En una sociedad cada vez más diversa, globalizada y secular, surgen preguntas fundamentales sobre nuestras raíces culturales, especialmente durante las festividades directamente vinculadas al hecho y la tradición religiosos. ¿Se puede explicar hoy la sociedad y el arte occidentales sin conocer las historias de la Biblia y la herencia cristiana?
Jorge Marirrodriga, doctor en Periodismo y periodista de EL PAÍS, defiende que no hay que compartir las creencias religiosas para defender la importancia de un legado cultural que se remonta a 3.000 años atrás. Para Jordi Gracia, catedrático de Literatura española en la Universidad de Barcelona y codirector de la revista TintaLibre, se trata de pura nostalgia por un tiempo pasado en que la liturgia católica pautaba la vida, la edad adulta con sus bautismos, sus bodas, sus procesiones visibles e invisibles, sus devociones y sus sacramentos.
Si decían que el saber no ocupa lugar
Jorge Marirrodriga
¿Nos perdemos algo por no saber que un hombre crucificado boca abajo representa a san Pedro? ¿Y por desconocer que ecce homo son las palabras pronunciadas por Poncio Pilato al presentar al Cristo torturado ante una multitud y no la chapucera restauración de una pintura? ¿Y por el hecho de que no nos llame la atención que la mayoría de las iglesias construidas antes de mediados del siglo pasado tengan su puerta principal mirando a Occidente y, por tanto, el altar mirando a Oriente? Con sentido práctico podríamos decir que no.
Nada de lo que se expone en las preguntas anteriores es imprescindible para nuestro día a día. Ni probablemente útil. Al fin y al cabo, estamos creando una sociedad donde el resultado es lo que cuenta y cuanto menos tiempo se invierta en conseguirlo mejor. En un sistema educativo que en sus contenidos da cada vez más importancia al saber técnico —au revoir filosofía, latín, arte—, una comunidad humana cada vez más tecnologizada en sus medios y una percepción del yo cada vez más individualista y aislacionista —”eres el dueño de tu destino”, “todo depende de ti”—, no tiene sentido emplear tiempo para obtener un conocimiento, la cultura religiosa, sobre el que pesa la losa del equívoco y que, en el mejor de los casos, solo nos da una satisfacción individual de casi imposible traslación a las redes sociales y, en el peor, nos hace quedar como unos pedantes. A ver quién le dice a su jefe ante una vaga promesa de ascenso: “Yo, como santo Tomás”.
Ante la arrasadora corriente del ahora inmediato y la fascinante perspectiva del mañana brillante resulta complicado defender la importancia de un legado cultural que nos propone mirar nada menos que 3.000 años atrás y que ha forjado nuestra manera de vivir y pensar en un larguísimo recorrido que, como todo camino hecho por humanos, está plagado de momentos brillantes y oscuros; hechos gloriosos y otros vergonzantes; serenidad ante una ordenada concepción del mundo y turbación ante la inseguridad propia de cualquier creencia que lo sea verdaderamente. De millones de personas con mentes, cuerpos y almas, cuyo legado intelectual se ha transmitido y enriquecido durante siglos. Y sin prisa. Quienes empezaban las catedrales jamás las veían acabadas, los copistas de los códices no pensaban en ventas y rankings y los peregrinos no necesitaban contar a millones de personas su recorrido al final de cada jornada. El fruto se lo dejaban, para el futuro, a otros. Algo incompatible con la cultura del yo inmediato triunfador y popular.
Además, la cultura religiosa occidental no solo es víctima colateral de un desconocimiento colectivo, voluntario o no, del pasado sino también de una errónea concepción (a veces involuntaria, a veces no) de lo que significa. En este caso “religiosa” es el apellido de “cultura”. No es necesario profesar el cristianismo para comprender la importancia en la historia política de América de la Virgen de Guadalupe, el significado social del Concilio Vaticano II, que pontífice significa “constructor de puentes” (y que era un alto sacerdocio romano) o que Lola Pons en estas páginas parafrasea el Evangelio y la oración del ángelus cuando titula su columna “El Ángel del Señor se anunció a…”. No hay que creer en nada para entenderlo, igual que conocer la cultura grecorromana no implica sacrificar un pollo y leerle las entrañas antes de tomar un avión, pero permite disfrutar de algunas creaciones de Botticelli o de Shakespeare, entre otros maestros. No se puede entender ni disfrutar en su plenitud La Piedad que un chaval de 20 años llamado Miguel Ángel arrancó de un bloque de mármol sin conocer la causa del dolor que siente la mujer que sostiene el cadáver de su hijo y el sentido de esa muerte. No hay que ser un católico militante para conocer la importancia que tuvo para Europa la red de monasterios que fundó san Benito o que el primero que habló de renta mínima universal fue (santo) Tomás Moro.
La cultura religiosa cristiana no destruyó a la grecorromana. Si hubiera sido así, Lope de Vega o Rubens no hubieran podido crear algunas de sus obras más de un milenio después. Al contrario, se produjo un enaltecimiento cultural de la creencia derrotada y demostró que saber de religión no es rezar. Es tener cultura.
Feliz sin culpa y sin nostalgia
Jordi Gracia
La nostalgia de un orden perdido es una perversión eticoemocional que conduce al melancólico desengaño de forma incurable: ni ese orden existió nunca ni tuvo nada de ideal, aunque la percepción de cada sujeto pueda hacer creer que fue así, o lo fue para algunos de la propia tribu, y que hubo un tiempo irrecuperable en que la liturgia católica pautaba la vida, la edad adulta con sus bautismos, sus bodas, sus procesiones visibles e invisibles, sus devociones y sus sacramentos. Cosa distinta es que la nostalgia se alimente de vivencias pasadas y reales en las que uno/una fue feliz o sintió que todo se ajustaba a una armonía gaseosa pero cierta e ida, cuando a cada hecho le sucedía su correspondiente celebración o cuando cada momento vital se consagraba con su propia rutina de naftalina y parafernalia.
Los desgraciados que no hemos tenido esa vivencia de la armonía y tuvimos que ir improvisando rituales podemos ser, a ojos de los nostálgicos de un presunto viejo orden, carne humana desperdiciada o incluso insensibles seres ineptos para la comunidad, condenados a los márgenes insalubres de la anarquía civil y social. Muchos nos sentimos confortablemente instalados en ese margen y admiramos con devoción indostánica la fidelidad emocional de tantos a esas liturgias civiles asociadas a la familia, a los padres, a los abuelos, a los primos y las primas (y los escarceos sexuales, las miradas prolongadas, los avistamientos de un pedazo de ropa secreta) y a una patulea de familiares que muchos identifican a simple vista y algunos otros no sabemos ni identificar por el nombre del parentesco.
¿Qué tendrá de malo buscar la perpetuación de esas comilonas con la abuela piripi, el padre tambaleante, la madre agobiada y las sobrinas enloquecidas con media copita de ratafía? Pero si eso debe de ser la sal de la vida para la memoria de tantos que han dejado de ir al pueblo y a recorrer la calle mayor en procesión o asistir a la misa del gallo (eso sí es en verdad el misterio). Diría que si esa nostalgia o añoranza tibia aflora hoy es porque por fortuna la secularización de marras, por la que clamaron durante siglos los intelectuales herederos de la Ilustración y sus sucesores, ha ido conquistando espacios no solo sociales y públicos sino también íntimos, privados y familiares, donde a veces ni siquiera se sabe demasiado bien qué carajo será eso de la familia: ¿cuál?, ¿la primera pareja, la segunda, la tercera? Por fortuna, la gente ya no ata su vida a la primera ni se sabe esclava de una decisión de juventud, igual que hemos aprendido a desatarnos de las ataduras de la familia cristiana, al menos aquellos a quienes nadie metió con calzador la culpa en el biberón, en la papilla de frutas, en las primeras gominolas y en las merendolas de los cumpleaños.
Es cierto que si el cristianismo se diluye como código osmóticamente compartido más de la mitad de los cuadros y conjuntos escultóricos del arte occidental (y parte de su literatura) dejarán de tener sentido para muchos y apenas podrán ir más allá de apreciar lo bien puesta que está la luz en el manto de la virgen o el brillo turbador de un reflejo en un san Sebastián acribillado a saetas o la hipnosis absoluta de la música de Bach, de Haendel o Vivaldi. Habrá que aprenderlo o enseñarlo para que ese arte transmita lo que quiso transmitir en su tiempo (y en el nuestro): se trata de estudiar un poco más, leer lo que no se ha leído y dotarse de las herramientas culturales para descifrar la codificación artística que ha ido diluyéndose. Nada más. Seguirá vigente la agenda tremenda de la abuela dulcísimamente tiránica a la que nadie se atreve a llevar la contraria para que no monte un cristo (nunca mejor dicho) de tres pares de narices en la víspera del 24 de diciembre o en la comida del 25 o en la Semana Santa de todos los dolores. No vaya a ser que a uno de los comensales incorporados a la familia —ecuatoriano, marroquí, ucranio, palestino— se le ocurra sacar a la mesa no sé qué maravilloso dulce, aperitivo o plato que rompa el perfecto equilibrio armónico de los buenos y viejos tiempos que nunca existieron. O al menos nunca existieron en familias felizmente descompuestas, funcionalmente disfuncionales, apátridas sentimentales y a ratos, solo a ratos, esquivos, felices. Sin culpa.
Las celebraciones de Semana Santa pueden ser una de las últimas costumbres que mantienen su significado religioso original, y no para todos
En una sociedad cada vez más diversa, globalizada y secular, surgen preguntas fundamentales sobre nuestras raíces culturales, especialmente durante las festividades directamente vinculadas al hecho y la tradición religiosos. ¿Se puede explicar hoy la sociedad y el arte occidentales sin conocer las historias de la Biblia y la herencia cristiana?
Jorge Marirrodriga, doctor en Periodismo y periodista de EL PAÍS, defiende que no hay que compartir las creencias religiosas para defender la importancia de un legado cultural que se remonta a 3.000 años atrás. Para Jordi Gracia, catedrático de Literatura española en la Universidad de Barcelona y codirector de la revista TintaLibre, se trata de pura nostalgia por un tiempo pasado en que la liturgia católica pautaba la vida, la edad adulta con sus bautismos, sus bodas, sus procesiones visibles e invisibles, sus devociones y sus sacramentos.
Si decían que el saber no ocupa lugar
Jorge Marirrodriga
¿Nos perdemos algo por no saber que un hombre crucificado boca abajo representa a san Pedro? ¿Y por desconocer que ecce homo son las palabras pronunciadas por Poncio Pilato al presentar al Cristo torturado ante una multitud y no la chapucera restauración de una pintura? ¿Y por el hecho de que no nos llame la atención que la mayoría de las iglesias construidas antes de mediados del siglo pasado tengan su puerta principal mirando a Occidente y, por tanto, el altar mirando a Oriente? Con sentido práctico podríamos decir que no.
Nada de lo que se expone en las preguntas anteriores es imprescindible para nuestro día a día. Ni probablemente útil. Al fin y al cabo, estamos creando una sociedad donde el resultado es lo que cuenta y cuanto menos tiempo se invierta en conseguirlo mejor. En un sistema educativo que en sus contenidos da cada vez más importancia al saber técnico —au revoir filosofía, latín, arte—, una comunidad humana cada vez más tecnologizada en sus medios y una percepción del yo cada vez más individualista y aislacionista —”eres el dueño de tu destino”, “todo depende de ti”—, no tiene sentido emplear tiempo para obtener un conocimiento, la cultura religiosa, sobre el que pesa la losa del equívoco y que, en el mejor de los casos, solo nos da una satisfacción individual de casi imposible traslación a las redes sociales y, en el peor, nos hace quedar como unos pedantes. A ver quién le dice a su jefe ante una vaga promesa de ascenso: “Yo, como santo Tomás”.
Ante la arrasadora corriente del ahora inmediato y la fascinante perspectiva del mañana brillante resulta complicado defender la importancia de un legado cultural que nos propone mirar nada menos que 3.000 años atrás y que ha forjado nuestra manera de vivir y pensar en un larguísimo recorrido que, como todo camino hecho por humanos, está plagado de momentos brillantes y oscuros; hechos gloriosos y otros vergonzantes; serenidad ante una ordenada concepción del mundo y turbación ante la inseguridad propia de cualquier creencia que lo sea verdaderamente. De millones de personas con mentes, cuerpos y almas, cuyo legado intelectual se ha transmitido y enriquecido durante siglos. Y sin prisa. Quienes empezaban las catedrales jamás las veían acabadas, los copistas de los códices no pensaban en ventas y rankings y los peregrinos no necesitaban contar a millones de personas su recorrido al final de cada jornada. El fruto se lo dejaban, para el futuro, a otros. Algo incompatible con la cultura del yo inmediato triunfador y popular.
Además, la cultura religiosa occidental no solo es víctima colateral de un desconocimiento colectivo, voluntario o no, del pasado sino también de una errónea concepción (a veces involuntaria, a veces no) de lo que significa. En este caso “religiosa” es el apellido de “cultura”. No es necesario profesar el cristianismo para comprender la importancia en la historia política de América de la Virgen de Guadalupe, el significado social del Concilio Vaticano II, que pontífice significa “constructor de puentes” (y que era un alto sacerdocio romano) o que Lola Pons en estas páginas parafrasea el Evangelio y la oración del ángelus cuando titula su columna “El Ángel del Señor se anunció a…”. No hay que creer en nada para entenderlo, igual que conocer la cultura grecorromana no implica sacrificar un pollo y leerle las entrañas antes de tomar un avión, pero permite disfrutar de algunas creaciones de Botticelli o de Shakespeare, entre otros maestros. No se puede entender ni disfrutar en su plenitud La Piedad que un chaval de 20 años llamado Miguel Ángel arrancó de un bloque de mármol sin conocer la causa del dolor que siente la mujer que sostiene el cadáver de su hijo y el sentido de esa muerte. No hay que ser un católico militante para conocer la importancia que tuvo para Europa la red de monasterios que fundó san Benito o que el primero que habló de renta mínima universal fue (santo) Tomás Moro.
La cultura religiosa cristiana no destruyó a la grecorromana. Si hubiera sido así, Lope de Vega o Rubens no hubieran podido crear algunas de sus obras más de un milenio después. Al contrario, se produjo un enaltecimiento cultural de la creencia derrotada y demostró que saber de religión no es rezar. Es tener cultura.
Feliz sin culpa y sin nostalgia
Jordi Gracia
La nostalgia de un orden perdido es una perversión eticoemocional que conduce al melancólico desengaño de forma incurable: ni ese orden existió nunca ni tuvo nada de ideal, aunque la percepción de cada sujeto pueda hacer creer que fue así, o lo fue para algunos de la propia tribu, y que hubo un tiempo irrecuperable en que la liturgia católica pautaba la vida, la edad adulta con sus bautismos, sus bodas, sus procesiones visibles e invisibles, sus devociones y sus sacramentos. Cosa distinta es que la nostalgia se alimente de vivencias pasadas y reales en las que uno/una fue feliz o sintió que todo se ajustaba a una armonía gaseosa pero cierta e ida, cuando a cada hecho le sucedía su correspondiente celebración o cuando cada momento vital se consagraba con su propia rutina de naftalina y parafernalia.
Los desgraciados que no hemos tenido esa vivencia de la armonía y tuvimos que ir improvisando rituales podemos ser, a ojos de los nostálgicos de un presunto viejo orden, carne humana desperdiciada o incluso insensibles seres ineptos para la comunidad, condenados a los márgenes insalubres de la anarquía civil y social. Muchos nos sentimos confortablemente instalados en ese margen y admiramos con devoción indostánica la fidelidad emocional de tantos a esas liturgias civiles asociadas a la familia, a los padres, a los abuelos, a los primos y las primas (y los escarceos sexuales, las miradas prolongadas, los avistamientos de un pedazo de ropa secreta) y a una patulea de familiares que muchos identifican a simple vista y algunos otros no sabemos ni identificar por el nombre del parentesco.
¿Qué tendrá de malo buscar la perpetuación de esas comilonas con la abuela piripi, el padre tambaleante, la madre agobiada y las sobrinas enloquecidas con media copita de ratafía? Pero si eso debe de ser la sal de la vida para la memoria de tantos que han dejado de ir al pueblo y a recorrer la calle mayor en procesión o asistir a la misa del gallo (eso sí es en verdad el misterio). Diría que si esa nostalgia o añoranza tibia aflora hoy es porque por fortuna la secularización de marras, por la que clamaron durante siglos los intelectuales herederos de la Ilustración y sus sucesores, ha ido conquistando espacios no solo sociales y públicos sino también íntimos, privados y familiares, donde a veces ni siquiera se sabe demasiado bien qué carajo será eso de la familia: ¿cuál?, ¿la primera pareja, la segunda, la tercera? Por fortuna, la gente ya no ata su vida a la primera ni se sabe esclava de una decisión de juventud, igual que hemos aprendido a desatarnos de las ataduras de la familia cristiana, al menos aquellos a quienes nadie metió con calzador la culpa en el biberón, en la papilla de frutas, en las primeras gominolas y en las merendolas de los cumpleaños.
Es cierto que si el cristianismo se diluye como código osmóticamente compartido más de la mitad de los cuadros y conjuntos escultóricos del arte occidental (y parte de su literatura) dejarán de tener sentido para muchos y apenas podrán ir más allá de apreciar lo bien puesta que está la luz en el manto de la virgen o el brillo turbador de un reflejo en un san Sebastián acribillado a saetas o la hipnosis absoluta de la música de Bach, de Haendel o Vivaldi. Habrá que aprenderlo o enseñarlo para que ese arte transmita lo que quiso transmitir en su tiempo (y en el nuestro): se trata de estudiar un poco más, leer lo que no se ha leído y dotarse de las herramientas culturales para descifrar la codificación artística que ha ido diluyéndose. Nada más. Seguirá vigente la agenda tremenda de la abuela dulcísimamente tiránica a la que nadie se atreve a llevar la contraria para que no monte un cristo (nunca mejor dicho) de tres pares de narices en la víspera del 24 de diciembre o en la comida del 25 o en la Semana Santa de todos los dolores. No vaya a ser que a uno de los comensales incorporados a la familia —ecuatoriano, marroquí, ucranio, palestino— se le ocurra sacar a la mesa no sé qué maravilloso dulce, aperitivo o plato que rompa el perfecto equilibrio armónico de los buenos y viejos tiempos que nunca existieron. O al menos nunca existieron en familias felizmente descompuestas, funcionalmente disfuncionales, apátridas sentimentales y a ratos, solo a ratos, esquivos, felices. Sin culpa.
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