En el año 27 a. C., Roma salía de su cuarta guerra civil y comenzaba un periodo de estabilidad, la llamada Pax Romana, que coincidiría con su periodo de mayor expansión. En ese contexto, el emperador Augusto se propuso difundir la grandeza del imperio y la ascendencia divina de sus líderes, lo que hoy llamaríamos instaurar un relato. Para ello, necesitaba una epopeya nacional, una obra que quedase no solo en la memoria de los pueblos dispares que componían una Roma que se extendería desde Lusitania a Siria, sino que perdurase durante siglos. Por esa razón, el emperador encargó a Virgilio un poema épico que, según otro poeta contemporáneo, Propercio, estaba llamado a ser “algo mayor que la Iliada”. Así, de un encargo, nació la Eneida, una de las grandes obras de la literatura de todos los tiempos y que, por lo tanto, cumplió los deseos de Augusto. El nexo clave para que el emperador llegase a Virgilio fue uno de sus consejeros, un noble de origen etrusco que actuó como impulsor de las artes y benefactor de muchos de los poetas de la época, Cayo Mecenas.
Aquel noble amigo de poetas daría nombre a una figura que ha ido transformándose con los siglos, pero cuya esencia ha permanecido inmutable: el mecenas, aquel que protege e impulsa las artes brindando su apoyo económico o su influencia en la sociedad. Una labor que a lo largo de la historia desempeñarían primero reyes y nobles, después las organizaciones religiosas y, más tarde, los grandes empresarios y compañías, añadiendo a la ecuación la obra social. Una línea invisible que une varias de las grandes obras maestras del arte, de la Capilla Sixtina a Las Meninas, que posiblemente no hubieran existido sin contar con un benefactor en la sombra.
Ese modelo tuvo en la Florencia renacentista su máximo esplendor. En una ciudad en la que, según las crónicas de la época, en 1472 llegó a tener más talladores de madera que carniceros, familias como los Medici elevaron la figura del mecenas a nuevas cotas. El fundador de la dinastía, Cosimo di Giovanni de Medici, utilizó su fortuna forjada en la banca para financiar obras como la cúpula de Santa María del Fiore, de Brunelleschi, o el David, de Donatello, que al mismo tiempo le abrieron las puertas de la influencia en la ciudad y el reconocimiento de la Iglesia. Lorenzo de Médici, su nieto, sería el principal benefactor de Miguel Ángel y otros artistas, y ejerció su poder también a través de las obras que financiaba: tras sufrir un intento de asesinato de los Pazzi, una familia rival, colgó a sus adversarios de las ventanas del Palazzo della Signoria y encargó sus retratos a Botticelli, para que la ciudad no lo olvidara.
El mecenazgo moderno
En 1911, el Tribunal Supremo de EE UU ordenó la disolución de Standard Oil, la compañía que había llegado a controlar la producción del 90% del petróleo generado en el país, tras considerar que incurría en prácticas de monopolio. Esa decisión provocó que su fundador y principal accionista, John D. Rockefeller, inaugurase una nueva etapa en su vida. Tras cuatro décadas amasando una ingente fortuna, centró los siguiente años de su vida en la labor filantrópica. Sus donaciones, en un primer momento dedicadas a la iglesia baptista, se multiplicaron y canalizaron hacia causas médicas y educativas, aplicando las prácticas del movimiento de eficiencia que había ensayado en su labor empresarial para reducir el despilfarro y maximizar las inversiones. Para ello creó una figura, la subvención condicional, que requería que la institución que la recibía llegase al mayor número de personas posible. Se sabe que, cada día, revisaba las peticiones que le llegaban junto a su familia, en la mesa del desayuno, en las que primaba esa máxima. Según escribió su asesor Frederick Gates en sus memorias, “Rockefeller rechazaba proyectos que no tuvieran un plan claro. Decía: ‘Prefiero gastar un millón en prevenir enfermedades que diez mil en curarlas’”.
El caso de Rockefeller es el ejemplo de un cambio de paradigma en el mecenazgo que comenzó primero en la Ilustración y luego en la revolución industrial. Mientras que la realeza y la nobleza irían perdiendo protagonismo de manera paulatina, un nuevo modelo se iba imponiendo, asociado al mundo empresarial. Otro cambio fundamental llegó en la manera en la que se apoyaba a las causas elegidas: si en la antigüedad las obras financiadas tenían un objetivo directamente relacionado con su benefactor, como realzar su figura pública o destacar su relación con la religión, el mecenas moderno deja mucha más libertad al beneficiario.
Un ejemplo paradigmático de esa nueva forma de mecenazgo lo encontramos con Peggy Guggenheim. Tras heredar 450.000 dólares de la época tras la muerte de su padre, el magnate de la minería Benjamin Guggenheim –que fue uno de los viajeros que perdió la vida en el Titanic–, decidió usar su fortuna para apoyar el arte de vanguardia. Por consejo de Marcel Duchamp viajó por Europa a finales de la década de 1930 comprando una obra al día. Una trayectoria similar a la de su tío, Solomon R. Guggenheim y fundador del museo neoyorquino que lleva su apellido, a quien sin embargo Peggy miraba con desdén: “El arte no necesita templos grandiosos. Necesita ojos que lo miren y corazones que lo entiendan”, escribió en su autobiografía, Confesiones de una adicta al arte. Su colección incluiría años más tarde obras de Picasso, Mondrian, Kandisnki o Brancusi, y llegó a ofrecerle un contrato de exclusividad a Jackson Pollock para que dejase su trabajo de carpintero y se dedicase por completo a la pintura. También se convirtió en el paradigma de mecenas extravagante que fundía su vida con su propósito, resumido en una de sus máximas más célebres: “Yo no soy una coleccionista, yo soy un museo”.
Los Rothschild y su huella
Como los Guggenheim, otra saga familiar convirtió su apellido en sinónimo de mecenas en el siglo XX. Con una fortuna forjada en la banca, los Rothschild ya habían financiado a Gran Bretaña en su guerra contra la Francia de Napoleón cuando Edmond de Rothschild instauró la tradición filantrópica de la familia, a base de donativos a diversas entidades científicas, educativas y culturales, además de ayudar a financiar la primera ola de inmigración judía que acabaría convirtiéndose en el estado de Israel. Las ramificaciones posteriores de la saga llegan hasta nuestros días, e incluyen casos tan particulares como el de Pannonica de Koenigswarter, Rothschild de apellido de soltera, que se convirtió en protectora y amiga personal de grandes músicos de jazz como Thelonious Monk o Charlie Parker a mediados del siglo pasado.
Otros casos de mecenas posteriores han sido quizá menos publicitados, pero no por ello menos importantes. Un ejemplo es el de Delfina Entrecanales, hija del empresario español José Entrecanales, cuya familia se trasladó a Gran Bretaña al comenzar la Guerra Civil española. Tras entablar amistad con músicos y artistas, en la década de 1980 abrió un estudio en una antigua fábrica de pantalones vaqueros de Londres para exponer la obra de artistas emergentes. Entrecanales, que se definía como una “coleccionista de artistas, no de arte”, crearía más tarde la Delfina Foundation, organización de apoyo a las artes visuales, labor por la que recibió la Orden del Imperio Británico.
En la Florencia renacentista, familias como los Medici elevaron la figura del mecenas a nuevas cotas, financiando obras que combinaban arte, poder e influencia
Las grandes fundaciones
Ese nuevo modelo de mecenas, todavía asociado a un benefactor privado que elige en qué causas invertir, ha ido dando paso a un sistema más profesionalizado, en el que entran en juego distintas organizaciones y sistemas de gestión.
James M. Bradburne, gestor cultural que ha pasado por instituciones de varios países, como la Fundación Palazzo Strozzi de Florencia o la Pinacoteca de Brera, en Milán, aclara sus diferencias. “En Estados Unidos, las fundaciones suelen ser organizaciones benéficas a las que se les otorgan fondos. La fundación se crea con un capital determinado, que luego aumenta, y los intereses de ese capital financian gran parte de los costes del programa de la propia fundación”, detalla. “El modelo estadounidense tiene una gran virtud: tiende a ser sostenible, incluso cuando el mercado es variable. Si el mercado cae drásticamente, esto puede reducir sus costes operativos, pero la fundación puede sobrevivir porque ha invertido capital. Pensemos, por ejemplo, en la dotación de la Universidad de Harvard o en la dotación del Metropolitan de Nueva York como fundaciones privadas sostenibles. Luego están las fundaciones públicas, creadas por los gobiernos. En 1993, muchos museos europeos se convirtieron en fundaciones públicas, lo que significa que ahora tienen la estructura de gobierno de una fundación. Están al margen del control político directo, pero siguen estando financiados mayoritariamente por el propio Estado. Y luego existe un modelo de fundaciones público-privadas, pero en lugar de basarse en dotaciones, su estructura financiera se basa principalmente en una perspectiva de tres, cinco o un año. Por lo tanto, obtienen parte de sus fondos operativos del Estado, de patrocinadores o de los ingresos por venta de entradas. Por tanto, son muy vulnerables a las recesiones económicas y al cambio político”.
Como gestor de instituciones culturales con cuatro décadas de experiencia, Bradburne apuesta por una financiación mixta como clave para el éxito. “Lo más valioso que tienes como director es la autonomía”, asegura. “Por eso no quieres estar financiado al 100% por ninguna fuente pública o privada. No quieres ser un museo empresarial, por así decirlo, porque si el mercado se hunde, eres vulnerable. No quieres ser un museo público porque puedes estar sujeto a presiones políticas para tomar ciertas decisiones. Fíjate en lo que está sucediendo ahora en Estados Unidos con los museos gubernamentales, a los que se les pide que reduzcan las iniciativas de diversidad”, detalla. “Después de 40 años de experiencia, he aprendido que el precio que hay que pagar por la innovación, la toma de riesgos y el cambio es ser extremadamente bueno con los números, extremadamente cuidadoso, y proteger tu autonomía”.
Rockefeller siempre rechazaba proyectos que no tuvieran un plan claro. Prefería gastar un millón de dólares en prevenir enfermedades que diez mil en curarlas
Tiempos de incertidumbre
Esa posible dependencia es un peligro que señala también Javier Iturralde de Bracamonte, gestor cultural, investigador y docente con experiencia en proyectos de distintas instituciones públicas y privadas en varios países. “Museos medianos y pequeños en Estados Unidos probablemente van a cerrar en los próximos meses porque les están recortando todo tipo de financiación pública, al mismo tiempo que la financiación privada no quiere posicionarse dentro de todo este entramado político complejísimo y extraño que se está dando en Estados Unidos”, señala. “Es una derivada que habrá que analizarla desde el punto de vista de la financiación en Estados Unidos, porque va a tener unas consecuencias muy importantes en la cultura”.
Frente a tiempos de incertidumbre, Iturralde de Bracamonte también apunta a nuevas vías en las que el mecenazgo se abre a otros públicos y posibilidades, como el micromecenazgo. “Hay un proyecto muy bonito en la Tate Gallery de Londres que se llama Tate Collective, un programa de amigos para chicos y chicas entre 13 y 17 años”, explica. “Los miembros tienen muchas ventajas, no solamente entrar gratis a ver las exposiciones, sino descuentos en la tienda y actividades. Lo que me parece interesante es, por un lado, el empoderamiento que le dan a todos estos jóvenes, que les permite no solo contribuir económicamente con una institución de referencia, sino que además pueden ser partícipes en su propia programación. Tiene que haber un cierto empoderamiento por parte del mecenas, que se sienta que es partícipe de algo, que es trascendental para su comunidad”.
Más de dos milenios después de la escritura de la Eneida, las maneras se transforman y las posibilidades se multiplican, pero la finalidad del mecenazgo se mantiene.
Desde los versos de Virgilio financiados por Augusto hasta los jóvenes que hoy apoyan a los museos con pequeñas cuotas, el mecenazgo ha sido el motor invisible de muchas de las grandes obras de la humanidad.
En el año 27 a. C., Roma salía de su cuarta guerra civil y comenzaba un periodo de estabilidad, la llamada Pax Romana, que coincidiría con su periodo de mayor expansión. En ese contexto, el emperador Augusto se propuso difundir la grandeza del imperio y la ascendencia divina de sus líderes, lo que hoy llamaríamos instaurar un relato. Para ello, necesitaba una epopeya nacional, una obra que quedase no solo en la memoria de los pueblos dispares que componían una Roma que se extendería desde Lusitania a Siria, sino que perdurase durante siglos. Por esa razón, el emperador encargó a Virgilio un poema épico que, según otro poeta contemporáneo, Propercio, estaba llamado a ser “algo mayor que la Iliada”. Así, de un encargo, nació la Eneida, una de las grandes obras de la literatura de todos los tiempos y que, por lo tanto, cumplió los deseos de Augusto. El nexo clave para que el emperador llegase a Virgilio fue uno de sus consejeros, un noble de origen etrusco que actuó como impulsor de las artes y benefactor de muchos de los poetas de la época, Cayo Mecenas.

Aquel noble amigo de poetas daría nombre a una figura que ha ido transformándose con los siglos, pero cuya esencia ha permanecido inmutable: el mecenas, aquel que protege e impulsa las artes brindando su apoyo económico o su influencia en la sociedad. Una labor que a lo largo de la historia desempeñarían primero reyes y nobles, después las organizaciones religiosas y, más tarde, los grandes empresarios y compañías, añadiendo a la ecuación la obra social. Una línea invisible que une varias de las grandes obras maestras del arte, de la Capilla Sixtina a Las Meninas, que posiblemente no hubieran existido sin contar con un benefactor en la sombra.
Ese modelo tuvo en la Florencia renacentista su máximo esplendor. En una ciudad en la que, según las crónicas de la época, en 1472 llegó a tener más talladores de madera que carniceros, familias como los Medici elevaron la figura del mecenas a nuevas cotas. El fundador de la dinastía, Cosimo di Giovanni de Medici, utilizó su fortuna forjada en la banca para financiar obras como la cúpula de Santa María del Fiore, de Brunelleschi, o el David, de Donatello, que al mismo tiempo le abrieron las puertas de la influencia en la ciudad y el reconocimiento de la Iglesia. Lorenzo de Médici, su nieto, sería el principal benefactor de Miguel Ángel y otros artistas, y ejerció su poder también a través de las obras que financiaba: tras sufrir un intento de asesinato de los Pazzi, una familia rival, colgó a sus adversarios de las ventanas del Palazzo della Signoria y encargó sus retratos a Botticelli, para que la ciudad no lo olvidara.

El mecenazgo moderno
En 1911, el Tribunal Supremo de EE UU ordenó la disolución de Standard Oil, la compañía que había llegado a controlar la producción del 90% del petróleo generado en el país, tras considerar que incurría en prácticas de monopolio. Esa decisión provocó que su fundador y principal accionista, John D. Rockefeller, inaugurase una nueva etapa en su vida. Tras cuatro décadas amasando una ingente fortuna, centró los siguiente años de su vida en la labor filantrópica. Sus donaciones, en un primer momento dedicadas a la iglesia baptista, se multiplicaron y canalizaron hacia causas médicas y educativas, aplicando las prácticas del movimiento de eficiencia que había ensayado en su labor empresarial para reducir el despilfarro y maximizar las inversiones. Para ello creó una figura, la subvención condicional, que requería que la institución que la recibía llegase al mayor número de personas posible. Se sabe que, cada día, revisaba las peticiones que le llegaban junto a su familia, en la mesa del desayuno, en las que primaba esa máxima. Según escribió su asesor Frederick Gates en sus memorias, “Rockefeller rechazaba proyectos que no tuvieran un plan claro. Decía: ‘Prefiero gastar un millón en prevenir enfermedades que diez mil en curarlas’”.
El caso de Rockefeller es el ejemplo de un cambio de paradigma en el mecenazgo que comenzó primero en la Ilustración y luego en la revolución industrial. Mientras que la realeza y la nobleza irían perdiendo protagonismo de manera paulatina, un nuevo modelo se iba imponiendo, asociado al mundo empresarial. Otro cambio fundamental llegó en la manera en la que se apoyaba a las causas elegidas: si en la antigüedad las obras financiadas tenían un objetivo directamente relacionado con su benefactor, como realzar su figura pública o destacar su relación con la religión, el mecenas moderno deja mucha más libertad al beneficiario.

Un ejemplo paradigmático de esa nueva forma de mecenazgo lo encontramos con Peggy Guggenheim. Tras heredar 450.000 dólares de la época tras la muerte de su padre, el magnate de la minería Benjamin Guggenheim –que fue uno de los viajeros que perdió la vida en el Titanic–, decidió usar su fortuna para apoyar el arte de vanguardia. Por consejo de Marcel Duchamp viajó por Europa a finales de la década de 1930 comprando una obra al día. Una trayectoria similar a la de su tío, Solomon R. Guggenheim y fundador del museo neoyorquino que lleva su apellido, a quien sin embargo Peggy miraba con desdén: “El arte no necesita templos grandiosos. Necesita ojos que lo miren y corazones que lo entiendan”, escribió en su autobiografía, Confesiones de una adicta al arte. Su colección incluiría años más tarde obras de Picasso, Mondrian, Kandisnki o Brancusi, y llegó a ofrecerle un contrato de exclusividad a Jackson Pollock para que dejase su trabajo de carpintero y se dedicase por completo a la pintura. También se convirtió en el paradigma de mecenas extravagante que fundía su vida con su propósito, resumido en una de sus máximas más célebres: “Yo no soy una coleccionista, yo soy un museo”.
Los Rothschild y su huella
Como los Guggenheim, otra saga familiar convirtió su apellido en sinónimo de mecenas en el siglo XX. Con una fortuna forjada en la banca, los Rothschild ya habían financiado a Gran Bretaña en su guerra contra la Francia de Napoleón cuando Edmond de Rothschild instauró la tradición filantrópica de la familia, a base de donativos a diversas entidades científicas, educativas y culturales, además de ayudar a financiar la primera ola de inmigración judía que acabaría convirtiéndose en el estado de Israel. Las ramificaciones posteriores de la saga llegan hasta nuestros días, e incluyen casos tan particulares como el de Pannonica de Koenigswarter, Rothschild de apellido de soltera, que se convirtió en protectora y amiga personal de grandes músicos de jazz como Thelonious Monk o Charlie Parker a mediados del siglo pasado.
Otros casos de mecenas posteriores han sido quizá menos publicitados, pero no por ello menos importantes. Un ejemplo es el de Delfina Entrecanales, hija del empresario español José Entrecanales, cuya familia se trasladó a Gran Bretaña al comenzar la Guerra Civil española. Tras entablar amistad con músicos y artistas, en la década de 1980 abrió un estudio en una antigua fábrica de pantalones vaqueros de Londres para exponer la obra de artistas emergentes. Entrecanales, que se definía como una “coleccionista de artistas, no de arte”, crearía más tarde la Delfina Foundation, organización de apoyo a las artes visuales, labor por la que recibió la Orden del Imperio Británico.
En la Florencia renacentista, familias como los Medici elevaron la figura del mecenas a nuevas cotas, financiando obras que combinaban arte, poder e influencia
Las grandes fundaciones
Ese nuevo modelo de mecenas, todavía asociado a un benefactor privado que elige en qué causas invertir, ha ido dando paso a un sistema más profesionalizado, en el que entran en juego distintas organizaciones y sistemas de gestión.
James M. Bradburne, gestor cultural que ha pasado por instituciones de varios países, como la Fundación Palazzo Strozzi de Florencia o la Pinacoteca de Brera, en Milán, aclara sus diferencias. “En Estados Unidos, las fundaciones suelen ser organizaciones benéficas a las que se les otorgan fondos. La fundación se crea con un capital determinado, que luego aumenta, y los intereses de ese capital financian gran parte de los costes del programa de la propia fundación”, detalla. “El modelo estadounidense tiene una gran virtud: tiende a ser sostenible, incluso cuando el mercado es variable. Si el mercado cae drásticamente, esto puede reducir sus costes operativos, pero la fundación puede sobrevivir porque ha invertido capital. Pensemos, por ejemplo, en la dotación de la Universidad de Harvard o en la dotación del Metropolitan de Nueva York como fundaciones privadas sostenibles. Luego están las fundaciones públicas, creadas por los gobiernos. En 1993, muchos museos europeos se convirtieron en fundaciones públicas, lo que significa que ahora tienen la estructura de gobierno de una fundación. Están al margen del control político directo, pero siguen estando financiados mayoritariamente por el propio Estado. Y luego existe un modelo de fundaciones público-privadas, pero en lugar de basarse en dotaciones, su estructura financiera se basa principalmente en una perspectiva de tres, cinco o un año. Por lo tanto, obtienen parte de sus fondos operativos del Estado, de patrocinadores o de los ingresos por venta de entradas. Por tanto, son muy vulnerables a las recesiones económicas y al cambio político”.
Como gestor de instituciones culturales con cuatro décadas de experiencia, Bradburne apuesta por una financiación mixta como clave para el éxito. “Lo más valioso que tienes como director es la autonomía”, asegura. “Por eso no quieres estar financiado al 100% por ninguna fuente pública o privada. No quieres ser un museo empresarial, por así decirlo, porque si el mercado se hunde, eres vulnerable. No quieres ser un museo público porque puedes estar sujeto a presiones políticas para tomar ciertas decisiones. Fíjate en lo que está sucediendo ahora en Estados Unidos con los museos gubernamentales, a los que se les pide que reduzcan las iniciativas de diversidad”, detalla. “Después de 40 años de experiencia, he aprendido que el precio que hay que pagar por la innovación, la toma de riesgos y el cambio es ser extremadamente bueno con los números, extremadamente cuidadoso, y proteger tu autonomía”.
Rockefeller siempre rechazaba proyectos que no tuvieran un plan claro. Prefería gastar un millón de dólares en prevenir enfermedades que diez mil en curarlas
Tiempos de incertidumbre
Esa posible dependencia es un peligro que señala también Javier Iturralde de Bracamonte, gestor cultural, investigador y docente con experiencia en proyectos de distintas instituciones públicas y privadas en varios países. “Museos medianos y pequeños en Estados Unidos probablemente van a cerrar en los próximos meses porque les están recortando todo tipo de financiación pública, al mismo tiempo que la financiación privada no quiere posicionarse dentro de todo este entramado político complejísimo y extraño que se está dando en Estados Unidos”, señala. “Es una derivada que habrá que analizarla desde el punto de vista de la financiación en Estados Unidos, porque va a tener unas consecuencias muy importantes en la cultura”.
Frente a tiempos de incertidumbre, Iturralde de Bracamonte también apunta a nuevas vías en las que el mecenazgo se abre a otros públicos y posibilidades, como el micromecenazgo. “Hay un proyecto muy bonito en la Tate Gallery de Londres que se llama Tate Collective, un programa de amigos para chicos y chicas entre 13 y 17 años”, explica. “Los miembros tienen muchas ventajas, no solamente entrar gratis a ver las exposiciones, sino descuentos en la tienda y actividades. Lo que me parece interesante es, por un lado, el empoderamiento que le dan a todos estos jóvenes, que les permite no solo contribuir económicamente con una institución de referencia, sino que además pueden ser partícipes en su propia programación. Tiene que haber un cierto empoderamiento por parte del mecenas, que se sienta que es partícipe de algo, que es trascendental para su comunidad”.

Más de dos milenios después de la escritura de la Eneida, las maneras se transforman y las posibilidades se multiplican, pero la finalidad del mecenazgo se mantiene.
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