfeo de Claudio Monteverdi. No es nada fácil interpretarla porque, entre otras cosas, la partitura es un banco de pruebas, un experimento en el que confluyen miradas al pasado y presagios de futuro. El festival ha confiado su interpretación a La Fonte Musica, el grupo de Michele Pasotti que nos ha dado tantas alegrías en los últimos años, si bien circunscritas siempre al repertorio medieval, del que es un consumado especialista. Y quizás esa experiencia, o esa perspectiva de amplias miras, es la que ha enriquecido su manera de abordar una obra que es a un tiempo un adiós al Renacimiento y una bienvenida al Barroco.

La mayor virtud de la versión de Pasotti, que también tocó el laúd en muchos momentos, es que supo reproducir el espíritu indagador del espectáculo cortesano que vio la luz en Mantua en 1607 y, más difícil aún, que transmitió que el poder transformador de la música es el verdadero protagonista de esta historia en la que conviven dioses y pastores, el cielo y el infierno: la música como revelación, como deslumbramiento, como una pócima de efectos imprevisibles (algo parecido haría Wagner siglos después, mutatis mutandis, en Tristan und Isolde). Es difícil destacar algo o a alguien de su versión, porque todo tuvo la traducción justa; los coros, las danzas, las efusiones líricas, los resabios madrigalescos o las secciones puramente instrumentales, empezando por una toccata inicial a un tiempo ruda y ceremonial. Mauro Borgioni, sobre quien recae buena parte de las mayores exigencias vocales, fue un Orfeo perfecto, aunque sus poses más bien donjuanescas invitaban a pensar que se había equivocado de ópera. Pero “Possente spirto” o “Questi i campi di Traccia”, con sus temibles trilli (notas repetidas rápidamente) o sus melismas, fueron sorteadas con virtuosismo textual, estilístico y expresivo por el barítono italiano. Alena Dantcheva fue asimismo la Mensajera perfecta, la que cambia abruptamente lo que hasta entonces era una idílica favola in musica y que, a partir de su intervención, se cubre de crespones negros: es imposible decir y cantar mejor su texto que como ella lo hizo. El Caronte de Salvo Vitale, con su voz de ultratumba; el Apolo lleno de nobleza de Riccardo Pisani; la Proserpina de Francesca Cassinari (compañera de viaje de largo recorrido de Pasotti en sus incursiones medievales, al igual que Dantcheva); los pastores de, entre otros, Andrés Montilla y Jacob Lawrence (aunque el nombre de este último no apareciera en el programa); todos y cada uno de los instrumentistas: el violinista Stefano Rossi, la arpista Margret Koell, el lironista y violagambista Rodney Prada, la clavecinista Federica Bianchi, el organista Takashi Watanabe… Cualquier teatro de ópera del mundo suspiraría por presentar L’Orfeo con este nivel de excelencia interpretativa y en el que, aunque sólo semiactuado, todo el reparto vocal (individualmente o en coro) cantó siempre de memoria, lo que da una idea del grado de preparación previa.

Anna-Liisa Eller tocando el kannel en la Paushuize de Utrecht el lunes por la noche.

Margret Koell tocó el martes por la noche un recital en solitario en el Hertz, curiosamente emparentado con el ofrecido la noche anterior en la Paushuize la estonia Anna-Liisa Eller, que mostró cómo el kannel, una suerte de salterio cromático que es el instrumento nacional de su país, puede hacer suyas con naturalidad piezas medievales, renacentistas y barrocas. La violagambista Myriam Rignol tocó en dos conciertos la integral de la música de los Forqueray, revelando dos caras muy diferentes en las piezas más líricas e intimistas (irreprochables) y las más rápidas y virtuosísticas, tocadas con acentos innecesarios y exceso de tensión, aliviada por sus dos excelentes y balsámicos compañeros, Pau Marcos Vicens y Julien Wolfs: los tres intercambiaron regalos en el escenario tras el segundo concierto. Simon-Pierre Bestion enjugó el mal sabor de boca que había dejado su absolutamente fallido espectáculo Sibila(s)del pasado sábado con un extraordinario concierto en la Jacobikerk el martes, en el que brilló en lo que mejor sabe hacer: ensamblar músicas absolutamente dispares, de cualesquiera épocas, para formar un todo congruente y emocionante, titulado en este caso Hypnos, que explora el mundo de la noche, los sueños y la muerte. El francés domina como nadie el uso del espacio y consigue sacar lo mejor de sus cantantes, ya sea haciéndoles interpretar canto llano, misas renacentistas o repertorio contemporáneo (Marcel Pérès, Olivier Greif, Arvo Pärt). La Song for Athene de John Tavener, cantada fuera de programa, siguió resonando en nuestros oídos durante toda la tarde del martes. El miércoles por la noche se proyectó en el Hertz el documental Orlando de Joachim Thôme, que indaga de la mano de expertos en la vida y la música de Orlande de Lassus, y en el que todas las intervenciones musicales corren a cargo de Bestion y su grupo, La Tempête.

Las cuatro integrantes del grupo vocal Contre le Temps durante el concierto que ofrecieron en la Pieterskerk el miércoles por la tarde.

Tras el espejismo de normalidad del año pasado, Graindelavoix y Björn Schmelzer han vuelto a las andadas, desfigurando cuanto cantaron hasta lo irreconocible, justo lo contrario de lo que hizo Stile Antico en su séptimo concierto de la semana, esta vez con piezas inglesas de los manuscritos Dow oxonienses. L’Arpeggiata sigue instalada en el aplauso fácil, las gracietas pueriles y la música de bajo entretenimiento, en esta ocasión con la antaño excelente mezzosoprano sueca Malena Ernman (madre de Greta Thunberg) como reclamo adicional, a pesar de que su voz está literal y prematuramente arruinada. El Ensemble Sollazzo parece haber renunciado también por completo a sus espléndidos orígenes y Anna Danilevskaia se ha pasado a ese bando que presenta fantasiosamente el repertorio medieval en cinemascope, à la Memelsdorff: doce instrumentistas y ocho cantantes para interpretar casi orquestalmente una música escrita tan solo a tres o cuatro voces, justo lo contrario de lo que hizo el joven cuarteto vocal femenino Contre le Temps, que, a pesar de una puesta en escena un tanto cursi (rosas, velas y pequeños bailes incluidos), recrearon la música del siglo XIV que mejor expresa el amor cortés a capela y sin un solo aditamento innecesario o inventado. En pocos ámbitos resulta más visible el talento joven y ha eclosionado con tanta fuerza como en la interpretación de la música antigua y estas cuatro cantantes formadas en la Schola Cantorum Basiliensis son el mejor testimonio de ello. Otro tanto sucede con los integrantes de Cantoría y la clavecinista Irene Roldán. Aún hay esperanza.

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