“El Tercer Reich comienza a mil metros sobre el nivel del mar”, escribió el escritor y militar nazi Adam Wandruszka, según una cita que recojo del brillante libro de Pablo Batalla, La bandera en la cumbre, en cuya presentación tuve la suerte de participar hace unos días. Batalla se pregunta de cuántas maneras se puede subir una montaña: no con cuántos pies o piolets o cuerdas, sino con qué ideas en la cabeza. Entre los distintos tipos de montañismo de los que se ocupa (el liberal, el conservador, el feminista, el cristiano, el comunista, etcétera), se incluye también -claro- el fascista, que veía en las cimas un desafío a la voluntad y un alojamiento de los dioses, última frontera entre la tierra y el aire, como se anticipa ya en La luz azul, la hipnótica película de 1932 de Leni Riefenstahl. De la montaña a los fascistas les atraía lo mismo que horrorizaba a los primeros sherpas del Himalaya: el sacrilegio, la idea de destronar a los dioses para ocupar su lugar.
¿Qué lugar es ese? Uno que puede ser mirado en la distancia desde el valle y uno desde el que se puede mirar la distancia misma cuando se corona su cima. A cada uno de ellos, diría yo, corresponde una forma distinta de vértigo, malestar del que no se ocupa Batalla, salvo cuando emplea una oportuna metáfora (“proletarios del vértigo”) para referirse a los guías y porteadores ignorados por los facedores de hazañas. El vértigo es una cosa muy rara; no una relación con el vacío sino con la tierra. Los que padecemos realmente de acrofobia sabemos que solo de manera secundaria tiene que ver con el miedo. Es, por el contrario, un deseo. No es —quiero decir— el terror a caer sino la tentación irresistible de tirarse; no el terror al vacío sino el deseo de anularlo (el vacío) con el propio cuerpo; de —literalmente— volver a la tierra, de chocar contra ella, de recuperarla de manera violenta y definitiva. Lo que ocurre, claro, es que ese deseo da miedo. Me recuerdo a mí mismo, hace muchos años, bajando una noche de espaldas al abismo con la cara en la roca y los ojos cerrados, protegido por un guía, mientras le pedía desesperado a mi novia que no me dejase tirarme: cada vez que miraba, en efecto, ese impulso me dominaba por completo. Y me sentía aterrorizado de mi propia ambición.
Eso es el vértigo: el miedo que produce la tentación de dejarse caer. Hay, por tanto, un vértigo hacia arriba, cuando sentimos el deseo de caer hacia el cielo (deseo, en realidad, detenido por el límite de la montaña) del que se han nutrido todas las místicas. Y hay un vértigo hacia abajo, cuando nos embarga el deseo, al contrario, de descender de golpe, sin detenernos en ningún peldaño y en ningún rellano, en caída libre. En los dos casos, para sentir vértigo hay que tener un pie asentado en la tierra. Pero, ¿qué pasa por encima de los 8.000 metros? ¡Cómo! ¿Es que se puede ascender por encima del Himalaya? Sin piernas y sin cuerdas: en avión: sin hacer pie, por así decirlo, en ningún suelo. En su libro, Batalla sí se ocupa de la revolución aérea como fuente de un radical desencantamiento del mundo y cita para ilustrarla una obra de 1928, La vuelta a Europa en avión, en la que su autor, el periodista Manuel Chaves Nogales, ve los Alpes por debajo de su cuerpo y los compara, completamente profanos ya, con “una pella de chantilly”. ¡La cima del Mont Blanc, desde la que se contemplaba el mundo, contemplada ahora, muy abajo, como parte de un mundo desencantado! Este desencantamiento aéreo, añadamos, entraña su propio vértigo o tentación: no ya la de caer hacia arriba, no, ni tampoco la de tirarse de vuelta al mundo: la tentación más bien de destruirlo: la tentación de tirar bombas sobre él para proporcionarle algún “encanto” adventicio (durante la primera guerra del Golfo el piloto estadounidense de un B-52 declaró admirado que bombardear Bagdad era como “adornar un árbol de Navidad”). Este es el punto de vista que podríamos llamar “Google Earth”, en el que casi todos los humanos estamos ya instalados.
En torno a este “desencantamiento” general, creo muy acertada la definición que hace Batalla del fascismo (el de ayer y el de hoy) como una “tentativa de reencantar el mundo a la fuerza”. No solo, diría yo, porque trata de imponer toda una serie de “autenticidades” (la de los sexos, la de las naciones, la de los nombres verdaderos) sino porque reencanta la violencia misma como tentación central y legítima del ser humano: la violencia, por así decirlo, constituye el verdadero “encanto” del mundo. Vemos a muchos dirigentes hoy excitados con la idea de la guerra, hasta hace poco evitada con pudibundos eufemismos; pensemos, por ejemplo, en el reciente discurso ante 800 oficiales del secretario de Defensa de EE UU, Pete Hegseth, y su reivindicación entusiasta del cambio de nombre (ahora Departamento de Guerra) frente al perverso pacifismo woke. Al mismo tiempo, este nuevo y fatídico “encanto” de la violencia, cuyo vértigo comienza a arrastrar a tantas personas decentes, se inscribe en la perspectiva aérea de Google Earth, fuente máxima de nihilismo tranquilizador. Para que se me entienda, llamo “nihilismo” a la erosión del mundo asociada a estas dos fórmulas: “nada puede ser conocido” y “todo merece ser destruido”. El imperio del fake, del bulo, de los “hechos alternativos” (del terraplanismo al antivacunismo) ha destruido la posibilidad misma de la discusión, la cual presupone siempre la existencia de un “mundo común”; por otro lado, la desvalorización radical de la vida humana hace aceptable, y casi deseable, la desaparición de la humanidad. La reunión de estas dos fórmulas (la imposibilidad del conocimiento y el deseo de la destrucción) caracterizaron el fascismo de ayer y caracterizan el fascismo de hoy. Podemos decir sin ningún empacho, pues, que Vladímir Putin es fascista; que Benjamin Netanyahu es fascista y que Trump es asimismo fascista.
El desencantamiento del mundo ha adoptado en el último siglo dos formas aleatoriamente integradas: la democracia y el capitalismo. La democracia, en efecto, es una de las consecuencias (a mis ojos feliz) de ese desencantamiento, pero solo es realmente democracia cuando pone límites sociales al canibalismo de los mercados; en Europa lo ha sido más, por tanto, bajo el “espíritu del 45” que a partir de los años ochenta del siglo pasado. En todo caso, la democracia no sirve para hacer más intensa la vida ni más misteriosa la nieve: se conforma, cuando la dejan, con garantizar la libertad de los ciudadanos y de los pueblos e impedir la de los caníbales. En las crisis capitalistas, sin embargo, se reproduce siempre la misma ilusión: la de que basta con acabar con la democracia para que se “reencante” el mundo de manera mágica e inmediata. Ahora bien, no se puede reencantar el mundo a la fuerza y menos a través de los decretos tiránicos de la nueva “aristocracia del vértigo”. Se pueden reencantar a besos los cuerpos; con hayas las montañas; con atenciones la vida humana. Pero conviene dejar la política institucional completamente “desencantada”.
Contra el nihilismo del desconocimiento y de la violencia, contra el deseo vertiginoso de tirarse al vacío y de tirar bombas sobre Gaza, hemos visto estos días a una parte no desdeñable de la población europea y española, a veces muy joven, removilizarse con un pie en la tierra. No todo está perdido. No hemos salvado a los palestinos, no, pero a lo mejor, al revés, son los palestinos los que nos están salvando a nosotros.
Para el fascismo, la violencia constituye el verdadero encanto del mundo; por eso Putin, Trump y Netanyahu son fascistas
“El Tercer Reich comienza a mil metros sobre el nivel del mar”, escribió el escritor y militar nazi Adam Wandruszka, según una cita que recojo del brillante libro de Pablo Batalla, La bandera en la cumbre, en cuya presentación tuve la suerte de participar hace unos días. Batalla se pregunta de cuántas maneras se puede subir una montaña: no con cuántos pies o piolets o cuerdas, sino con qué ideas en la cabeza. Entre los distintos tipos de montañismo de los que se ocupa (el liberal, el conservador, el feminista, el cristiano, el comunista, etcétera), se incluye también -claro- el fascista, que veía en las cimas un desafío a la voluntad y un alojamiento de los dioses, última frontera entre la tierra y el aire, como se anticipa ya en La luz azul, la hipnótica película de 1932 de Leni Riefenstahl. De la montaña a los fascistas les atraía lo mismo que horrorizaba a los primeros sherpas del Himalaya: el sacrilegio, la idea de destronar a los dioses para ocupar su lugar.
¿Qué lugar es ese? Uno que puede ser mirado en la distancia desde el valle y uno desde el que se puede mirar la distancia misma cuando se corona su cima. A cada uno de ellos, diría yo, corresponde una forma distinta de vértigo, malestar del que no se ocupa Batalla, salvo cuando emplea una oportuna metáfora (“proletarios del vértigo”) para referirse a los guías y porteadores ignorados por los facedores de hazañas. El vértigo es una cosa muy rara; no una relación con el vacío sino con la tierra. Los que padecemos realmente de acrofobia sabemos que solo de manera secundaria tiene que ver con el miedo. Es, por el contrario, un deseo. No es —quiero decir— el terror a caer sino la tentación irresistible de tirarse; no el terror al vacío sino el deseo de anularlo (el vacío) con el propio cuerpo; de —literalmente— volver a la tierra, de chocar contra ella, de recuperarla de manera violenta y definitiva. Lo que ocurre, claro, es que ese deseo da miedo. Me recuerdo a mí mismo, hace muchos años, bajando una noche de espaldas al abismo con la cara en la roca y los ojos cerrados, protegido por un guía, mientras le pedía desesperado a mi novia que no me dejase tirarme: cada vez que miraba, en efecto, ese impulso me dominaba por completo. Y me sentía aterrorizado de mi propia ambición.
Eso es el vértigo: el miedo que produce la tentación de dejarse caer. Hay, por tanto, un vértigo hacia arriba, cuando sentimos el deseo de caer hacia el cielo (deseo, en realidad, detenido por el límite de la montaña) del que se han nutrido todas las místicas. Y hay un vértigo hacia abajo, cuando nos embarga el deseo, al contrario, de descender de golpe, sin detenernos en ningún peldaño y en ningún rellano, en caída libre. En los dos casos, para sentir vértigo hay que tener un pie asentado en la tierra. Pero, ¿qué pasa por encima de los 8.000 metros? ¡Cómo! ¿Es que se puede ascender por encima del Himalaya? Sin piernas y sin cuerdas: en avión: sin hacer pie, por así decirlo, en ningún suelo. En su libro, Batalla sí se ocupa de la revolución aérea como fuente de un radical desencantamiento del mundo y cita para ilustrarla una obra de 1928, La vuelta a Europa en avión, en la que su autor, el periodista Manuel Chaves Nogales, ve los Alpes por debajo de su cuerpo y los compara, completamente profanos ya, con “una pella de chantilly”. ¡La cima del Mont Blanc, desde la que se contemplaba el mundo, contemplada ahora, muy abajo, como parte de un mundo desencantado! Este desencantamiento aéreo, añadamos, entraña su propio vértigo o tentación: no ya la de caer hacia arriba, no, ni tampoco la de tirarse de vuelta al mundo: la tentación más bien de destruirlo: la tentación de tirar bombas sobre él para proporcionarle algún “encanto” adventicio (durante la primera guerra del Golfo el piloto estadounidense de un B-52 declaró admirado que bombardear Bagdad era como “adornar un árbol de Navidad”). Este es el punto de vista que podríamos llamar “Google Earth”, en el que casi todos los humanos estamos ya instalados.
En torno a este “desencantamiento” general, creo muy acertada la definición que hace Batalla del fascismo (el de ayer y el de hoy) como una “tentativa de reencantar el mundo a la fuerza”. No solo, diría yo, porque trata de imponer toda una serie de “autenticidades” (la de los sexos, la de las naciones, la de los nombres verdaderos) sino porque reencanta la violencia misma como tentación central y legítima del ser humano: la violencia, por así decirlo, constituye el verdadero “encanto” del mundo. Vemos a muchos dirigentes hoy excitados con la idea de la guerra, hasta hace poco evitada con pudibundos eufemismos; pensemos, por ejemplo, en el reciente discurso ante 800 oficiales del secretario de Defensa de EE UU, Pete Hegseth, y su reivindicación entusiasta del cambio de nombre (ahora Departamento de Guerra) frente al perverso pacifismo woke. Al mismo tiempo, este nuevo y fatídico “encanto” de la violencia, cuyo vértigo comienza a arrastrar a tantas personas decentes, se inscribe en la perspectiva aérea de Google Earth, fuente máxima de nihilismo tranquilizador. Para que se me entienda, llamo “nihilismo” a la erosión del mundo asociada a estas dos fórmulas: “nada puede ser conocido” y “todo merece ser destruido”. El imperio del fake, del bulo, de los “hechos alternativos” (del terraplanismo al antivacunismo) ha destruido la posibilidad misma de la discusión, la cual presupone siempre la existencia de un “mundo común”; por otro lado, la desvalorización radical de la vida humana hace aceptable, y casi deseable, la desaparición de la humanidad. La reunión de estas dos fórmulas (la imposibilidad del conocimiento y el deseo de la destrucción) caracterizaron el fascismo de ayer y caracterizan el fascismo de hoy. Podemos decir sin ningún empacho, pues, que Vladímir Putin es fascista; que Benjamin Netanyahu es fascista y que Trump es asimismo fascista.
El desencantamiento del mundo ha adoptado en el último siglo dos formas aleatoriamente integradas: la democracia y el capitalismo. La democracia, en efecto, es una de las consecuencias (a mis ojos feliz) de ese desencantamiento, pero solo es realmente democracia cuando pone límites sociales al canibalismo de los mercados; en Europa lo ha sido más, por tanto, bajo el “espíritu del 45” que a partir de los años ochenta del siglo pasado. En todo caso, la democracia no sirve para hacer más intensa la vida ni más misteriosa la nieve: se conforma, cuando la dejan, con garantizar la libertad de los ciudadanos y de los pueblos e impedir la de los caníbales. En las crisis capitalistas, sin embargo, se reproduce siempre la misma ilusión: la de que basta con acabar con la democracia para que se “reencante” el mundo de manera mágica e inmediata. Ahora bien, no se puede reencantar el mundo a la fuerza y menos a través de los decretos tiránicos de la nueva “aristocracia del vértigo”. Se pueden reencantar a besos los cuerpos; con hayas las montañas; con atenciones la vida humana. Pero conviene dejar la política institucional completamente “desencantada”.
Contra el nihilismo del desconocimiento y de la violencia, contra el deseo vertiginoso de tirarse al vacío y de tirar bombas sobre Gaza, hemos visto estos días a una parte no desdeñable de la población europea y española, a veces muy joven, removilizarse con un pie en la tierra. No todo está perdido. No hemos salvado a los palestinos, no, pero a lo mejor, al revés, son los palestinos los que nos están salvando a nosotros.
EL PAÍS