El cine y nuestros espacios

Cuando paseas por Nueva York, tienes la sensación de que conoces los lugares que te rodean. Los paisajes resultan conocidos porque los has visto en innumerables series y películas. Al menos, eso es lo que dicen muchas personas al regresar de un viaje allí. Yo nunca he estado en Nueva York. Sin embargo, soy consciente de tener en mi cabeza un enorme archivo audiovisual que convierte en cercana a una ciudad que se encuentra al otro lado de un océano. No es el único caso. Los Ángeles, Las Vegas o la Toscana constituyen tropos visuales a los que podemos recurrir con facilidad, hayamos estado allí o no.

El fenómeno no ha decrecido en los últimos tiempos, todo lo contrario. Netflix está fomentando una especie de museística espacial al lanzar infinitas series sostenidas narrativamente sobre la laudatio de un ciudad (y, por extensión, de una cultura), con todo lo que tiene de simplificador este proceso, convirtiéndose en panfletos turísticos. Podéis pensar, por ejemplo, en Emily en París (que, por cierto, la próxima temporada será Emily en Roma).

Estos espacios naturalizados audiovisualmente configuran nuestro imaginario, se convierten en representativos, condicionan nuestra mirada y nuestro deseo, afectan a nuestra autopercepción… En definitiva, moldean nuestra forma de sentir y de entender el mundo. Además, la construcción de nuestro universo simbólico a partir de determinados lugares implica necesariamente la exclusión de otros, con todos los peligros que eso supone. Es difícil pensar sobre aquello que está extirpado de nuestro horizonte estético.

No estoy diciendo nada que no intuyamos, pero en ocasiones la vida se encarga de ponernos delante las evidencias más incontestables.

Hace unas semanas el director de cine Vicent Monsonís me invitó al preestreno de su última obra, La invasió dels bàrbars, basada en la pieza teatral homónima de Chema Cardeña.

La película es una emocionante reivindicación de nuestra memoria histórica: las esvásticas enarboladas en el pasado dentro del Ateneo de Valencia ponen los pelos de punta y el alcalde actual de una pequeña población al que no le hace ninguna gracia que excaven dentro de su término municipal nos resulta tremendamente familiar. No miento si os digo que el largometraje se ve con el estómago encogido y los ojos húmedos.

Sin embargo, para mí conllevó también una alegría casi infantil y un enorme desconcierto cuando, en una de las primeras secuencias, descubrí que el ayuntamiento de ese pueblo sin nombre en la ficción estaba en la realidad ubicado en la Plaza mayor de Nules (Castelló de la Plana). Me giré hacia mi pareja con toda la sorpresa del mundo en los ojos y le pregunté si eso era lo que yo creía que era. Nunca hubiera imaginado que la iglesia en la que se casaron mis padres pudiera formar parte de la escenografía de una película. Aquello no era una crónica o un reportaje local, se trataba de una gran ficción, de un producto artístico. Me pasé las dos horas siguientes rastreando espacios conocidos. Pero el verdadero quiebre vino cuando ya no lo esperaba. En un momento dado, el alcalde aparece dentro de un almacén de naranja del que es dueño. Se ven las mujeres triando y siento una punzada. Me fijo en el delantal que llevan puesto y aguanto la respiración. Distingo el logo de la empresa medio emborronado al fondo y me doy cuenta de que estoy llorando. La escena está grabada en el almacén en el que mi madre se jubiló.

Todavía sentada en la butaca, sentí una pena enorme porque me resultaba más normal ver la isla de Manhattan en una pantalla grande que los espacios en los que trabajamos y nos dejamos la vida. ¿Cómo vamos a reflexionar sobre el mundo en que vivimos si nuestros lugares no forman parte del arte y del ocio que consumimos?

El próximo otoño, si tenéis oportunidad, id a ver esta película a los cines. Por mil motivos, pero también porque representar en el arte los espacios obreros resulta crucial para poder pensar sobre nuestras vidas.

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 Cuando paseas por Nueva York, tienes la sensación de que conoces los lugares que te rodean. Los paisajes resultan conocidos porque los has visto en innumerables series y películas. Al menos, eso es lo que dicen muchas personas al regresar de un viaje allí. Yo nunca he estado en Nueva York. Sin embargo, soy consciente de tener en mi cabeza un enorme archivo audiovisual que convierte en cercana a una ciudad que se encuentra al otro lado de un océano. No es el único caso. Los Ángeles, Las Vegas o la Toscana constituyen tropos visuales a los que podemos recurrir con facilidad, hayamos estado allí o no. El fenómeno no ha decrecido en los últimos tiempos, todo lo contrario. Netflix está fomentando una especie de museística espacial al lanzar infinitas series sostenidas narrativamente sobre la laudatio de un ciudad (y, por extensión, de una cultura), con todo lo que tiene de simplificador este proceso, convirtiéndose en panfletos turísticos. Podéis pensar, por ejemplo, en Emily en París (que, por cierto, la próxima temporada será Emily en Roma).Estos espacios naturalizados audiovisualmente configuran nuestro imaginario, se convierten en representativos, condicionan nuestra mirada y nuestro deseo, afectan a nuestra autopercepción… En definitiva, moldean nuestra forma de sentir y de entender el mundo. Además, la construcción de nuestro universo simbólico a partir de determinados lugares implica necesariamente la exclusión de otros, con todos los peligros que eso supone. Es difícil pensar sobre aquello que está extirpado de nuestro horizonte estético. No estoy diciendo nada que no intuyamos, pero en ocasiones la vida se encarga de ponernos delante las evidencias más incontestables. Hace unas semanas el director de cine Vicent Monsonís me invitó al preestreno de su última obra, La invasió dels bàrbars, basada en la pieza teatral homónima de Chema Cardeña. La película es una emocionante reivindicación de nuestra memoria histórica: las esvásticas enarboladas en el pasado dentro del Ateneo de Valencia ponen los pelos de punta y el alcalde actual de una pequeña población al que no le hace ninguna gracia que excaven dentro de su término municipal nos resulta tremendamente familiar. No miento si os digo que el largometraje se ve con el estómago encogido y los ojos húmedos. Sin embargo, para mí conllevó también una alegría casi infantil y un enorme desconcierto cuando, en una de las primeras secuencias, descubrí que el ayuntamiento de ese pueblo sin nombre en la ficción estaba en la realidad ubicado en la Plaza mayor de Nules (Castelló de la Plana). Me giré hacia mi pareja con toda la sorpresa del mundo en los ojos y le pregunté si eso era lo que yo creía que era. Nunca hubiera imaginado que la iglesia en la que se casaron mis padres pudiera formar parte de la escenografía de una película. Aquello no era una crónica o un reportaje local, se trataba de una gran ficción, de un producto artístico. Me pasé las dos horas siguientes rastreando espacios conocidos. Pero el verdadero quiebre vino cuando ya no lo esperaba. En un momento dado, el alcalde aparece dentro de un almacén de naranja del que es dueño. Se ven las mujeres triando y siento una punzada. Me fijo en el delantal que llevan puesto y aguanto la respiración. Distingo el logo de la empresa medio emborronado al fondo y me doy cuenta de que estoy llorando. La escena está grabada en el almacén en el que mi madre se jubiló. Todavía sentada en la butaca, sentí una pena enorme porque me resultaba más normal ver la isla de Manhattan en una pantalla grande que los espacios en los que trabajamos y nos dejamos la vida. ¿Cómo vamos a reflexionar sobre el mundo en que vivimos si nuestros lugares no forman parte del arte y del ocio que consumimos? El próximo otoño, si tenéis oportunidad, id a ver esta película a los cines. Por mil motivos, pero también porque representar en el arte los espacios obreros resulta crucial para poder pensar sobre nuestras vidas. Seguir leyendo  

Cuando paseas por Nueva York, tienes la sensación de que conoces los lugares que te rodean. Los paisajes resultan conocidos porque los has visto en innumerables series y películas. Al menos, eso es lo que dicen muchas personas al regresar de un viaje allí. Yo nunca he estado en Nueva York. Sin embargo, soy consciente de tener en mi cabeza un enorme archivo audiovisual que convierte en cercana a una ciudad que se encuentra al otro lado de un océano. No es el único caso. Los Ángeles, Las Vegas o la Toscana constituyen tropos visuales a los que podemos recurrir con facilidad, hayamos estado allí o no.

El fenómeno no ha decrecido en los últimos tiempos, todo lo contrario. Netflix está fomentando una especie de museística espacial al lanzar infinitas series sostenidas narrativamente sobre la laudatio de un ciudad (y, por extensión, de una cultura), con todo lo que tiene de simplificador este proceso, convirtiéndose en panfletos turísticos. Podéis pensar, por ejemplo, en Emily en París (que, por cierto, la próxima temporada será Emily en Roma).

Estos espacios naturalizados audiovisualmente configuran nuestro imaginario, se convierten en representativos, condicionan nuestra mirada y nuestro deseo, afectan a nuestra autopercepción… En definitiva, moldean nuestra forma de sentir y de entender el mundo. Además, la construcción de nuestro universo simbólico a partir de determinados lugares implica necesariamente la exclusión de otros, con todos los peligros que eso supone. Es difícil pensar sobre aquello que está extirpado de nuestro horizonte estético.

No estoy diciendo nada que no intuyamos, pero en ocasiones la vida se encarga de ponernos delante las evidencias más incontestables.

Hace unas semanas el director de cine Vicent Monsonís me invitó al preestreno de su última obra, La invasió dels bàrbars, basada en la pieza teatral homónima de Chema Cardeña.

La película es una emocionante reivindicación de nuestra memoria histórica: las esvásticas enarboladas en el pasado dentro del Ateneo de Valencia ponen los pelos de punta y el alcalde actual de una pequeña población al que no le hace ninguna gracia que excaven dentro de su término municipal nos resulta tremendamente familiar. No miento si os digo que el largometraje se ve con el estómago encogido y los ojos húmedos.

Sin embargo, para mí conllevó también una alegría casi infantil y un enorme desconcierto cuando, en una de las primeras secuencias, descubrí que el ayuntamiento de ese pueblo sin nombre en la ficción estaba en la realidad ubicado en la Plaza mayor de Nules (Castelló de la Plana). Me giré hacia mi pareja con toda la sorpresa del mundo en los ojos y le pregunté si eso era lo que yo creía que era. Nunca hubiera imaginado que la iglesia en la que se casaron mis padres pudiera formar parte de la escenografía de una película. Aquello no era una crónica o un reportaje local, se trataba de una gran ficción, de un producto artístico. Me pasé las dos horas siguientes rastreando espacios conocidos. Pero el verdadero quiebre vino cuando ya no lo esperaba. En un momento dado, el alcalde aparece dentro de un almacén de naranja del que es dueño. Se ven las mujeres triando y siento una punzada. Me fijo en el delantal que llevan puesto y aguanto la respiración. Distingo el logo de la empresa medio emborronado al fondo y me doy cuenta de que estoy llorando. La escena está grabada en el almacén en el que mi madre se jubiló.

Todavía sentada en la butaca, sentí una pena enorme porque me resultaba más normal ver la isla de Manhattan en una pantalla grande que los espacios en los que trabajamos y nos dejamos la vida. ¿Cómo vamos a reflexionar sobre el mundo en que vivimos si nuestros lugares no forman parte del arte y del ocio que consumimos?

El próximo otoño, si tenéis oportunidad, id a ver esta película a los cines. Por mil motivos, pero también porque representar en el arte los espacios obreros resulta crucial para poder pensar sobre nuestras vidas.

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