Cómo salté bochornosamente una verja después de ver ‘Sirat’

<p>Mientras los títulos de crédito de <i>Sirat </i>todavía recorrían la pantalla, salí del pase de prensa en el que se proyectaba la película de Oliver Laxe. Iba tan descolocado por lo que acababa de ver que me equivoqué de salida y atravesé las puertas por las que normalmente abandono ese cine cuando soy un espectador más que paga su entrada. Son puertas de emergencia y conforme se cerraban a mis espaldas, <strong>no podía volver atrás</strong>. Y entonces me topé con una reja. Al no ser todavía horario comercial (los pases de prensa suelen ser por la mañana) la verja estaba cerrada por seguridad. Y yo estaba atrapado entre ella y la última de las puertas, bloqueada detrás de mí. Tenía aire y espacio suficiente, pero no ganas de quedarme ahí un par de horas, como si fuese un animal exótico en un zoo antiguo. Y menos aún con el cuerpo revuelto por Sirat, con el tecno todavía retumbando en mi estómago y el inclemente sol del desierto marroquí machacándome.</p>

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 Iba tan descolocado por la película de Óliver Laxe que que me equivoqué de salida y acabé encerrado. Empezaba el día de la angustia.  

Mientras los títulos de crédito de Sirat todavía recorrían la pantalla, salí del pase de prensa en el que se proyectaba la película de Oliver Laxe. Iba tan descolocado por lo que acababa de ver que me equivoqué de salida y atravesé las puertas por las que normalmente abandono ese cine cuando soy un espectador más que paga su entrada. Son puertas de emergencia y conforme se cerraban a mis espaldas, no podía volver atrás. Y entonces me topé con una reja. Al no ser todavía horario comercial (los pases de prensa suelen ser por la mañana) la verja estaba cerrada por seguridad. Y yo estaba atrapado entre ella y la última de las puertas, bloqueada detrás de mí. Tenía aire y espacio suficiente, pero no ganas de quedarme ahí un par de horas, como si fuese un animal exótico en un zoo antiguo. Y menos aún con el cuerpo revuelto por Sirat, con el tecno todavía retumbando en mi estómago y el inclemente sol del desierto marroquí machacándome.

Salté la reja. Esta tenía suficiente espacio libre en su parte superior como para que mi cuerpo (que no es precisamente pequeño) pasase. Si aquello resistía mi peso, podía hacerse. Solo tuve que trepar un poco, asegurarme de que ni mi ropa ni mi bolsa se enganchasen en algún hierro y jugármela un poco en el momento del salto final. Mis rodillas son débiles y además odio saltar. Y bastante tenía ya con mi aspecto de colgado (sombrerito de ala estrecha, gafas de pasta ancha) como para encima desgraciarme. Todo el proceso, desde el encuentro con la reja (¡mierda!) a la liberación final (¡chúpate esa, Tom Cruise!) no duró más de 10 minutos. Se me hicieron eternos.

Y además me jodieron el día. El esfuerzo físico, no excesivo pero sí insólito e innecesario, se sumó a la tensión provocada por una película que se te mete dentro y te enfrenta con elegante crueldad a incertidumbres desagradables. Que justo después de verla mi vida cambiase de género cinematográfico, de la road movie abismal a la comedía física bochornosa, tuvo un resultado imprevisto: esa misma tarde, mi profesora de yoga (ya les dije que soy un cliché andante) no pudo evitar acercarse a mí en clase y decirme: «Estás tensísimo y sudando mucho, ¿te pasa algo?». No era ni el momento ni el lugar para decirle que sí, pero que no sabía si mi tensión la había provocado una situación tan claustrofóbica como patética o una película que es justo lo contrario: agorafobia y grandeza. Tampoco sé si me ha gustado Sirat. Placer, desde luego, no me ha dado. Pero no me la puedo quitar de la cabeza. Hacía mucho que una película no me afectaba como una droga sintética y perfecta, una que hace su efecto aunque tú no pongas nada de tu parte.

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