El sueño de cualquier amante del arte sería tener la oportunidad de estar en un museo a puerta cerrada, sin gente, paseando entre las obras en silencio, contemplando sin prisa cada contorno de una escultura, descifrando el trazo exacto de un óleo, desentrañando el significado de una instalación. Contemplar el arte en soledad, a deshora, por la noche o al amanecer, es una experiencia sublime que está al alcance de muy pocos. Sin embargo, hay lugares donde vivir la fantasía de tener un museo a tu disposición no solo es posible, sino que además te puedes quedar a dormir en él.
El fabuloso hotel The Dolder Grand, en Zúrich, tiene en sus pasillos, su lobby, sus escaleras, sus restaurantes y sus jardines una de las colecciones privadas de arte contemporáneo más impresionantes del mundo —valorada en más de 600 millones de euros—, propiedad del dueño del alojamiento, el suizo Urs Schwarzenbach, en la que puedes zambullirte a tu ritmo. Si decides levantar la vista de este festín artístico, a tus pies aparecen unas espectaculares vistas a la ciudad y en el horizonte los majestuosos picos nevados de los Alpes, como un lienzo de Caspar David Friedrich.
El hotel, con 125 años recién cumplidos, sigue manteniendo ese aire clásico de château en la arquitectura del edificio original, pensado para escapar de la ciudad y conectar con la naturaleza en este paraje montañoso cubierto de verde y de bosques de abedules. A principios de los años 2000, el arquitecto Norman Foster lo catapultó al nuevo milenio con dos nuevas y modernas alas que llevaron la idea de bienestar y de conexión con la naturaleza a otro nivel.
El parking frente a la puerta del hotel, sobre el que se levanta un enorme voladizo, es un showroom de marcas de lujo: Bentleys, Porsches o Aston Martin, de los que bajan los clientes bajo la atenta mirada de los conserjes perfectamente uniformados. Su localización a las afueras de Zúrich, en el tranquilo barrio de Adlisberg, lo convierte en el hotel favorito de las celebrities que llegan a la ciudad suiza en busca de privacidad. Durante el Festival de Cine de Zúrich, su pedigrí cultural y el lujo son un reclamo para actores, directores y gente de la industria. En la cita de 2024, Pamela Anderson, Richard Gere o Jude Law caminaron por sus pasillos. Pero la razón para alojarse aquí no es el séptimo arte, sino otros tres —pintura, escultura y arquitectura—, y se podría añadir un octavo arte: el de la gastronomía, que en este hotel adquiere méritos suficientes para sentarse a la mesa de las bellas artes.
Quizás una de las cosas más refrescantes de este lugar es que, a pesar de su abolengo cultivado durante 125 años y de un pedigrí de lujo y sofisticación, tiene la capacidad de no tomarse a sí mismo demasiado en serio. Según se entra, una escultura hiperrealista de un viajero echándose una siesta, agotado y descamisado (Traveller, de Duane Hanson), contrasta con el lobby de arquitectura neoclásica y los grandiosos cuadros con escenas pastorales. La fastuosa escalinata central, cubierta con una alfombra color burdeos y flanqueada con enormes vidrieras, contrasta con el ala más moderna del hotel, a la que se accede a través de una puerta automática de cristal que, nada más abrirse, recibe con una escultura de una seta gigante del artista Takashi Murakami. Uno recorre los pasillos de las dos alas semicirculares, hechos de cristal y acero, con la excitación de un buscador de tesoros al acecho de la próxima obra maestra. Mientras espero al ascensor para bajar al jardín, contemplo mi imagen distorsionada en una escultura de Anish Kapoor, el maestro de la geometría y las formas no formas.
También hay un frondoso huerto, donde una ayudante de cocina recoge rábanos, calabacines, berenjenas y hierbas aromáticas, a la sombra de una monumental escultura de hierro de 10 metros de altura y pintada en rojo chillón del artista Keith Haring. Esos productos de la huerta recién recolectados acabarán en el menú del restaurante vegetariano Blooms y en el Saltz, donde cada mañana se puede contemplar la inmensa instalación del artista Rolf Sachs con neones y cuerdas suspendidas del techo mientras se disfruta del que está considerado como uno de los mejores desayunos de Suiza. Para seguir el rastro de las obras, un código QR sirve de guía privado por la colección, en silencio y sin prisas.
Hay otras opciones para entretener el cuerpo, además del alma, como el Dolder Golf Club, en Zúrich, inaugurado en 1907, uno de los clubes de golf más antiguos de Suiza, con un campo de nueve hoyos en plena naturaleza; o el lujoso spa de 4.000 metros cuadrados donde lanzarse a los brazos del hedonismo en la enorme piscina cubierta, en los hot tubs al aire libre con vistas a los Alpes o en las salas de masajes y meditación.
El arte de comer
Como ya se ha mencionado, en este hotel de 175 habitaciones también la gastronomía adquiere dimensiones de arte. The Restaurant, con dos estrellas Michelin bajo la batuta del chef Heiko Nieder, recibe en su vestíbulo con una obra maestra a modo de aperitivo: La femme métamorphosée, de Salvador Dalí. A continuación, se accede a un elegante salón con techos originales de madera y una decoración dorada con flores y tallos modernistas, típicos de la Secesión Vienesa. Luego, desfilará por la mesa un menú degustación de ocho pases, comenzando con una selección de aperitivos del chef. El primer plato, cangrejo real con hígado de oca, mango y algas, deja claro que aquí se viene a jugar. Vieiras y calamares con ajo amarillo y café, ciervo con remolacha, granada y regaliz. La fantasía continúa, consiguiendo que cada plato sea más sorprendente y exquisito que el anterior. El maridaje de la sommelier Lisa Bader no pierde el paso, con una combinación de clásicos y rarezas de una carta de vinos y champanes con más de 800 referencias. Por algo, The Restaurant es considerado por muchos como el mejor restaurante fine dining de Zúrich y, más allá de los huéspedes del hotel, es un auténtico imán para sibaritas y foodies de todo el mundo.
El otro as en la manga del alojamiento es el pequeño restaurante japonés Mikuriya, que ofrece una auténtica experiencia omakase (que se puede traducir al español como “ponerse en las manos del chef”) en un espacio íntimo, ubicado donde antes se encontraba una habitación. Ocho comensales sentados alrededor de la barra quedan hipnotizados por la destreza del chef Atsushi Hiraoka en sus preparaciones especializadas japonesas, incluyendo sushi estilo kappo, elaborado con ingredientes de temporada como anguila, vieiras y wagyu. Una sommelier japonesa se encarga de maridar el menú con distintas variedades de sake, servidas en una colección de recipientes de cerámica y vidrio, que culmina con un sorbo del Rolls-Royce de los sakes, el delicado Zankyo Super 7 del 2022, con un precio que ronda los mil euros por botella.
Con el sake en el cuerpo y esa sensación de felicidad plena que deja una velada culinaria excepcional, se acaba la noche no en el piano bar, como sería lo habitual en otros hoteles, sino aprovechando aquello que ningún otro establecimiento en el mundo puede ofrecer: un encuentro furtivo con el arte en medio de la noche. En el piso de abajo, voy al encuentro de la obra Conversación, donde tres figuras humanas sin rostro hechas de resina mantienen el equilibrio sobre sus bases redondeadas en lugar de piernas. Mientras me deleito en el universo creado por el genial Juan Muñoz, me transporto a 24 años atrás, a la Tate Modern de Londres, donde lo conocí en la exposición más importante de su carrera, apenas dos meses antes de su repentina muerte. “Todo lo que veo me sobrevivirá”, escribió entonces en uno de sus cuadernos. Hoy, al compartir este momento íntimo y en soledad con sus figuras humanas, no me queda duda del poder del arte para trascender a la mortalidad.
En este alojamiento de la ciudad suiza una noche se convierte en una inmersión artística. Aquí, obras de Dalí, Murakami y Kapoor conviven con un ‘spa’ de 4.000 metros cuadrados con vistas a los Alpes y una cocina a la altura
El sueño de cualquier amante del arte sería tener la oportunidad de estar en un museo a puerta cerrada, sin gente, paseando entre las obras en silencio, contemplando sin prisa cada contorno de una escultura, descifrando el trazo exacto de un óleo, desentrañando el significado de una instalación. Contemplar el arte en soledad, a deshora, por la noche o al amanecer, es una experiencia sublime que está al alcance de muy pocos. Sin embargo, hay lugares donde vivir la fantasía de tener un museo a tu disposición no solo es posible, sino que además te puedes quedar a dormir en él.
El fabuloso hotel The Dolder Grand, en Zúrich, tiene en sus pasillos, su lobby, sus escaleras, sus restaurantes y sus jardines una de las colecciones privadas de arte contemporáneo más impresionantes del mundo —valorada en más de 600 millones de euros—, propiedad del dueño del alojamiento, el suizo Urs Schwarzenbach, en la que puedes zambullirte a tu ritmo. Si decides levantar la vista de este festín artístico, a tus pies aparecen unas espectaculares vistas a la ciudad y en el horizonte los majestuosos picos nevados de los Alpes, como un lienzo de Caspar David Friedrich.
El hotel, con 125 años recién cumplidos, sigue manteniendo ese aire clásico de château en la arquitectura del edificio original, pensado para escapar de la ciudad y conectar con la naturaleza en este paraje montañoso cubierto de verde y de bosques de abedules. A principios de los años 2000, el arquitecto Norman Foster lo catapultó al nuevo milenio con dos nuevas y modernas alas que llevaron la idea de bienestar y de conexión con la naturaleza a otro nivel.

El parking frente a la puerta del hotel, sobre el que se levanta un enorme voladizo, es un showroom de marcas de lujo: Bentleys, Porsches o Aston Martin, de los que bajan los clientes bajo la atenta mirada de los conserjes perfectamente uniformados. Su localización a las afueras de Zúrich, en el tranquilo barrio de Adlisberg, lo convierte en el hotel favorito de las celebrities que llegan a la ciudad suiza en busca de privacidad. Durante el Festival de Cine de Zúrich, su pedigrí cultural y el lujo son un reclamo para actores, directores y gente de la industria. En la cita de 2024, Pamela Anderson, Richard Gere o Jude Law caminaron por sus pasillos. Pero la razón para alojarse aquí no es el séptimo arte, sino otros tres —pintura, escultura y arquitectura—, y se podría añadir un octavo arte: el de la gastronomía, que en este hotel adquiere méritos suficientes para sentarse a la mesa de las bellas artes.
Quizás una de las cosas más refrescantes de este lugar es que, a pesar de su abolengo cultivado durante 125 años y de un pedigrí de lujo y sofisticación, tiene la capacidad de no tomarse a sí mismo demasiado en serio. Según se entra, una escultura hiperrealista de un viajero echándose una siesta, agotado y descamisado (Traveller, de Duane Hanson), contrasta con el lobby de arquitectura neoclásica y los grandiosos cuadros con escenas pastorales. La fastuosa escalinata central, cubierta con una alfombra color burdeos y flanqueada con enormes vidrieras, contrasta con el ala más moderna del hotel, a la que se accede a través de una puerta automática de cristal que, nada más abrirse, recibe con una escultura de una seta gigante del artista Takashi Murakami. Uno recorre los pasillos de las dos alas semicirculares, hechos de cristal y acero, con la excitación de un buscador de tesoros al acecho de la próxima obra maestra. Mientras espero al ascensor para bajar al jardín, contemplo mi imagen distorsionada en una escultura de Anish Kapoor, el maestro de la geometría y las formas no formas.

También hay un frondoso huerto, donde una ayudante de cocina recoge rábanos, calabacines, berenjenas y hierbas aromáticas, a la sombra de una monumental escultura de hierro de 10 metros de altura y pintada en rojo chillón del artista Keith Haring. Esos productos de la huerta recién recolectados acabarán en el menú del restaurante vegetariano Blooms y en el Saltz, donde cada mañana se puede contemplar la inmensa instalación del artista Rolf Sachs con neones y cuerdas suspendidas del techo mientras se disfruta del que está considerado como uno de los mejores desayunos de Suiza. Para seguir el rastro de las obras, un código QR sirve de guía privado por la colección, en silencio y sin prisas.

Hay otras opciones para entretener el cuerpo, además del alma, como el Dolder Golf Club, en Zúrich, inaugurado en 1907, uno de los clubes de golf más antiguos de Suiza, con un campo de nueve hoyos en plena naturaleza; o el lujoso spa de 4.000 metros cuadrados donde lanzarse a los brazos del hedonismo en la enorme piscina cubierta, en los hot tubs al aire libre con vistas a los Alpes o en las salas de masajes y meditación.

El arte de comer
Como ya se ha mencionado, en este hotel de 175 habitaciones también la gastronomía adquiere dimensiones de arte. The Restaurant, con dos estrellas Michelin bajo la batuta del chef Heiko Nieder, recibe en su vestíbulo con una obra maestra a modo de aperitivo: La femme métamorphosée, de Salvador Dalí. A continuación, se accede a un elegante salón con techos originales de madera y una decoración dorada con flores y tallos modernistas, típicos de la Secesión Vienesa. Luego, desfilará por la mesa un menú degustación de ocho pases, comenzando con una selección de aperitivos del chef. El primer plato, cangrejo real con hígado de oca, mango y algas, deja claro que aquí se viene a jugar. Vieiras y calamares con ajo amarillo y café, ciervo con remolacha, granada y regaliz. La fantasía continúa, consiguiendo que cada plato sea más sorprendente y exquisito que el anterior. El maridaje de la sommelier Lisa Bader no pierde el paso, con una combinación de clásicos y rarezas de una carta de vinos y champanes con más de 800 referencias. Por algo, The Restaurant es considerado por muchos como el mejor restaurante fine dining de Zúrich y, más allá de los huéspedes del hotel, es un auténtico imán para sibaritas y foodies de todo el mundo.
El otro as en la manga del alojamiento es el pequeño restaurante japonés Mikuriya, que ofrece una auténtica experiencia omakase (que se puede traducir al español como “ponerse en las manos del chef”) en un espacio íntimo, ubicado donde antes se encontraba una habitación. Ocho comensales sentados alrededor de la barra quedan hipnotizados por la destreza del chef Atsushi Hiraoka en sus preparaciones especializadas japonesas, incluyendo sushi estilo kappo, elaborado con ingredientes de temporada como anguila, vieiras y wagyu. Una sommelier japonesa se encarga de maridar el menú con distintas variedades de sake, servidas en una colección de recipientes de cerámica y vidrio, que culmina con un sorbo del Rolls-Royce de los sakes, el delicado Zankyo Super 7 del 2022, con un precio que ronda los mil euros por botella.

Con el sake en el cuerpo y esa sensación de felicidad plena que deja una velada culinaria excepcional, se acaba la noche no en el piano bar, como sería lo habitual en otros hoteles, sino aprovechando aquello que ningún otro establecimiento en el mundo puede ofrecer: un encuentro furtivo con el arte en medio de la noche. En el piso de abajo, voy al encuentro de la obra Conversación, donde tres figuras humanas sin rostro hechas de resina mantienen el equilibrio sobre sus bases redondeadas en lugar de piernas. Mientras me deleito en el universo creado por el genial Juan Muñoz, me transporto a 24 años atrás, a la Tate Modern de Londres, donde lo conocí en la exposición más importante de su carrera, apenas dos meses antes de su repentina muerte. “Todo lo que veo me sobrevivirá”, escribió entonces en uno de sus cuadernos. Hoy, al compartir este momento íntimo y en soledad con sus figuras humanas, no me queda duda del poder del arte para trascender a la mortalidad.
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