‘A la deriva’: Jia Zhangke filma otra joya melancólica sobre la China que se desvanece

“Ni siquiera un incendio puede con todo el pasto. La brisa de la primavera lo hará crecer de nuevo”. El proverbio que puntea los tres segmentos de A la deriva, última obra del director chino Jia Zhangke, no es solo una cita lírica: es un resumen político, una declaración de principios fílmica y una forma de consuelo. Porque en su cine nada desaparece del todo, ni siquiera lo que las aguas han sepultado.

En la que fue su séptima presencia en la sección Competición del festival de Cannes (en la edición de 2024), el reputado cineasta reincide con una estructura ya conocida pero nunca agotada: la de la historia íntima como resonancia coral. Tres momentos históricos, tres geografías (Datong, Fengjie, Zhanhai) y una misma sensación: la de un país que ha entrado en el siglo XXI con una mezcla de vértigo, reconstrucción, corrupción y derrota moral. Y lo hace a través de una historia mínima, una relación sentimental apenas esbozada, pero trazada con la hondura que solo los estilistas son capaces de infundir a lo leve.

La película, filmada a lo largo de 20 años con los mismos intérpretes, con una pequeña parte de sus imágenes perteneciente a trabajos anteriores, y conformada narrativamente en la fase de montaje, está dividida en tres parcelas. La primera, ambientada en Datong, en el norte de China, en 2001, en tiempos del mandato como líder supremo de Jiang Zemin, y en torno a la entrada del país en la Organización Mundial del Comercio y a la elección de Pekín como sede de los Juegos Olímpicos. La segunda, en Fengjie, en 2006, a unos kilómetros de la presa de las Tres Gargantas, la planta hidroeléctrica más grande del mundo, que sepultó bajo sus aguas a 19 ciudades y a más de 300 pueblos. Y la tercera, en Zhanhai, en 2022, con el Mundial de fútbol de Qatar al fondo y, mucho más importante, una China poscovid de mascarillas y devastación. A la deriva articula así una cartografía emocional en paralelo a la geopolítica, mientras sus personajes —apenas siluetas a veces, a menudo fantasmas de sí mismos— buscan un anclaje, una forma de estar en una tierra donde el suelo siempre parece moverse.

Zhao Tao, en 'A la deriva', de Jia Zhangke.

Como ya sucedía en La ceniza es el blanco más puro y en Naturaleza muerta, aquí el paisaje vuelve a ser diagnóstico: un cuerpo vivo, erosionado, devastado, pero de una extraña belleza. Las minas, los ríos contaminados, los clubes decadentes, los karaokes tristes y los solares comidos por el musgo de la espera hablan tanto o más que los escasos diálogos. Jia lo sabe y por eso filma y narra sin prisas, con texturas que mutan del vídeo digital al celuloide impoluto, formatos que se expanden y se contraen como si la pantalla misma respirase al ritmo de sus protagonistas.

Y si en sus anteriores películas el cineasta se servía de la elipsis como arma de depuración narrativa, aquí roza la abstracción. Hay momentos en que la línea entre la ficción y el documental se difumina. Y secuencias en las que la música —extraída de karaokes populares o fiestas electrónicas— se convierte en confesión, en manifiesto emocional. De hecho, el estribillo de una de las canciones, ese “a la deriva”, ejerce de título y resume su doble condición: crónica afectiva y tratado político.

No es un trabajo amable. Como casi toda su filmografía desde Platform, Placeres desconocidos y El mundo (títulos que algunos cinéfilos españoles empezamos a descubrir, a principios de este siglo, a través del antiguo canal Cinematk, pues ni siquiera habían llegado a las salas), A la deriva exige un férreo compromiso del espectador. Paciencia, arrojo e interés. Si se entra en su tempo y en su mundo, la recompensa es inmensa. Si no, la película puede volverse una losa, un deambular sin ancla. A la deriva es una reflexión desolada y hermosa sobre lo que queda cuando todo cambia. Porque, como dice el proverbio, a pesar del incendio —o precisamente por él—, algo volverá a brotar. Aunque sea en mitad del lodo.

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 El reputado cineasta reincide con una estructura ya conocida pero nunca agotada: tres momentos históricos en tres geografías rodados durante 20 años  

“Ni siquiera un incendio puede con todo el pasto. La brisa de la primavera lo hará crecer de nuevo”. El proverbio que puntea los tres segmentos de A la deriva, última obra del director chino Jia Zhangke, no es solo una cita lírica: es un resumen político, una declaración de principios fílmica y una forma de consuelo. Porque en su cine nada desaparece del todo, ni siquiera lo que las aguas han sepultado.

En la que fue su séptima presencia en la sección Competición del festival de Cannes (en la edición de 2024), el reputado cineasta reincide con una estructura ya conocida pero nunca agotada: la de la historia íntima como resonancia coral. Tres momentos históricos, tres geografías (Datong, Fengjie, Zhanhai) y una misma sensación: la de un país que ha entrado en el siglo XXI con una mezcla de vértigo, reconstrucción, corrupción y derrota moral. Y lo hace a través de una historia mínima, una relación sentimental apenas esbozada, pero trazada con la hondura que solo los estilistas son capaces de infundir a lo leve.

La película, filmada a lo largo de 20 años con los mismos intérpretes, con una pequeña parte de sus imágenes perteneciente a trabajos anteriores, y conformada narrativamente en la fase de montaje, está dividida en tres parcelas. La primera, ambientada en Datong, en el norte de China, en 2001, en tiempos del mandato como líder supremo de Jiang Zemin, y en torno a la entrada del país en la Organización Mundial del Comercio y a la elección de Pekín como sede de los Juegos Olímpicos. La segunda, en Fengjie, en 2006, a unos kilómetros de la presa de las Tres Gargantas, la planta hidroeléctrica más grande del mundo, que sepultó bajo sus aguas a 19 ciudades y a más de 300 pueblos. Y la tercera, en Zhanhai, en 2022, con el Mundial de fútbol de Qatar al fondo y, mucho más importante, una China poscovid de mascarillas y devastación. A la deriva articula así una cartografía emocional en paralelo a la geopolítica, mientras sus personajes —apenas siluetas a veces, a menudo fantasmas de sí mismos— buscan un anclaje, una forma de estar en una tierra donde el suelo siempre parece moverse.

Zhao Tao, en 'A la deriva', de Jia Zhangke.

Como ya sucedía en La ceniza es el blanco más puro y en Naturaleza muerta, aquí el paisaje vuelve a ser diagnóstico: un cuerpo vivo, erosionado, devastado, pero de una extraña belleza. Las minas, los ríos contaminados, los clubes decadentes, los karaokes tristes y los solares comidos por el musgo de la espera hablan tanto o más que los escasos diálogos. Jia lo sabe y por eso filma y narra sin prisas, con texturas que mutan del vídeo digital al celuloide impoluto, formatos que se expanden y se contraen como si la pantalla misma respirase al ritmo de sus protagonistas.

Y si en sus anteriores películas el cineasta se servía de la elipsis como arma de depuración narrativa, aquí roza la abstracción. Hay momentos en que la línea entre la ficción y el documental se difumina. Y secuencias en las que la música —extraída de karaokes populares o fiestas electrónicas— se convierte en confesión, en manifiesto emocional. De hecho, el estribillo de una de las canciones, ese “a la deriva”, ejerce de título y resume su doble condición: crónica afectiva y tratado político.

No es un trabajo amable. Como casi toda su filmografía desde Platform, Placeres desconocidos y El mundo (títulos que algunos cinéfilos españoles empezamos a descubrir, a principios de este siglo, a través del antiguo canal Cinematk, pues ni siquiera habían llegado a las salas), A la deriva exige un férreo compromiso del espectador. Paciencia, arrojo e interés. Si se entra en su tempo y en su mundo, la recompensa es inmensa. Si no, la película puede volverse una losa, un deambular sin ancla. A la deriva es una reflexión desolada y hermosa sobre lo que queda cuando todo cambia. Porque, como dice el proverbio, a pesar del incendio —o precisamente por él—, algo volverá a brotar. Aunque sea en mitad del lodo.

A la deriva

Dirección: Jia Zhangke.

Intérpretes: Zhao Tao, Li Zhubin, Jianlin Pan, Lan Zhou. 

Género: drama. China, 2024.

Duración: 111 minutos.

Estreno: 27 de junio.

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